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– No son de Andy -dijo Lena, indicando las huellas de sangre que Frank y Jeffrey habían dejado sobre el papel.

Incluso teniendo en cuenta todo lo que había pasado con Tessa, a Lena le sorprendió que Frank le hubiera dejado llevar la nota a la madre de Andy.

– ¿Es sangre?

Lena asintió pero no le explicó nada. Que Jeffrey decidiera cuánta información quería proporcionar a la madre.

Rosen se puso las gafas, que le colgaban de una cadena al cuello. Aunque Lena no se lo había pedido, leyó en voz alta: -«No puedo soportarlo más. Te quiero, mamá. Andy.» Rosen respiró profundamente, como si pudiera contener el aire junto con el resto de sus emociones. Se quitó las gafas lentamente y dejó la nota de suicidio en la mesa. La miró como si pudiera seguir leyéndola y dijo:

– Es casi idéntica a la otra que escribió.

– ¿Otra? ¿Cuándo? -preguntó Lena; de pronto, su mente se centró en la investigación.

– El dos de enero. Se cortó las venas casi hasta el codo. Le encontré antes de que perdiera mucha sangre, pero… -Apoyó la cabeza en la mano, mirando la nota.

La rozó con los dedos, como si tocara una parte de su hijo: la única que le quedaba.

– Necesitaré que me la devuelva -le dijo Lena, aunque Jeffrey y Frank habían destruido su valor como prueba.

– Oh. -Rosen apartó la mano-. ¿Podré recuperarla?

– Sí, cuando todo acabe.

– Oh -repitió Rosen. Se puso a enredar con la cadenilla de las gafas-. ¿Puedo verle?

– Tendrán que hacerle la autopsia.

Rosen comprendió lo que eso significaba.

– ¿Por qué? ¿Han encontrado algo sospechoso?

– No -dijo Lena, aunque no estaba segura-. Se trata de pura rutina, porque nadie presenció el fallecimiento. No había nadie.

– El cuerpo… ¿está destrozado?

– No -dijo Lena, sabiendo que la respuesta era subjetiva. Lena aún se acordaba de cuando vio a su hermana en el depósito el año anterior. Aunque Sara la había limpiado, las pequeñas magulladuras y cortes que había en la cara de Sibyl parecían mil heridas.

– ¿Dónde está ahora?

– En el depósito. Dentro de un día o dos lo trasladarán al tanatorio -le dijo Lena.

A continuación, por la expresión consternada de Rosen, comprendió que la madre aún no se había hecho a la idea de que tendría que enterrar a su hijo. Lena pensó en disculparse, pero sabía lo poco que significaban las palabras.

– Andy quería que lo incineraran -dijo Rosen-. No creo que sea capaz. No creo que pueda permitir que… -Negó con la cabeza y no acabó la frase.

Se llevó la mano a la boca, y Lena vio que llevaba un anillo de casada.

– ¿Quiere que se lo diga a su marido?

– Brian no está en la ciudad -dijo Rosen-. Tiene una beca.

– ¿También trabaja en la universidad?

– Sí. -Rosen frunció el ceño mientras reprimía sus emociones-. Andy trabajaba con él, intentaba ayudarle. Pensábamos que estaba mejorando… -Intentó contener un sollozo, pero finalmente estalló.

Lena seguía agarrada al respaldo de la silla, mirando a la otra mujer. Rosen lloraba en silencio, con los labios separados, pero sin emitir ningún sonido. Se llevó la mano al pecho, y apretó los ojos cuando empezaron a caerle las lágrimas. Sus hombros delgados se doblaron hacia dentro, y le tembló la barbilla al caerle hasta el pecho.

Lena se moría de ganas de marcharse. Ni siquiera antes de la violación había servido para consolar a la gente. En los momentos de dificultad, se sentía amenazada, como si tuviera que renunciar a una parte de sí misma para poder consolar al otro. Quería volver a casa para recuperarse, para quitarse el gusto del miedo de la boca. Lena tenía que encontrar una manera de recobrar las fuerzas antes de volver al mundo. Sobre todo antes de ver a Jeffrey.

Rosen debió de intuir sus sentimientos. Se secó una lágrima y su tono se hizo enérgico.

– Tengo que llamar a mi marido -dijo-. ¿Me concede un momento?

– Por supuesto -contestó Lena, aliviada-. La veré en la biblioteca. -Puso una mano en el pomo, pero no tiró de él. Sin mirar a la doctora, dijo-: Sé que no tengo derecho a pedírselo -comenzó, consciente de que Jeffrey le perdería todo el respeto si Rosen le contaba lo ocurrido.

Rosen pareció intuir qué era exactamente lo que preocupaba a Lena.

– No, no tiene derecho a pedirlo -le espetó.

Lena giró el pomo, seguía sintiendo la mirada de Rosen, taladrándola. Lena se sintió atrapada, pero consiguió preguntar:

– ¿Qué?

Rosen le propuso lo que parecía un acuerdo.

– Si está sobria, no se lo contaré -contestó.

Lena tragó saliva, y sintió en la boca el sabor del whisky que su mente había estado deseando en los últimos minutos. Sin responder, cerró la puerta a su espalda.

Lena estaba sentada a una mesa vacía, junto al mostrador de préstamo de la biblioteca, viendo cómo Chuck hacía el ridículo con Nan Thomas, la bibliotecaria. Dejando aparte el hecho de que Nan Thomas, con su pelo castaño rata y sus gruesas gafas, no merecía la pena el esfuerzo, Lena sabía que la mujer era lesbiana. Nan había sido la amante de Sibyl durante cuatro años. Las dos mujeres vivían juntas cuando Sibyl fue asesinada.

Para no pensar más en Chuck, paseó la vista por la biblioteca, mirando a los estudiantes que estudiaban en las mesas alargadas que se alineaban en la parte central de la sala. Se acercaban los parciales y, aunque era domingo, había bastantes estudiantes. Además de la cafetería y el centro de orientación, la biblioteca era el único edificio que aquel día estaba abierto.

En lo referente a bibliotecas, Grant Tech era realmente impresionante. Lena imaginaba que, como la facultad no tenía equipo de fútbol, eso permitía gastar más dinero en instalaciones, pero seguía pensando que les habría ido mejor con un departamento de deportes. Hacía cinco años, unos profesores de Grant Tech desarrollaron una especie de inyección o píldora mágica que hacía que los cerdos engordaran más en menos tiempo. Los granjeros se entusiasmaron con el descubrimiento, y había una portada enmarcada de Porcine amp; Poultryí [1] junto a la entrada de la biblioteca, con una foto de los dos profesores con aspecto adinerado y satisfecho. El titular rezaba «Forrados con los cerdos» y, a juzgar por las sonrisas de los profesores, desde luego no les hacía falta el dinero. Como en casi todos los institutos de investigación, la universidad se quedaba una parte de los ingresos de cualquier cosa en la que trabajaran sus profesores, y Kevin Blake, el decano, había utilizado parte de ese dinero para reformar la biblioteca por completo.

Habían cambiado los cristales de los grandes vitrales que daban al lado este del campus, para que el calor y el aire acondicionado no se filtraran. La madera oscura que cubría las paredes y las dos plantas de estanterías que cubrían toda la pared habían sido aligeradas, de modo que seguían siendo imponentes, pero no opresivas. La atmósfera general era relajante, y a Lena le gustaba acudir allí por la noche al acabar el trabajo. Se sentaba en uno de los cubículos de la parte delantera y hojeaba cualquier libro que estuviera a mano hasta eso de las diez, momento en que regresaba a su habitación, se tomaba un par de copas para aliviar la tensión e intentaba dormir. Por lo general le funcionaba. Había algo reconfortante en tener un horario.

– Joder -gruñó Lena cuando Richard Carter se le acercó.

Sin esperar a ser invitado, Richard se desplomó en la silla que había delante de Lena.

– Hola, chica -le dijo con una sonrisa.

– Hola -saludó ella, inyectando en su tono toda la antipatía que le fue posible.

– ¿Te cuento algo?

Lena se lo quedó mirando, deseaba que se fuera. El ex profesor ayudante de Sibyl era un tipo bajo y fornido que hacía poco había cambiado sus gruesas gafas por lentes de contacto. Richard era tres años más joven que Lena, pero ya le raleaba la coronilla, cosa que intentaba disimular peinándose el resto del pelo hacia atrás. Entre las lentillas nuevas, que le hacían parpadear constantemente, y la uve que le formaba el pelo en la frente, parecía un búho desconcertado.

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Aves y cerdos. (N. del T.)