– Por lo que me dijo su esposa, me pareció que aún es así.
– Bueno, ella debería saberlo -dijo Candy-. Aunque ya es un poco tarde para empezar a quejarse.
Jeffrey cerró la puerta del armario y miró a su alrededor.
– ¿A qué te refieres?
– Así fue como se conocieron -dijo Candy-. Jill era su secretaria en Jericho.
– ¿Bromeas?
– ¿Por qué iba a bromear sobre una cosa así? Ser secretaria no tiene nada de malo.
– No, no es eso -dijo Jeffrey-. Es que ninguno de los dos lo mencionó.
– ¿Y por qué iban a mencionarlo? -preguntó Candy, y tenía razón-. ¿Alguna vez te has preguntado por qué ella no adoptó su apellido?
– La verdad es que no -dijo Jeffrey, y oyó cerrarse la portezuela de un coche delante de la casa.
Se dirigió a la salita para mirar por la ventana. Brian Keller estaba inclinado sobre el asiento trasero de un Impala color tostado. Sacó un par de cajas blancas y grandes, apoyándoselas en el muslo mientras cerraba la portezuela del coche.
– ¿Jefe? -preguntó Candy.
– Estoy aquí -le dijo Jeffrey, intentando retomar la conversación-. ¿Qué estabas diciendo?
– Digo que probablemente Brian debe de estar tramitando el divorcio.
– ¿El divorcio de quién? -preguntó Jeffrey, observando cómo Keller trajinaba las cajas hacia el garaje.
– De la chica con la que estaba casado cuando comenzó a salir con Jill Rosen -le dijo y, a continuación, añadió-. Bueno, ahora ya no debe ser ninguna chica. Probablemente rondará la cincuentena. Me pregunto qué fue del hijo.
– ¿Su hijo? -repitió Jeffrey mientras oía los pasos de Keller en las escaleras-. ¿Qué hijo?
– El que tuvo de su primer matrimonio. ¿Me estás prestando atención?
– ¿Tiene un hijo de su primer matrimonio? -preguntó Jeffrey, sacando la foto.
– Eso es lo que te estaba diciendo. Un buen día fue y los abandonó. Ni siquiera se lo mencionó nunca a Bert. Te acordarás de Bert Winger: fue decano antes de Kevin. No es que a Bert le importara un pimiento la situación familiar de Brian. Tenía dos hijos de su anterior matrimonio, y deja que te lo diga, esos críos eran la cosa más encantadora que he…
– Debo irme -dijo Jeffrey, colgando el teléfono.
Por fin sabía la causa de que el chaval de la foto le resultara tan familiar.
El viejo dicho era cierto. Una imagen vale más que mil palabras, o, en este caso, un viaje gratis a comisaría en la parte de atrás de un coche patrulla.
Keller entró por la puerta y se sobresaltó al ver a Jeffrey. Casi dejó caer las cajas.
– ¿Qué hace aquí?
– Echar un vistazo.
– Ya veo.
– ¿Dónde está su esposa? -preguntó Jeffrey.
Keller palideció. Se inclinó y dejó caer las cajas con un golpe sordo.
– Está en casa de su madre.
– Ésa no -dijo Jeffrey, mostrándole la fotografía-. La otra.
– Mi otra…
– Su primera esposa -le aclaró Jeffrey, enseñándole otra foto-. La madre de su hijo mayor.
16
Lena entró en la cocina arrastrando los pies; las articulaciones le chirriaban como metal oxidado. Nan estaba sentada a la mesa leyendo el periódico mientras comía cereales de un cuenco.
– ¿Has dormido bien? -preguntó Nan.
Lena asintió, buscando la cafetera con la mirada. El hervidor estaba sobre los fogones, humeante. Sobre el mármol había una taza con una bolsa de té al lado.
– ¿Tienes café? -preguntó Lena, con una voz que apenas fue un susurro.
– Instantáneo -dijo Nan-, pero es descafeinado. Puedo ir a comprar antes de marcharme al trabajo.
– No pasa nada -contestó Lena, preguntándose cuánto tardaría en volverle a doler la cabeza por la falta de cafeína.
– Tienes mejor aspecto -dijo Nan, intentando sonreír-. Tu voz se parece más a un susurro que a un graznido.
Lena se desplomó sobre la silla, todos sus huesos presa del agotamiento. Nan había dormido en el sofá, dejándole la cama a Lena, pero ésta no había llegado a sentirse cómoda. La cama de Nan estaba bajo una hilera de ventanas que daban al patio de atrás. Todas estaban al nivel del suelo, y ninguna tenía ni persianas ni cortinas. Lena no había podido pegar ojo, temerosa de que alguien entrara por la ventana y la cogiera. Se levantó varias veces, comprobó las cerraduras y miró por la ventana por si había alguien fuera. El patio trasero estaba tan oscuro que no se veía a más de un metro, y Lena acabó con la espalda apoyada en la puerta y la pistola en el regazo.
Lena se aclaró la garganta.
– Tengo que pedirte dinero prestado.
– Claro -dijo Nan-. Siempre he querido darte…
– Prestado -insistió Lena-. Te lo devolveré.
– Muy bien -asintió Nan, levantándose para limpiar el cuenco en el fregadero-. ¿Vas a tomarte unos días libres? Puedes quedarte aquí.
– Necesito contratar a un abogado para Ethan.
Nan dejó caer el cuenco en el fregadero.
– ¿Te parece prudente?
– No puedo dejarle en la cárcel -dijo Lena, sabiendo que las pandillas de negros matarían a Ethan en cuanto vieran sus tatuajes.
Nan volvió a sentarse a la mesa.
– No sé si voy a darte dinero para eso.
– Lo sacaré de donde sea -dijo Lena, aunque no sabía de dónde.
Nan se la quedó mirando, boquiabierta. Por fin asintió.
– Muy bien. Iremos al banco cuando vuelva de trabajar.
– Gracias.
Nan tenía algo más que decir.
– No he llamado a Hank.
– No quiero que lo hagas -insistió Lena-. No quiero que me vea así.
– Ya te ha visto así antes.
Lena le lanzó una mirada de advertencia, para que Nan comprendiera que ese asunto no admitía discusión.
– Muy bien -repitió Nan, y Lena se preguntó si lo decía para sí-. Ahora tengo que irme a trabajar. Si tienes que salir hay otra llave junto a la puerta principal.
– No voy a ir a ninguna parte.
– Probablemente sea lo mejor -dijo Nan.
Miró el cuello de Lena, que esa mañana no se había mirado al espejo, pero que ya se imaginaba que debía de tener un aspecto lamentable. El corte de la mejilla estaba caliente, quizás infectado.
– Volveré a la hora de comer, a eso de la una -dijo Nan-. La semana que viene empezamos a hacer inventario, y tengo que hacer algunas cosas.
– Muy bien.
– ¿Estás segura de que no quieres venir a la universidad conmigo? Podrías quedarte en la oficina. Nadie te vería.
Lena negó con la cabeza. No quería volver al campus nunca más.
Nan rebuscó en su bolsa de libros y sacó un juego de llaves.
– Oh, casi se me olvida.
Lena no dijo nada.
– A lo mejor se pasa Richard Carter.
Lena farfulló una maldición que, evidentemente, Nan nunca le había oído a una mujer.
– Dios mío -dijo Nan.
– ¿Sabe que estoy aquí?
– No, yo tampoco sabía que ibas a quedarte aquí. Le di la llave ayer por la noche, en la cena.
– ¿Le diste la llave de tu casa? -preguntó Lena, incrédula.
– Trabajó con Sibyl durante años -le defendió Nan-. Ella confiaba en él.
– ¿Para qué viene?
– Para repasar algunas de sus notas.
– ¿Sabe leer Braille?
Nan jugueteó con sus llaves.
– En la facultad hay un traductor. Aunque le llevará una eternidad.
– ¿Qué busca?
– Cualquiera sabe. -Nan puso los ojos en blanco-. Ya sabes lo reservado que puede ser.
Lena asintió, pero se dijo que era un comportamiento extraño incluso para Richard. Decidió averiguar qué demonios quería antes de que se acercara a las notas de Sibyl.
– Es mejor que salga pitando -dijo Nan. Señaló la fibra de vidrio del brazo de Lena-. Deberías tener la muñeca elevada.
Lena levantó el brazo.
– Tienes mi número de la facultad. -Nan indicó el teclado de la alarma-. Si quieres, aprieta el botón de stay.
– Muy bien -dijo Lena, aunque no tenía intención de conectar la alarma.
Darle a una sartén con una cuchara sería más eficaz.
– Te da veinte segundos para cerrar la puerta -dijo Nan. Como Lena no respondiera, ella misma apretó la tecla de stay-. El código es tu cumpleaños.