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El teclado comenzó a hacer bip, contando los segundos que Nan tenía antes de salir por la puerta.

– Estupendo -repuso Lena.

– Llámame si me necesitas -dijo Nan-. Adiós.

Lena cerró la puerta delantera y echó el cerrojo. Con una mano arrastró una silla y la empotró debajo del pomo para que Richard no la sorprendiera. Apartó la cortina y miró por la ventanita redonda de la puerta, viendo cómo Nan salía del aparcamiento marcha atrás. Lena se sintió estúpida por haber llorado delante de Nan la noche anterior, aunque se alegraba de haberla tenido cerca. Después de todos esos años, por fin comprendía lo que Sibyl había visto en esa bibliotecaria que parecía tan poquita cosa. Al fin y al cabo, Nan Thomas no era tan mala.

Lena cogió el teléfono inalámbrico al pasar por la mesita de centro, de camino a la cocina. Encontró las Páginas Amarillas en el cajón que había junto al fregadero y se sentó a la mesa. Había cinco páginas de abogados, y todos los anuncios eran horteras y con mucho color. Los titulares suplicaban a todos aquellos que habían sufrido un accidente de coche o deseaban obtener una pensión de invalidez «POR FAVOR, LLAME AHORA».

El anuncio de Buddy Conford era el más grande. Había una foto del astuto cabrón con un bocadillo de tebeo que le salía de la boca con las palabras «¡Llámeme antes de hablar con la policía!» escrito con gruesas letras rojas.

El susodicho respondió tras él primer pitido.

– Buddy Conford.

Lena se mordió el labio, abriéndose otra vez el corte. Buddy era un tendencioso cabrón que consideraba que todos los policías eran unos corruptos, y en más de una ocasión había acusado a Lena de utilizar métodos ilegales. Le había frustrado varios casos basándose en estúpidos tecnicismos.

– ¿Hola? -dijo Buddy-. Bien, cuento hasta tres. Uno… dos…

Lena se obligó a decir:

– Buddy.

– Sí, al habla. -Como ella no dijera nada, le instó-: Hable.

– Soy Lena.

– ¿Puede repetirlo? -dijo-. Querida, casi no la oigo.

Lena se aclaró la garganta, intentando alzar la voz.

– Soy Lena Adams.

El abogado emitió un leve silbido.

– Vaya, que me aspen -dijo-. Oí que estabas en la trena. Pensé que era un rumor.

Lena se presionó tanto el labio que se hizo daño.

– ¿Qué se siente al estar en el otro lado de la ley, socia?

– Que te jodan.

– Ya discutiremos luego mi tarifa -dijo Buddy, con una risita. Disfrutaba de la situación más de lo que Lena había pensado-. ¿Cuáles son los cargos?

– Ninguno -le dijo Lena, diciéndose que eso podía cambiar en cualquier momento, dependiendo de qué día tuviera Jeffrey-. Es para otra persona.

– ¿Para quién?

– Ethan Green. -Enseguida se corrigió-. Quiero decir, White. Ethan White.

– ¿Dónde está?

– No estoy segura. -Lena cerró la guía, harta de mirar aquellos anuncios vulgares-. Le acusan de violación de la libertad condicional. Estuvo en la cárcel por pasar cheques falsos. -¿Cuánto tiempo estuvo encerrado?

– No estoy segura.

– A no ser que tengan algo sólido de qué acusarle, tendrán que ponerlo en libertad.

– Jeffrey no le pondrá en libertad -dijo Lena, pues de eso estaba segura.

Sólo conocía a Ethan White por sus antecedentes penales. Nunca había visto su lado bueno, al hombre que quería cambiar.

– Me estás ocultando algo -dijo Buddy-. ¿Cómo es que ese tipo acabó llamando la atención del jefe?

Lena pasó los dedos por las páginas de la guía. Se preguntó hasta qué punto podía confiar en Buddy Conford. Dudó de si debía contarle algo.

Buddy era demasiado buen abogado como para no saber que algo pasaba.

– Si me mientes, lo único que conseguirás es dificultar mi trabajo.

– Ethan White no mató a Chuck Gaines -dijo-. No estuvo implicado en eso. Es inocente.

Buddy soltó un fuerte suspiro.

– Cariño, deja que te diga algo. Todos mis clientes son inocentes. Incluso los que han acabado en el corredor de la muerte.-Emitió un sonido de disgusto-. Sobre todo los que acabaron en el corredor de la muerte.

– Éste es inocente de verdad, Buddy.

– Sí, bueno. Quizá deberíamos hablar de esto personalmente. ¿Quieres pasarte por mi oficina?

Lena cerró los ojos, intentando imaginarse fuera de la casa. No podía hacerlo.

– ¿He dicho algo malo? -preguntó Buddy.

– No. ¿Podrías venir aquí?

– ¿Dónde es aquí?

– Estoy en casa de Nan Thomas.

Le dio la dirección, y él le repitió los números para verificarlos.

– Llegaré dentro de un par de horas -dijo-. ¿Estarás ahí?

– Sí.

– Pues te veo dentro de un par de horas -dijo Buddy.

Lena colgó, y a continuación marcó el número de la comisaría. Sabía que Jeffrey haría cuanto estuviera en su mano para mantener encerrado a Ethan, pero también que Ethan conocía al dedillo cómo funcionaba la ley.

– Policía de Grant -dijo Frank.

Lena tuvo que hacer un esfuerzo para no colgar. Se aclaró la garganta, procurando que su voz sonara normal.

– Frank, soy Lena.

Él no dijo nada.

– Busco a Ethan.

– ¿Ah, sí? -gruñó Frank-. Pues no está aquí.

– ¿Sabes dónde…?

Frank colgó con un golpe tan fuerte que resonó en el oído de Lena.

– Mierda -dijo, y empezó a toser con tanta violencia que pensó que iba a sacar los pulmones por la boca.

Lena se dirigió al fregadero y bebió un vaso de agua. Pasaron varios minutos antes de que se le pasara el ataque de tos. Comenzó a abrir cajones, buscando pastillas para la tos que le aliviaran la garganta, pero no encontró nada. En el armarito que había sobre la cocina encontró un frasco de Advil y se metió tres cápsulas en la boca. Salieron varias más, e intentó cogerlas antes de que cayeran al suelo, golpeándose la muñeca lesionada contra la nevera. El dolor le hizo ver las estrellas, pero lo superó respirando profundamente.

De nuevo en la mesa, Lena intentó pensar adónde iría Ethan si lo soltaban. No conocía su número del colegio mayor, y sabía que no debía llamar a la oficina del campus para averiguarlo. Considerando que había pasado la noche anterior en la cárcel, dudaba que nadie quisiera ayudarla.

Dos noches antes había conectado su contestador por si Jill Rosen la llamaba. Cogió el teléfono y marcó el número de su casa con la esperanza de haber conectado bien el contestador. El teléfono sonó tres veces antes de que su propia voz la saludara, una voz que le sonó estridente y ajena. Tecleó el código para oír sus mensajes. El primero era de su tío Hank, y le decía que sólo llamaba para saber cómo estaba y que le alegraba que por fin se hubiera decidido a poner un contestador. El siguiente era de Nan, que parecía muy preocupada y le decía que la llamara en cuanto pudiera. El último era de Ethan.

– Lena -decía-. No vayas a ninguna parte. Te estoy buscando.

Apretó el botón del tres, que rebobinó el mensaje para volver a oírlo. Su contestador no tenía dispositivo para introducir el día y la hora, porque Lena había sido demasiado tacaña para gastarse diez dólares extras, y se rebobinaron los tres mensajes, y no sólo el último, por lo que tuvo que escuchar otra vez a Hank y a Nan.

– No vayas a ninguna parte. Te estoy buscando.

Lena volvió a apretar el tres, y tuvo que tragarse los primeros dos mensajes antes de volver a oír la voz de Ethan. Se acercó el teléfono al oído, intentando descifrar su tono. Parecía furioso, pero eso no era ninguna novedad.

Estaba escuchando el mensaje por cuarta vez cuando alguien llamó a la puerta.

– Richard -murmuró entre dientes. Bajó la mirada hacia sus ropas, y se dio cuenta de que aún iba en pijama-. Joder.

El inalámbrico emitió dos bips en rápida sucesión, y la pantalla emitió una parpadeante señal de que había poca batería. Lena apretó el cinco, esperando que eso conservara el mensaje de Ethan.

Entró en la sala de estar y puso el teléfono en el cargador de batería. En la puerta principal se veía una figura borrosa, cuyo perfil se recortaba tras las cortinas.