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La mujer le habló en tono cortante.

– Desde luego que no.

– No por eso -dijo Lena-. No estamos seguros de que guarde relación con lo ocurrido a Andy. No quería que pensara que…

– ¿Era la sangre de la chica la que había en la nota?

– Eso fue después -dijo Lena-. Acababan de cogerla y…

Los ojos de Rosen se llenaron de lágrimas. Apoyó las manos en la mesa, como si necesitara ayuda para sostenerse.

– Puedo dejarla sola, si quiere -dijo Lena, deseando con todas sus fuerzas que la mujer le tomara la palabra.

– No -dijo Rosen, sonándose otra vez la nariz.

No le dio ninguna explicación acerca de por qué no quería que Lena se fuera.

Las dos permanecieron de pie, mirando sin interés a la gente de la biblioteca. Lena se dio cuenta de que se estaba frotando las cicatrices de las manos y se obligó a detenerse.

– Siento lo de su hijo. Sé lo que es perder a alguien.

Rosen asintió, aún mirando a otro lado.

– Después del primer intento -se señaló el brazo, y Lena sé dio cuenta de que se refería al anterior intento de suicidio de Andy-, mejoró. Habíamos encontrado la medicación adecuada. Parecía que le iba mejor. -Sonrió-. Acabábamos de comprarle un coche.

– ¿Estaba matriculado en la universidad? -preguntó Lena.

– Richard ya se lo habrá contado, supongo -dijo, pero no había resentimiento en su voz-. Lo sacamos el último trimestre para que pudiera ponerse mejor. Ayudaba a su padre en el laboratorio, y también a mí en la clínica. -Sonrió al recordar-. Los jueves iba a clases de arte. Era muy bueno.

Lena se dijo qué ojalá tuviera su libreta a mano para anotar toda esa información, pero tampoco había razón para hacerlo. Como señalara Jeffrey, Lena no era policía, sólo el recadero de Chuck, y poco más.

– ¿Qué quiere de mí el jefe Tolliver? -preguntó Rosen.

– Probablemente una lista de los amigos de su hijo, adónde iba. -Lena dijo lo primero que se le ocurrió, incapaz de dejar de pensar como un poli-. ¿Andy tomaba drogas?

Rosen pareció sorprendida.

– ¿Qué le hace preguntar eso?

– La gente con depresión suele automedicarse.

Rosen inclinó la cabeza a un lado, dándole a entender a Lena que sabía a qué se refería.

– Sí, tomaba drogas. Primero hierba, pero el año pasado comenzó con cosas más fuertes.

Le enviamos a un centro de desintoxicación. Salió un mes después. -Hizo una pausa. Me dijo que estaba limpio, pero nunca se puede estar segura.

Lena admiró el hecho de que la mujer admitiera que no lo sabía todo de su hijo. Según su experiencia, los padres solían insistir en que conocían a su chaval mejor que nadie, incluido él mismo.

– Cuando acabó la desintoxicación, ninguno de sus amigos quería verle. La gente que toma drogas no quiere tener cerca a alguien que lo ha dejado. -Como si acabara de ocurrírsele, añadió-: Aunque siempre estaba solo. Nunca acabó de encajar. Era muy inteligente, y a los demás chicos eso les molestaba. Supongo que se podría decir que se sentía un poco aislado.

– ¿Alguno de sus amigos estaba enfadado con él? ¿Lo bastante enfadado como para desearle algún mal?

Lena vio una chispa de esperanza en los ojos de Rosen cuando ésta preguntó:

– ¿Cree que alguien pudo empujarle?

– No -respondió Lena, sabiendo que Jeffrey la mataría por meter esa idea en la cabeza de Rosen.

Al pensar en Jeffrey, se le cayó el alma a los pies.

– Escuche -le dijo a Rosen-, ¿va a contarle a Jeffrey lo de hoy o no?

Rosen tardó unos instantes en responder. Se acercó a Lena, como si quisiera olerle el aliento. Todo lo que olería sería a dentífrico de menta, pero Lena experimentó una sensación de pánico.

– No -decidió Rosen-. No le contaré lo de hoy.

– ¿Y lo de antes?

Rosen parecía confusa.

– ¿Que seguía una terapia? -Negó con la cabeza-. Eso es confidencial, Lena. Ya se lo dije al principio. No tengo costumbre de revelar quiénes son mis pacientes.

Lena se limitó a asentir, llena de alivio. Siete meses atrás Jeffrey le había dado un ultimátum: «Ve a un psiquiatra o búscate otro empleo». En aquel momento, la elección le había parecido sencilla, y le arrojó la placa y la pistola sobre la mesa sin reservas. Ahora Lena se metería una bala en la cabeza antes de admitir delante de Jeffrey que el mes pasado había cedido y acudido al médico. Su orgullo no podía aceptarlo.

Como si de una obra de teatro se tratara, en cuanto pensó en él se abrieron las grandes puertas de roble de la sala y apareció Jeffrey, recorriendo la biblioteca con la mirada. Chuck se le acercó para recibirle, pero Jeffrey debió de soltarle alguna fresca, pues al momento éste se marchó con el rabo entre las piernas. Lena nunca había visto a Jeffrey tan abatido. Se había cambiado de ropa, pero llevaba el traje arrugado e iba sin corbata. A medida que se le acercaba, era más consciente de su aspecto lamentable.

– Doctora Rosen -dijo Jeffrey-. Siento lo de su hijo.

No le estrechó la mano ni esperó a que ella reaccionara a sus palabras, lo que a Lena le pareció muy impropio de Jeffrey.

Le acercó una silla a Rosen.

– Necesito que me conteste algunas preguntas.

Rosen se sentó y preguntó:

– ¿La chica está bien?

La expresión de Jeffrey cambió de manera casi imperceptible, lo suficiente para que Lena sintiera compasión de él.

– Todavía no lo sabemos -dijo-. En estos instantes, la familia la lleva a Atlanta.

Rosen dobló el pañuelo de papel que tenía en la mano.

– ¿Cree que la persona que la atacó pudo matar a mi hijo?

– En estos momentos -dijo Jeffrey-, creemos que la muerte de su hijo fue un suicidio.-Hizo una pausa, probablemente para que ella asimilara sus palabras-. He hablado con su marido.

– ¿Brian?

Rosen estaba sorprendida.

– Llamó a la comisaría después de hablar con usted -le dijo Jeffrey y, por la manera de erguir los hombros, Lena adivinó que el padre de Andy había sido todo menos educado.

Rosen debió de comprenderlo.

– A veces Brian puede ser muy brusco -dijo a modo de disculpa.

– Doctora Rosen -repuso Jeffrey-, todo lo que puedo decirle es lo que le dije a él. Seguiremos todas las pistas que podamos, pero, dado el historial de su hijo, lo más probable es que se suicidara.

– He estado hablando con la detective Adams… -le dijo Rosen.

– Lo siento -la interrumpió Jeffrey-. La señora Adams ya no pertenece a la policía. Es guarda de seguridad del campus.

El tono de Rosen indicaba que no iba a dejarse atrapar en esa batalla.

– No entiendo qué tiene que ver la jerarquía con el hecho de que mi hijo haya muerto, señor Tolliver.

Jeffrey parecía arrepentido.

– Lo siento -repitió, sacando algo del bolsillo de la americana-. Encontramos esto en el bosque -dijo, mostrándole una cadena de plata de la que colgaba una estrella de David-. No hay ninguna huella, así que…

Rosen soltó un grito ahogado, agarrando la cadena. Volvieron a brotarle las lágrimas, y la cara pareció hundírsele en el cuello mientras se llevaba el colgante a los labios y decía:

– Andy, oh, Andy…

Jeffrey le lanzó una mirada a Lena y, al ver que no hacía ademán de consolar a Jill Rosen, puso la mano en el hombro de la mujer, intentando hacerlo él mismo. Le dio unos golpecitos como si fuera un perro, y Lena se preguntó por qué se consideraba aceptable que un hombre no supiera consolar a los demás, mientras que el mismo defecto en una mujer la despojaba de su condición de persona.

Rosen se secó los ojos con el dorso de la mano.

– Lo siento.

– Es del todo comprensible -le dijo Jeffrey, dándole unos golpecitos en el hombro.

Rosen manoseó el colgante, manteniéndolo cerca de la boca.

– Hacía tiempo que no se lo ponía. Creía que lo había regalado o vendido.

– ¿Vendido? -preguntó Jeffrey.

– Cree que Andy tomaba drogas -le explicó Lena.

– Su padre dice que estaba limpio -comentó Jeffrey.