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Había sido un auténtico mujeriego antes de conocerla en una fiesta navideña. Pero se enamoró de ella en cuanto la vio. Empezaron su aventura esa misma noche, y él le declaró su amor eterno en todos los encuentros clandestinos que tuvieron a partir de entonces.

Pero a la dulce Marie empezó a consumirla la culpa. Se encontraba con él y se abría de piernas, pero después se vestía e iba a la iglesia a encender una vela por haber cometido el pecado de adulterio. Pasado cierto tiempo, ni siquiera eso era suficiente para ella. Le dijo a Pruitt que quería poner fin a su aventura, que confesaría sus pecados a su marido y le suplicaría perdón. Pruitt recordó haber levantado el cuchillo y haberse acercado a ella. No tenía intención de matarla. Sólo quería asustarla un poco, hacerle comprender que si hablaba, sus vidas habrían acabado. Pero Marie se puso histérica y no pudo detenerse. Lloró mientras la apuñalaba.

Justificaba sus actos diciéndose a sí mismo que no había tenido ninguna otra solución a su alcance. Ray podría haber perdonado a Marie su infidelidad pero, desde luego, jamás lo habría perdonado a él. En el fondo, todo se había reducido a matar o morir.

Cuando encerraron a Ray Chernoff, creyó que podría tener alguna posibilidad. Pero las cosas no salieron bien. Aunque Chernoff estaba entre rejas, seguía teniendo muchos contactos en el exterior, y la protección que le había prometido el Gobierno era ridícula. Aunque lo trasladaran a otro sitio, estaría vigilado. No, tenía que cuidar de sí mismo. Vivió varias semanas obsesionado hasta que finalmente un día llegó a casa y vio una sombra en la escalera. No había la menor duda de que el hombre que se ocultaba en el rellano del piso por encima del suyo iba armado y lo estaba esperando. Pruitt se marchó y se escondió en un bar que había calle abajo hasta que no hubo moros en la costa. Después, regresó con cautela a su casa e hizo lo que tenía que hacer. Hasta donde todo el mundo sabía, Paul Pruitt había fallecido ese día.

Los últimos quince años había vivido una mentira. Había sido muy prudente. Pasados los diez primeros años, empezó a relajarse. Se había mudado lo más lejos de su hogar que había podido y se había instalado en un pueblo de Tejas. Había logrado un empleo como vendedor de automóviles en Bourbon y, con el tiempo, consiguió convertirse en el propietario del concesionario.

Cuando la gente le sugería que hiciera más publicidad, se negaba. No quería tener ninguna cámara cerca. Estaba contento justo donde estaba. Tenía dinero suficiente para sentirse importante. Puede que su ego fuera más fuerte que él una o dos veces. Le gustaba que la gente lo admirara. En esa parte del mundo se había ganado cierto respeto como Dave Trumbo, y le gustaba que se alegraran de verlo cuando iba a algún sitio.

La llamada de un hombre anónimo que lo había reconocido amenazó con quitárselo todo. Después de ese primer mensaje, había intentado localizar a su autor. Cada vez que metía el dinero en el sobre y lo enviaba a otro apartado de correos distinto, trataba de averiguar quién era el chantajista, pero cada vez que el hombre misterioso llamaba, le daba una dirección diferente. Había llegado a esconderse y a esperar junto a una de las estafetas de correos para ver quién se llevaba el paquete, que había marcado con un rotulador fluorescente amarillo. Se había pasado dos largos días, con sus noches correspondientes, sentado en un coche, en una calle de Austin, con unos prismáticos en el regazo a la espera de poder ver a ese cabrón. Después de que nadie recogiera el dinero durante todo ese tiempo, regresó a Bourbon. Cuando el mes siguiente la petición de dinero aumentó, se asustó más.

J.D. Dickey acabó con todo eso. Pruitt no lo había visto nunca, pero le habían hablado de él. Sabía que había estado en la cárcel y también sabía que su hermano era el sheriff del condado de Jessup.

Tenía que admitir que J.D. había tenido agallas al entrar en su oficina, cerrar la puerta y decirle con toda tranquilidad que podía ayudarle a resolver su problemilla.

Recordaba haberle preguntado a qué problemilla se refería.

J.D. había puesto de inmediato las cartas boca arriba. Le explicó que había iniciado una nueva línea de negocio que le resultaba bastante lucrativa. Se dedicaba al chantaje. Antes de que Pruitt pudiera reaccionar al oír esta confesión, J.D. levantó las manos y le aseguró que él no le había estado chantajeando y que no tenía ninguna intención de hacerlo en el futuro.

Quería trabajar para él. Recordaba la conversación casi palabra por palabra. J.D. le había contado que se pasaba los días y las noches recorriendo los barrios y escuchando conversaciones con su equipo de vigilancia. Si oía algo interesante, como un hombre que engañaba a su mujer, tomaba nota. A veces, había entrado incluso en una habitación para instalar un micrófono o una cámara. Había descubierto que grabar en video escenas de sexo le permitía ganar mucho dinero. Algunos habitantes de Serenity tenían costumbres sexuales peculiares. J.D. le puso entonces varios ejemplos.

J.D. tardó un rato en volver a su problema, pero a Pruitt no le importó. Le fascinaba lo que estaba oyendo. J.D. abordó finalmente el tema de su chantajista. Le explicó que estaba estacionado en la calle de la casa de ese hombre y le había oído hablar con Pruitt por uno de sus móviles. No sabía qué había hecho Pruitt, pero supuso que probablemente tenía una aventura o que tal vez se trataba de algo más grave, como defraudar a Hacienda dinero del concesionario. J.D. dijo que no le importaba lo que hubiera hecho, pero que podía ayudarle a librarse de su chantajista. Podría echarlo del pueblo. Y lo haría gratis si Paul lo ponía en nómina para resolver problemas futuros. Sugirió que podría ser como una especie de abogado y estar a su servicio.

Pruitt accedió rápidamente. Aliviado al ver que J.D. no tenía ni idea sobre su verdadera identidad, en aquel mismo momento tomó la decisión de convencerlo para que le ayudase a deshacerse del chantajista. Luego, él se desharía de J.D.

Cuando le dio el nombre del profesor, J.D. no tenía ni idea de que estaba firmando la sentencia de muerte de MacKenna. Pruitt le dijo a J.D. que quería hablar con el profesor MacKenna antes de que lo asustara para que abandonara el pueblo. Le pidió a J.D. que se encontrara con él en casa de MacKenna, aunque J.D. no sabía que el profesor iba a morir.

Pruitt recordaba cómo se había reído al explicarle a J.D. que se había convertido en cómplice de un asesinato, y ordenarle que se deshiciera del cadáver del profesor por él.

J.D. estaba aterrado. Pero a Pruitt no le importaba. Le dijo que si seguía sus órdenes, todo saldría bien. Lo más importante era deshacerse del cadáver.

Al volver la vista atrás, se daba cuenta de que debería haber sido más concreto. También debería haberse percatado de lo idiota que era J.D. Al pensar en ello, sacudió la cabeza. J.D. se creía muy inteligente. Dejó el cadáver de MacKenna en el coche de Jordan Buchanan porque, como era forastera, creía que podrían culparla de la muerte del profesor. Lo tenía todo atado. O eso creía él.

Pero J.D. no había previsto que Lloyd lo vería metiendo el cadáver del profesor en el maletero. Y no había esperado que Pruitt, o Dave, como él lo llamaba, haría lo que fuera necesario para que Lloyd no abriera la boca. De hecho, no había pensado demasiado en nada. Desde luego, no había pensado que Dave Trumbo lo mataría.

Paul Pruitt se llevó las manos al pecho y se echó hacia atrás. Habría sido mucho más sencillo para todos los implicados que J.D. se hubiera llevado el cadáver del profesor al desierto y lo hubiera enterrado allí, pero el muy imbécil había tenido que intentar ser inteligente.

Pruitt se durmió preguntándose si J.D. habría muerto cuando lo había golpeado desde detrás o si simplemente se habría quedado inconsciente y habría sentido cómo el fuego lo devoraba.