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Lena se encogió de hombros.

– ¿Su hijo tenía novia? -preguntó Jeffrey a Rosen.

– Nunca salió con nadie en serio. -Soltó una carcajada carente de alegría-. Ni con chicos ni con chicas, aunque eso no nos habría importado. Sólo queríamos que fuera feliz.

– ¿Hay alguien con quien se viera a menudo? -preguntó Jeffrey.

– No -dijo ella-. Creo que se sentía muy solo.

Lena observó a Rosen, a la espera de más información, pero la doctora estaba empezando a perder otra vez la compostura. Cerró los ojos y los apretó con fuerza. Movió los labios sin emitir ningún sonido, y Lena no adivinó lo que decía.

Jeffrey concedió unos momentos a la madre antes de decir:

– ¿Doctora Rosen?

– ¿Podría verle? -preguntó Rosen.

– Desde luego. Jeffrey se puso en pie y le tendió la mano a la mujer-. La acompañaré al depósito -dijo, y a Lena-: Chuck ha ido a ver a Kevin Blake.

– Muy bien -contestó Lena.

Rosen parecía absorta en sus pensamientos, pero le dijo a Lena:

– Gracias.

– No hay de qué.

Lena se obligó a tocarle el brazo a Jill Rosen en lo que esperó fuera un gesto de consuelo.

Con una mirada, Jeffrey comprendió las palabras que intercambiaron.

– Luego hablaré contigo -le dijo a Lena en un tono que sonó a amenaza más que a otra cosa.

Lena se frotó el dorso de la mano con el pulgar mientras se alejaban. Le llegaron unos ruidos procedentes del balcón del segundo piso, donde unos chavales armaban jaleo, pero no les hizo caso. Se sentó y repasó lo ocurrido en los diez últimos minutos, pensando en qué debería haber hecho de otro modo. Llevaba un par de minutos reflexionando cuando se dio cuenta de que lo que realmente necesitaba para hacer las cosas bien era repasar el maldito año entero.

– Dios -refunfuñó Nan Thomas, desplomándose en la silla que había delante de Lena. ¿Cómo puedes trabajar con ese soplapollas?

– ¿Chuck? -Lena se encogió de hombros, pero la alegró que la distrajeran-. Es mi trabajo.

– Preferiría archivar libros en el infierno -dijo Nan mientras se recogía el pelo greñudo con una tira elástica.

Había una enorme huella de pulgar en el cristal derecho de sus gafas, pero Nan no pareció darse cuenta. Llevaba una camiseta rosa de Pepto-Bismol por dentro de una falda vaquera con elástico en la cintura. Completaba el conjunto unas zapatillas de deporte rojas y unos calcetines rosa a conjunto.

– ¿Qué haces este fin de semana? -preguntó Nan. Lena volvió a encogerse de hombros.

– No lo sé. ¿Por qué?

– Pensaba decirle a Hank que viniera para Pascua. A lo mejor cocina un jamón.

Lena buscó alguna excusa, pero la invitación la había pillado desprevenida. Miraba el calendario sólo para ver cuándo le tocaba cobrar, no para calcular cuándo había alguna fiesta. La Pascua la cogía de improviso.

– Lo pensaré -dijo Lena y, para su alivio, Nan se lo tomó bien. Le llegó un grito procedente de la parte de arriba, y ambas se volvieron. Unos chavales jugaban en un balcón. Uno de ellos debió de intuir el enfado de Nan, porque le lanzó una sonrisa de disculpa antes de abrir el libro que tenía en la mano y fingir leerlo.

– Idiotas -dijo Lena.

– Bah, son buenos chicos -le dijo Nan, pero no les quitó ojo durante unos momentos para asegurarse de que dejaban de alborotar.

Nan era la última persona sobre la tierra con la que habría pensado trabar amistad, pero en los últimos meses algo había cambiado. No eran amigas en el sentido literal de la palabra -a Lena no le interesaba ir al cine con ella ni que Nan le comentara el lado homosexual de su vida-, pero hablaban de Sibyl, y, para Lena, hablar de Sibyl con alguien que realmente la conoció era como tenerla otra vez junto a ella.

– Te llamé ayer por la noche -dijo Nan-. No sé por qué no tienes contestador.

– Conseguiré uno -dijo Lena, aunque ya tenía uno en el fondo del armario.

Lena lo desconectó la primera semana que vivió en el campus. Las únicas personas que la llamaban eran Nan y Hank, y ambos dejaban los mismos mensajes de preocupación, interesándose por cómo le iba. Ahora Lena tenía conectado el identificador de llamadas, y eso era todo lo que necesitaba para filtrar las pocas que tenía.

– Richard ha estado aquí -dijo.

– Oh, Lena. -Nan frunció el ceño-. Espero que no fuera grosero.

– Intentaba sacar los trapos sucios.

Como siempre, Nan intentó defender a Richard.

– Brian trabaja en su departamento. Estoy segura de que Richard sólo quería saber qué había pasado.

– ¿Le conocías? Al chico, quiero decir.

Nan negó con la cabeza.

– Vi a Jill y a Brian en la fiesta de la facultad de las navidades pasadas, pero no nos tratábamos. Quizá deberías hablar con Richard -sugirió-. Trabajaban en el mismo laboratorio.

– Richard es un gilipollas.

– Se portó muy bien con Sibyl.

– Sibyl sabía cuidarse sola -insistió Lena, aunque las dos sabían que eso no era cierto.

Sibyl era ciega. Richard había sido sus ojos en el campus, haciendo su vida mucho más fácil.

Nan cambió de tema y dijo:

– Me gustaría que aceptaras parte del dinero del seguro…

– No -la cortó Lena.

Sibyl había suscrito un seguro de vida a través de la universidad, con doble indemnización en caso de muerte accidental. Nan había sido la beneficiaria, y desde que cobrara el cheque le había estado ofreciendo la mitad del dinero a Lena.

– Sibyl te lo dejó a ti -le repitió Lena por millonésima vez-. Quería que tú lo tuvieras.

– Ni siquiera hizo testamento -le replicó Nan-. No le gustaba pensar en la muerte, por no hablar de hacer planes para cuando ocurriera. Ya sabes cómo era.

Lena sintió cómo las lágrimas le humedecían los ojos.

– La única razón por la que suscribió ese seguro -explicó Nan- fue porque la universidad se lo ofreció gratis con la póliza sanitaria. Y me hizo beneficiaria sólo porque…

– … porque quería que tú te quedaras el dinero -acabó la frase Lena, utilizando el dorso de la mano para secarse los ojos. Había llorado tanto durante el último año que ya no la avergonzaba hacerlo en público-. Escucha, Nan, te lo agradezco, pero es tu dinero. Sibyl quería que te lo quedaras.

– No habría querido que trabajaras para Chuck. Le habría parecido horrible.

– A mí tampoco me entusiasma -admitió Lena, aunque a la única persona a quien se lo había dicho era a Jill Rosen-. Es sólo algo para ir tirando hasta que decida qué quiero hacer con mi vida.

– Podrías volver a la universidad.

Lena se rió.

– Soy un poco mayor para volver a estudiar.

– Sibyl siempre decía que preferirías sudar la gota gorda corriendo un maratón en pleno agosto que pasarte diez minutos dentro de un aula con aire acondicionado.

Lena sonrió, y sintió cómo se aliviaba su dolor cuando su mente evocó la voz de Sibyl diciendo exactamente lo mismo. A veces se producía un chasquido en el cerebro de Lena, y las cosas malas desaparecían y sólo quedaba lo bueno.

– Es difícil creer que ha pasado un año -dijo Nan.

Lena miró por la ventana, pensando en lo curioso que era estar hablando así con Nan. De no haber sido por Sibyl, Lena se habría mantenido lo más alejada posible de alguien como Nan Thomas.

– Esta semana he pensado mucho en ella -dijo Lena. Había visto algo en la cara de Sara Linton mientras subían a su hermana en el helicóptero que le había afectado más que ninguna otra cosa en mucho tiempo-. A Sibyl le encantaba esta época del año.

– Le encantaba pasear por el bosque -dijo Nan-. Los viernes siempre procuraba salir del trabajo un poco antes para que pudiéramos dar un paseo antes de que anocheciera.

Lena tragó saliva, temiendo que, si abría la boca, se le escapara un sollozo.

– De todos modos -dijo Nan, apoyando las palmas planas sobre la mesa al ponerse en pie-, será mejor que empiece a catalogar algunos libros antes de que vuelva Chuck y me invite a cenar.