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Una vez estuvo todo terminado, Jaffee insistió en acompañarla a pie hasta el motel.

– Ya sé que no está lejos y que tenemos farolas, pero te acompañaré igualmente. Además, quiero estirar un poco las piernas.

En la calle seguía haciendo calor, pero la temperatura había bajado un poco al ponerse el sol. Cuando llegaron al camino que conducía hasta la entrada del motel, Jaffee le dio las buenas noches y siguió calle abajo.

Jordan entró en el edificio pensando que iría directamente a su habitación. Pero el vestíbulo estaba lleno de mujeres.

Amelia Ann fue rápidamente a recibirla a la puerta.

– Qué bien que haya podido venir.

– ¿Perdón? -dijo Jordan.

Candy, la hija de Amelia Ann, estaba sentada en la recepción. Escribió el nombre de Jordan en una etiqueta rosa y se la pegó sobre el corazón.

– Estamos muy contentas de contar con usted -exclamó, feliz, Amelia Ann.

– ¿Para qué? -preguntó Jordan a la vez que sonreía a todas las mujeres que la contemplaban.

– Nos hemos reunido para darle los regalos de boda a Charlene. ¿Se acuerda de Charlene? -susurró-. Le dejó fotocopiar los documentos en la aseguradora donde trabaja.

– Sí, claro. -Jordan repasó los rostros sonrientes en busca del de Charlene-. Son muy amables por invitarme, pero no me gustaría molestar.

– Tonterías -protestó Amelia Ann-. Estaremos encantadas con su presencia.

– Pero no tengo regalo -le indicó Jordan en voz baja.

– Eso es fácil de solucionar -aseguró Amelia Ann-. ¿Qué le parece una pieza de la vajilla? Charlene eligió una preciosa. De Vera Wang.

– Sí, me encantará… -empezó a decir Jordan.

– No se preocupe por nada. Mañana me encargaré de ello y se lo añadiré a la cuenta. ¿Candy? Prepara otra tarjeta de regalo y ponle el nombre de Jordan.

Jordan se reunió con las veintitrés mujeres y agradeció que también llevaran etiquetas con su nombre. Se pasó la hora siguiente viendo desenvolver regalos mientras tomaba ponche dulce, caramelos de menta y pastelitos glaseados.

Cuando volvió a su habitación, estaba en pleno subidón de azúcar. Y se durmió.

Pasó muy buena noche, devolvió todas las llamadas telefónicas a la mañana siguiente, y no dejó el motel hasta pasadas las diez. Había planeado ir a pie hasta la aseguradora para fotocopiar el resto de los documentos, regresar con ellos al motel e ir después al taller para esperar a que Lloyd acabara de arreglarle el coche. Y se iría de allí con la cafetera arreglada aunque tuviera que quedarse de pie detrás de ese hombre e ir achuchándolo con una llave inglesa. Estaba segura de algo: no iba a tolerar más retrasos ni sorpresas.

Pero su plan no funcionó. Charlene le dio la mala noticia.

– Se han llevado la fotocopiadora una hora después de que Steve le dijera al vendedor que no iba a comprarla. ¿Te faltaba mucho?

– Unas doscientas páginas -respondió Jordan.

Le dio de nuevo las gracias a Charlene y regresó sobre sus pasos hasta el motel. Muy bien, cambio de planes. Recogería el coche, iría a ver la fotocopiadora del supermercado y si no disponía de alimentador de hojas, buscaría otra.

Lloyd caminaba arriba y abajo delante del taller.

– Ya se lo puede llevar -gritó en cuanto la vio-. Está arreglado. Y antes de hora. Le dije que se lo tendría y he cumplido. ¿Lo ve?

Era un manojo de nervios. Cuando le dio la factura desglosada, le temblaba la mano. Era evidente que tenía prisa por librarse de ella, porque ni siquiera contó el dinero cuando le pagó.

– ¿Pasa algo?

– No, no. Puede irse cuando quiera -se apresuró a decir. Y, sin volver la vista atrás, entró rápidamente en el taller.

Jordan dejó el bolso y el portátil en el asiento del copiloto y puso en marcha el motor. Todo parecía funcionar bien. Decidió que Lloyd era tan raro como el profesor MacKenna y se alegró de no tener que tratar más con él.

Se encaminó directamente al supermercado y comprobó, encantada, que tenía una fotocopiadora moderna con todos los accesorios necesarios. Se puso de nuevo manos a la obra. Le pareció que podría tenerlo todo terminado en un par de horas si se daba prisa. Después, llamaría al profesor para devolverle las cajas.

Se recordó que más valía prevenir que curar. Así que compró agua por si el coche volvía a tener problemas en la carretera y decidió que se detendría en la primera gasolinera a comprar refrigerante por si el radiador volvía a perder.

Salió de la tienda cargada con veinte litros de agua, diez en cada brazo. El estacionamiento estaba desierto. No era de extrañar. Nadie iría a comprar entonces, con el calor que hacía. A esa hora, el sol era abrasador, y su luz se reflejaba en el cemento. Deslumbrada, se acercó a su coche con los ojos entrecerrados y la sensación de estarse quemando la piel. Dejó las bolsas en el suelo, junto al maletero. Mientras rebuscaba las llaves en el bolso, observó un pedazo de plástico transparente que sobresalía de debajo de la tapa y le pareció extraño no haberlo visto antes. Intentó arrancarlo, pero no cedió.

Encontró la llave, la metió en la cerradura y dio un paso hacia atrás a la vez que se levantaba la tapa. Echó un vistazo al interior… y se quedó helada. Después, bajó muy despacio la tapa.

– No -susurró-. No es posible.

Negó con la cabeza. Tenía alucinaciones, eso era todo. La imaginación le estaba jugando una mala pasada. Todo ese azúcar que había ingerido… y el calor. Sí, era eso. El calor. Sufría una insolación y no se había dado cuenta.

Levantó la tapa otra vez, y le pareció que el corazón dejaba de latirle. Ahí, acurrucado como un gato atigrado dentro de la bolsa de plástico con cierre hermético más grande que había visto en su vida, estaba el profesor MacKenna. Tenía abiertos los ojos, sin vida, y parecía observarla. Estaba tan alucinada que no podía respirar. No sabía el rato que se había quedado ahí, mirando el cadáver del profesor: dos segundos, quizá tres, pero pareció pasar una eternidad antes de que su cerebro dejase reaccionar a su cuerpo.

Entonces se asustó. Se le cayó el bolso, tropezó con una de las botellas de agua y cerró de golpe el maletero. Por mucho que lo intentara, no lograba convencerse de no haber visto un cadáver en su interior.

¿Qué diablos hacía allí dentro?

De acuerdo, tenía que volver a echar un vistazo, pero, por Dios que no quería hacerlo. Inspiró hondo, giró otra vez la llave y se preparó mentalmente.

Dios santo, seguía ahí.

Dejó la llave en la cerradura, corrió hacia el costado del coche y metió la mitad superior del cuerpo por la ventanilla para tomar el móvil del asiento del copiloto.

¿A quién debía llamar? ¿Al Departamento de Policía de Serenity? ¿Al del Condado o al local? ¿Al sheriff? ¿O al FBI?

Había dos cosas claras: la primera, que le habían tendido una trampa, y la segunda, que no entendía nada. Era una ciudadana que respetaba la ley, maldita sea. No llevaba cadáveres en el maletero del coche y, por tanto, no tenía la menor idea de qué hacer con ése.

Necesitaba consejo, y deprisa. La primera persona a quien se le ocurrió llamar fue a su padre. Era juez federal, de modo que, sin duda, sabría qué hacer. Pero también era muy sufridor, como la mayoría de padres, y ya tenía demasiadas preocupaciones con el juicio explosivo que se estaba celebrando en Boston.

Decidió llamar a Nick. Trabajaba para el FBI, y le diría qué hacer.

De repente, sonó el teléfono. El timbre la sobresaltó tanto que soltó un grito y casi se le cayó el móvil al suelo.

– ¿Sí? -Sonó como si la estuvieran estrangulando.

Era su hermana. No pareció darse cuenta de la histeria que reflejaba su voz.

– No te vas a creer lo que he encontrado. Ni siquiera buscaba un vestido, pero he terminado comprándome dos. Estaban de rebajas, y casi me he quedado también uno para ti, pero he pensado que tenemos gustos tan distintos que a lo mejor no te gustaba. ¿Quieres que te lo compre de todos modos? La oferta no durará demasiado, y podríamos devolverlo si…