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– Te hemos echado de menos en el almuerzo -le dijo.

Eddie se incorporó en su silla, enroscó el tapón del esmalte de uñas y farfulló algo que Jeffrey prefirió no haber oído. Cathy subió el volumen de la música, obviamente recordando la boda. Se puso a cantar, con una voz grave y ronca: «Confieso que te amo…», con un brillo de burla tan feliz en la mirada, en aquellos ojos que se parecían tanto a los de Sara, que tuvo que apartar la vista.

Cathy bajó el volumen, intuyendo que algo pasaba, probablemente pensaba que Jeffrey había discutido con Sara.

– Las chicas volverán pronto. No sé qué las retiene -dijo.

Jeffrey se acercó un poco más. Apenas le sostenían las piernas, y sabía que lo que estaba a punto de decir cambiaría las cosas de raíz. Cathy y Eddie jamás olvidarían esa tarde, el momento en que sus vidas sufrieron un vuelco inesperado. Como policía, Jeffrey había hecho cientos de notificaciones, había comunicado a cientos de padres, esposas y amigos que sus seres queridos habían sido lastimados o, peor aún, que nunca volverían a casa. Ninguna le había afectado tanto como ésa. Comunicarle eso a los Linton sería casi tan horrible como volver a estar en ese claro, viendo derrumbarse a Sara mientras Tessa se desangraba, sabiendo que no podía hacer nada para ayudarlas. Jeffrey comprendió que le miraban porque llevaba callado demasiado rato.

– ¿Dónde está Devon? -preguntó.

Por nada del mundo querría repetir esto otra vez. Cathy le dirigió una mirada inquisitiva.

– Está en casa de su madre -dijo, con el mismo tono de voz que Sara había utilizado una hora antes con Tessa: firme, controlado, asustado.

Abrió la boca para formular una pregunta, pero no le salió ni una palabra.

Jeffrey subió los peldaños lentamente, preguntándose cómo iba a hacerlo. Se quedó en el escalón superior, se metió las manos en los bolsillos. Los ojos de Cathy siguieron sus manos, sus manos manchadas de sangre y de culpa.

Vio moverse la garganta de Cathy al tragar. A continuación la madre de Sara se llevó la mano a la boca y unas repentinas lágrimas brillaron en sus ojos.

Finalmente, Eddie habló en nombre de su mujer, verbalizando la única pregunta que el padre de dos hijas puede hacer:

– ¿Cuál de ellas?

3

Con la excusa de haberse torcido un tobillo, Lena se quedó rezagada respecto a Chuck, sabiendo que se pondría hecha una furia si él intentaba darle conversación. Necesitaba un par de minutos para reflexionar acerca de lo que había pasado con Jeffrey. Su mente no olvidaría el modo en que él la había mirado. En otras ocasiones, Jeffrey se había enfadado con Lena, pero nunca como aquel día. Aquel día la había odiado.

Durante el último año, la vida de Lena había sido un largo calvario, que había empezado cuando perdió su trabajo y acabado -por el momento- cuando bajó de culo hasta el río. No era de extrañar que Jeffrey la hubiera echado del cuerpo. Tenía razón; no era de fiar. Jeffrey no confiaba en ella porque demostraba constantemente que no lo merecía. Esta vez podía costarle a Jeffrey perder al hombre que había apuñalado a Tessa Linton.

– No te quedes atrás -le dijo Chuck por encima del hombro. Iba un par de pasos por delante de ella, y Lena miró su ancha espalda, deseando transmitirle todo su odio.

– Venga, Adams -insistió Chuck-. Camina y se te pasará el dolor.

– Ya no me duele.

– Muy bien -dijo Chuck, aminorando el paso. Le lanzó una húmeda sonrisa-. Así que… al parecer el jefe no te quiere volver a ver ni en pintura.

– Ni a ti tampoco -le recordó.

Chuck soltó un bufido, como si Lena hubiera hecho un chiste en lugar de decirle la verdad. Lena no había conocido a nadie que tuviera tanto arte a la hora de cerrar los ojos a lo evidente.

– No le caigo bien porque salía con su novia cuando íbamos al instituto -dijo Chuck.

– ¿Saliste con Sara Linton? -preguntó Lena.

Le parecía tan inverosímil como que hubiera salido con la reina de Inglaterra.

Chuck se encogió de hombros sin darle importancia.

– Hace mucho tiempo. ¿Eres amiga de ella o qué?

– Sí -mintió Lena. Sara no era ni mucho menos amiga suya-. Nunca me lo mencionó.

– Es un tema delicado para ella -explicó Chuck-. La dejé por otra.

– Muy bien -dijo Lena, considerando que eso era típico de Chuck.

Pensaba que todo el mundo se creía cualquier palabra que saliera de su boca, y actuaba según la falsa impresión de que era una persona respetada en el campus, aun cuando todos sabían que la única razón por la que Chuck obtuvo ese trabajo era porque su padre había llamado por teléfono a Kevin Blake, el decano de Grant Tech. Albert Gaines, presidente de Inversiones y Préstamos Grant, era de los que cortaban el bacalao en la ciudad, sobre todo en la universidad. Cuando Chuck volvió a su ciudad natal, tras ocho años en el ejército, entró directamente a trabajar de director de seguridad del campus sin que nadie hiciera ninguna pregunta.

Obedecer a un hombre como Chuck era una píldora amarga que Lena tenía que tragarse todos los días. Cuando renunció a su placa, no se le presentaron muchas opciones. A sus treinta y cuatro años, Lena sólo sabía hacer de policía. Había entrado en la academia nada más salir del instituto y nunca había mirado atrás. Las otras cosas para las que estaba cualificada eran voltear hamburguesas y limpiar casas, y ninguna le resultaba atractiva.

En los días posteriores a su salida del cuerpo de policía, Lena consideró la posibilidad de marcharse bien lejos, quizá visitar México y encontrar a la familia de su abuela o irse de voluntaria al extranjero; pero la realidad se le impuso, y se dio cuenta de que al banco tanto le daba si necesitaba un cambio de aires: seguían esperando mensualmente el pago de la hipoteca y de los plazos del coche. Ni siquiera con la mísera pensión de incapacidad que recibía del departamento de policía y el poco dinero que había conseguido vendiendo la casa conseguía llegar a fin de mes.

El trabajo en la universidad le proporcionaba vivienda gratis en el campus y un seguro médico en lugar de un salario digno. Cierto que la vivienda era una porquería y que el seguro médico le cubría tan poco que le entraba pánico cada vez que estornudaba, pero era un trabajo estable, y al menos no tenía que irse a vivir con su tío Hank. Volver a Reece, donde Hank había criado a Lena y a Sibyl, su hermana gemela, habría sido demasiado fácil. Habría sido demasiado fácil instalarse en el bar propiedad de Hank y espantar sus pesadillas empinando el codo. Habría sido demasiado fácil ocultarse del resto del mundo, hasta que hubieran pasado treinta años y siguiera sujetando un taburete, y las cicatrices de sus manos fueran el único recordatorio de por qué había comenzado a beber.

Lena había sido violada hacía un año; no sólo violada, sino secuestrada y retenida durante días. Sus recuerdos de esos días eran dispersos, pues la habían drogado durante casi toda la agresión, y su mente estaba en un lugar más seguro mientras maltrataban su cuerpo. Las cicatrices de las manos y los pies constituían un recordatorio permanente de que la habían clavado al suelo con las piernas y los brazos abiertos para que estuviera accesible a su agresor en todo momento. Aún le dolían las manos cuando hacía frío, pero el dolor no era nada comparado con el miedo que sintió al contemplar cómo aquellos largos clavos se le hundían en la carne.

Antes de posar su mirada en Lena, aquel mismo animal había matado a Sibyl, su hermana, y el hecho de que el hombre ya no existiera no la consolaba. A Lena aún se le aparecía en sueños, unas pesadillas tan vívidas que a veces se despertaba bañada en un sudor frío, agarrada a la colcha, sintiendo su presencia en la habitación. Aún resultaban peores los sueños que no eran pesadillas, cuando él la tocaba tan suavemente que la piel de Lena se estremecía, y ella se despertaba confusa y excitada, el cuerpo temblando en respuesta a las imágenes eróticas que su mente dormida había evocado. Sabía que las drogas que aquel individuo le suministró durante el secuestro engañaban a su cuerpo para que reaccionara a esos estímulos, pero aun así no podía perdonarse. A veces el recuerdo del tacto de su secuestrador la cubría como una fina telaraña, y de pronto se ponía a temblar tan fuerte que sólo una ducha de agua hirviendo podía hacer que volviera a sentir la piel como suya.