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– Sí, así lo haré.

– ¿Podría preguntarle algo? -dijo Del-. ¿Qué se siente al encontrar un cadáver en el coche? A mí me daría un infarto. Barry y yo creemos que no ha tenido nada que ver con el asesinato porque, en caso contrario, no habría llamado a urgencias.

– Parece que le duele -comentó Barry.

– Estoy bien. Sólo me duele un poco la cabeza, nada más, y no quiero tomar nada que pueda apaciguar mi rabia. Juro por Dios que…

– Vamos, vamos, no debería alterarse -aconsejó Barry-. Sobre todo, después de recibir semejante golpe.

Del hizo un gesto a Barry para que se acercara más.

– Si Maggie Haden pudiese, se la habría entregado al sheriff Randy y a su hermano en menos que canta un gallo.

– Y eso no le quitaría el sueño -susurró Barry, totalmente de acuerdo con él.

– ¿Quién es Maggie Haden? -preguntó Jordan. Estaba tratando de ver qué pasaba, pero los sanitarios se lo tapaban.

– Es esa de ahí. Es la jefa de policía -contestó Del-. Ella y el sheriff Randy tuvieron algo. ¿Sabe a qué me refiero? En el pueblo, todo el mundo sabe que él le consiguió el cargo.

– No deberían habérselo dado -refunfuñó Barry-. No estaba capacitada. Que formase parte del cuerpo de policía de Bourbon no significa que pudiera estar al mando del departamento de Serenity. Pero supongo que, como aquí no ocurre nunca nada del otro mundo, a la gente le da igual si sabe lo que se hace o no. -Se pasó el palillo al otro lado de la boca y se puso en cuclillas delante de Jordan-. Fue un modo de resarcirla -susurró-. Ella quería el cargo, y Randy se lo debía porque la dejó y se casó con otra.

– ¿Cuánto tiempo lleva de jefa de policía? -indagó Jordan.

– Alrededor de un año -dijo Del.

– Más bien dos -lo corrigió Barry.

– No se deje influir por su aspecto. Es mucho más dura de lo que parece. Es una auténtica víbora.

Jordan se inclinó hacia un lado para poder ver lo que ocurría detrás de Del. La jefa iba teñida de rubio platino y llevaba maquillaje suficiente para trabajar en un circo.

– El cargo de jefe de policía es bastante importante por aquí. Serenity está algo anticuado. Hasta hace poco la comisaría de policía carecía de ordenador, y todas las llamadas siguen estando centralizadas en Bourbon.

– Ya me siento mucho mejor -aseguró Jordan-. Y estoy cansada de estar sentada en el suelo sin hacer nada. Dejen que me levante, por favor.

Barry la ayudó pero no la soltó. Insistió en que se sentara en la parte trasera de la ambulancia.

– Apóyese en mí si se marea.

Sorprendentemente, no estaba mareada, pero el dolor de la mejilla le recordaba que uno de esos hermanos le había dado un puñetazo. Estaba furiosa e iba a preguntar a los sanitarios cuál de los dos era J.D., pero Barry habló antes que ella.

– Mire, si la jefa decide entregarla, diré que nos la llevamos al hospital para hacerle una radiografía. Le aseguro que es mejor que no vaya a ninguna parte con esos dos hermanos.

– Muy bien -accedió Jordan-. Son muy amables conmigo. Se lo agradezco. Sé que todo esto es sospechoso. Soy forastera y…

– Y tiene un cadáver en el coche -le recordó Del.

– Sí, pero soy inocente. Yo no he matado a nadie, y les aseguro que no habría podido sorprenderme más al abrir el maletero.

– Me lo imagino. Por cierto, me llamo Del. Y él, Barry.

– Yo soy Jordan Buchanan y…

– Ya sabemos quién es. La jefa le ha sacado el carné de conducir del billetero -explicó Barry-. Ha leído su nombre en voz alta. ¿No lo recuerda? Del, quizá deberías llevártela para que le hagan esa radiografía.

No se había dado cuenta de que alguien le había revisado el bolso para buscar su identificación. ¿La había dejado inconsciente el golpe? A lo mejor se había quedado simplemente in albis. Es lo que su madre solía preguntarle cuando no prestaba la debida atención a algo: «¿Estás in albis

– No necesito ninguna radiografía -dijo por segunda vez-. Y yo no he hecho nada malo.

– Parecer culpable y serlo son dos cosas distintas -comentó Del. Se quitó el estetoscopio del cuello y se lo entregó a Barry.

– Creo que va a estar bien -susurró Barry mientras lo doblaba y lo guardaba en el estuche metálico antes de cerrarlo de golpe-. La jefa sabe que no estaba en el condado de Jessup, y también sabe que no participó en ninguna persecución en coche. Hay una testigo.

– Y esa testigo hará que sea muy difícil que se la entregue a los Dickey.

– Aun así podría hacerlo -dijo Del.

– No, no puede -replicó Barry-. No con la testigo. Una mujer que salía del supermercado lo vio todo. También llamó a urgencias y le contó a la operadora lo que vio y cómo J.D. daba un puñetazo a la señorita Buchanan sin ninguna provocación. Dijo que J.D. salió del coche como alma que lleva el diablo, le arrebató el móvil y la golpeó sin más. Luego, le destrozó el teléfono.

– Habrá que esperar que J.D. no intimide a la testigo para que cambie su declaración.

– Dará lo mismo. Todas las llamadas a urgencias quedan grabadas, de modo que J.D. no puede cambiar lo que contiene la cinta.

Los dos hombres estaban hablando de Jordan como si ella no estuviese allí. Le asombraba que nadie hiciese nada respecto al cadáver. Había visto cómo la jefa de policía dirigía una ojeada rápida al interior del maletero, pero nada más. Hasta donde Jordan sabía, nadie más lo había mirado siquiera. Los sanitarios no lo habían hecho, desde luego. Nadie parecía interesado en averiguar quién era la víctima. Se preguntó cuándo abordarían esa cuestión.

– ¿Crees que llevaremos el cadáver a Bourbon? -preguntó Del.

– Me imagino que sí. Tendremos que quedarnos hasta que lleguen los de la científica y el forense para ver qué nos dicen.

Cansada de estar al margen, Jordan volvió a dar las gracias a los sanitarios, se acercó a la jefa de policía y esperó a que ésta le prestara atención.

Uno de los hermanos Dickey observó que no estaba esposada.

– Alguien debería ponerle las esposas a la sospechosa -indicó-. Alguien que debería conocer mejor su trabajo -añadió.

– ¿Es usted quien me ha golpeado? -preguntó Jordan después de dar un paso adelante.

– Nadie le ha golpeado -replicó el hombre, que no la miró a los ojos al hacerlo.

– Por el amor de Dios, Randy, mírale la cara. Es evidente que alguien le ha golpeado. Y alguien lo ha visto -gritó Maggie Haden. Como el sheriff pareció sorprenderse, asintió con la cabeza antes de proseguir-. Sí, alguien ha visto cómo tu hermano hacía saltar el móvil de la mano de esta mujer y le daba después un puñetazo en la cara -explicó, y en voz baja, añadió-: así que no puede hacerse ni cambiarse nada. Es demasiado tarde. Podríamos enfrentarnos con una demanda.

J.D. había estado apoyado en el capó del coche del sheriff mientras gritaba sus objeciones a la jefa de policía, pero cuando oyó hablar de un testigo, se abalanzó hacia delante.

– ¿Quién lo ha visto? ¿Qué ha visto? Si me van a acusar de algo que no he hecho, debería saber el nombre del testigo.

– A su debido tiempo, J.D. -dijo la jefa.

– Jefa Haden, quiero presentar cargos -anunció Jordan.

– Guarde silencio -replicó Haden.

– Quiero que lo detenga -insistió Jordan.

– Me da igual lo que usted quiera -respondió la jefa a la vez que sacudía la cabeza-. Y ahora cállese.

– Randy -dijo J.D. tras asentir a modo de aprobación-, ¿no te parece curioso que la jefa esté despotricando sobre un trato algo duro para reducir a una sospechosa violenta cuando esa sospechosa ha asesinado a un hombre? Eso es indiscutible. La prueba está ahí mismo. El cadáver no está en tu coche ni en el mío, Randy, sino en el suyo. ¿Y desde cuándo nos importa maltratar a una asesina?

Los hermanos Dickey eran los dos individuos menos atractivos que Jordan había conocido en su vida. Ambos tenían la constitución de un luchador acabado que había dejado de cuidarse la musculatura. Tenían el cuello grueso y los hombros redondeados. J.D. era más alto que su hermano, pero no demasiado. Randy tenía bastante barriga, además de una buena papada. Los dos tenían los ojos pequeños, pero los de J.D. estaban muy juntos, como los de un hurón.