Frank señaló a Fletcher con la mano, que ya iba por la segunda página de su confesión.
– ¿Quieres que registre su casa?
– Sí -dijo Jeffrey, consciente de la posibilidad de que Fletcher supiera mentir muy bien-. Arréstalo por la hierba que encontramos en su taquilla. Veremos si podemos acusarle de algo cuando acabe el día.
– ¿Y White? -preguntó Frank-. ¿Vas a soltarle?
Jeffrey había llamado al sheriff de Macon para que mantuviera a White encerrado, pues no se fiaba de dejarlo con sus hombres.
– Lo retendré todo lo que pueda, pero si Lena no presenta cargos, no podré hacer nada.
– ¿Y el ADN?
– Ya sabes que eso tarda al menos una semana -le recordó Jeffrey-. Y de todos modos, va a dar lo mismo si Lena mantiene que fueron relaciones consentidas.
Frank asintió.
– ¿Irás a Atlanta esta noche?
– Sí, probablemente.
Sin embargo, lo último que le había dicho Sara la noche anterior era que la dejara en paz durante unos días. Llegaría el momento en que se lo dijera en serio. Y Jeffrey deseaba con todas sus fuerzas que ese día tardara en llegar.
Jeffrey fue andando a casa de los Rosen-Keller, pues necesitaba tiempo para aclarar las ideas. Su sentimiento de culpa había ido creciendo desde el apuñalamiento de Tessa hasta la agresión de Lena. La noche anterior, en la cárcel, lo único que quería era rodearla con el brazo y hacer que se sintiera mejor. En lo más profundo de su ser sabía que eso era lo último que Lena necesitaba, y lo mejor que podía hacer Jeffrey ahora era descubrir quién había sido el causante de todo. No había pruebas que demostraran que alguien había entrado en la oficina de seguridad. Nadie tenía nada especial en contra de Chuck, aparte de la consensuada idea de que era un gilipollas, y a nadie se le ocurría ninguna razón por la que alguien quisiera matarle. Aun cuando se llevara comisión del trapicheo con drogas de Fletcher, era a éste a quien castigarían, no a Chuck.
El Mustang rojo seguía aparcado en el camino de entrada de la casa, allí donde Jeffrey lo había visto por última vez. Llegó hasta la puerta principal y llamó, metiendo las manos en los bolsillos mientras esperaba. Pasaron unos minutos y miró por la ventana, preguntándose si Jill Rosen había abandonado a su marido.
Llamó a la puerta un par de veces más antes de irse. Pero cuando estaba a medio camino cambió de opinión. Se dirigió a la parte de atrás de la casa, al apartamento de Andy. Fletcher había dicho que Andy quería celebrar algo el sábado por la noche. A lo mejor Jeffrey averiguaba por qué el chaval estaba tan contento.
Jeffrey llamó a la puerta del apartamento, pues no quería interrumpir a Jill Rosen si ésta estaba recogiendo las cosas de su hijo. Giró el pomo.
– ¿Hola? -llamó.
Entró en el apartamento. Al igual que ocurría con la casa principal, quienquiera que había decorado el interior del apartamento de Andy no había vuelto desde entonces. Una alfombra peluda de color naranja cubría el suelo, y las paredes estaban revestidas de pino color oscuro, que ya se despegaba en algunas zonas. Había un cuarto de baño al lado de la puerta, y una salita detrás. Por las paredes, pegados de cualquier manera, había carteles medio rotos de grupos de rap. Dos pirámides de latas de cerveza se elevaban a un metro de altura, flanqueando un televisor de pantalla grande.
Junto a la ventana se veía un caballete, que exhibía un tosco boceto de otro desnudo femenino, éste, por suerte, no era al óleo. Jeffrey rebuscó entre el cajón de plástico que estaba en el suelo; contenía accesorios de pintura, y encontró varias latas de disolvente y un par de pinturas en aerosol. En el fondo del cajón encontró dos tubos de pegamento para maquetas y un trapo usado. Lo olió y casi se desmaya del tufo a productos químicos.
– Cristo -dijo Jeffrey.
Bajo el fregadero encontró cuatro latas más de aerosol. En el pequeño cuarto de baño había cuatro latas de líquido para limpiar tazas de váter en aerosol. O bien Andy Rosen era un fanático de la limpieza o se ponía ciego a base de inhalar pegamento y aerosoles. Sara no podía descubrir eso en el análisis toxicológico a no ser que se lo especificara al laboratorio.
Jeffrey registró la habitación buscando más indicios de consumo de drogas. Desperdiciados sobre el suelo había accesorios de videojuegos y varios CD fuera de las fundas. Junto a la tele había un DVD, un vídeo, un reproductor de CD, un sofisticado sintonizador estéreo, y un altavoz de sonido envolvente. O bien Andy traficaba o sus padres habían pedido una segunda hipoteca para comprarle todo eso.
El dormitorio del apartamento estaba separado del resto mediante una serie de biombos de madera. Detrás estaba la cama, arrugada y sin hacer. El olor a sudor y a crema para las manos flotaba en el aire. Junto a la cama había una lamparilla cuya pantalla estaba envuelta en un pañuelo rojo, para crear ambiente. Los cajones y el armario del dormitorio ya habían sido registrados, pero Jeffrey sintió el impulso de buscar otra vez. En el armario colgaban tres o cuatro camisas, y las camisetas se desparramaban de los estantes laterales. En la balda superior había tres pares de tejanos gastados, y Jeffrey los desdobló, hurgando en los bolsillos de los tres antes de volver a arrojarlos al estante. Junto al armario se veían varias cajas de zapatos, y casi todas contenían deportivas nuevas y relucientes. Una de ellas contenía un fajo de fotografías y un montón de viejos boletines de notas de Andy. Jeffrey leyó los boletines, que delataban a un joven mucho más prometedor de lo que había resultado, y luego le echó un vistazo a las fotos. Jill Rosen y Brian Keller permanecían en la misma postura en todas las fotos, y sólo cambiaba el paisaje, montañas rusas y toboganes de agua, el Smithsonian Institute y el Gran Cañón. Andy aparecía en escasas fotografías, y Jeffrey se dijo que había decidido ser el fotógrafo de la familia.
Al fondo de la caja, aparte, había un montón de fotos en blanco y negro. Jeffrey las cogió. La goma elástica que las agrupaba era tan vieja que se le rompió en la mano. La primera mostraba a una joven sentada en una mecedora con un bebé en brazos. Llevaba el pelo cortado en forma de casco de fútbol americano, y con tanta laca que parecía faltarle poco para morir intoxicada, igual que lo llevaba la madre de Jeffrey cuando él iba al instituto.
En otras fotos la mujer jugaba con el niño, el pelo más corto a medida que el pequeño crecía. En total había diez fotos, y acababan cuando el niño tenía unos tres años. Jeffrey se quedó mirando la última fotografía, en la que se veía a la mujer en la mecedora, sola. Miraba a la cámara, y había algo que a Jeffrey le resultaba familiar en la forma de la cara y en las largas pestañas.
Jeffrey giró la foto y leyó la fecha, intentando encajar las piezas. Volvió a mirar a la mujer, preguntándose otra vez por qué le resultaba tan condenadamente familiar.
Sacó el móvil y marcó el número de la oficina de Kevin Blake. Candy contestó después de tres pitidos.
– Hola, encanto -dijo Candy, al parecer complacida de oír su voz-. Estaba a punto de llamarte.
– ¿Has localizado a Monica Patrick?
– Sí, señor -afirmó Candy, no tan contenta-. Hace tres años que murió.
Era lo que Jeffrey se temía.
– Gracias por intentarlo.
– De nada -dijo Candy-. No sé de qué habría servido. ¿Vas detrás de algún tipo de escándalo?
– Algo así -concedió Jeffrey, mirando las fotografías como si pudiera obligarlas a ofrecerle una explicación.
– Ya lo hice cuando investigué sus antecedentes -dijo Candy-. Brian no es exactamente Albert Einstein, pero trabaja como una mula. Hace lo que nadie más quiere hacer. Se queda hasta medianoche para asegurarse de que todo está al día. Ahora lo llamamos retentivo anal, pero en aquella época simplemente significaba que poseías una ética del trabajo.
Jeffrey se metió las fotos en el bolsillo y dejó la caja donde estaba.