Así se sucedió un juicio tras otro.
Aquellos juicios, explicó Hulan, eran el resultado de la campaña «Asestar un duro golpe» que se había iniciado hacía poco más de un año. Alentado por el aumento de los delitos de tipo económico, el gobierno había tomado una serie de medidas enérgicas que habían conducido a decenas de miles de arrestos y a más de mil ejecuciones.
– Una vez condenados -dijo Hulan-, los delincuentes son conducidos por las calles, exhibidos en estadios deportivos y en la televisión. Llevan letreros colgados del cuello en los que se enumeran sus delitos. Sus carceleros los llaman bárbaros y las masas los increpan. Luego los envían a un campo de trabajos forzados o a la muerte.
Aquella justicia cruel tenía una larga tradición en China. En épocas pasadas, dos veces al año se pegaban carteles en todas las ciudades del país (no en lugares públicos donde pudieran verlo, los extranjeros, sino en el interior de los barrios) donde se enumeraban los nombres de los ejecutados y sus delitos.
– Las familias de los que se ejecutan han de pagar la bala -añadió Hulan.
– Pero todo eso debe de ser por delitos muy graves -dijo David.
– Incluso los delitos menores reciben sentencias extremadamente duras -dijo Hulan meneando la cabeza-. Que lo despidan a uno del trabajo y no encuentre otro medio de vida, negarse a aceptar un empleo o un cambio de domicilio, o sencillamente «causar problemas», pueden dar lugar a una sentencia de cuatro años de trabajos forzados.
– Y muchos de esos campos -dijo David- proporcionan mano de obra barata a fábricas de propiedad estadounidense que operan en China.
– Cierto. Estados Unidos saca beneficios de los delitos de mis compatriotas. -Señaló la sala moviendo el brazo alrededor-. Y como puedes ver, la justicia aquí actúa con celeridad. No tenemos vistas preliminares, ni retrasos, ni aplazamientos, ni suele haber testigos de la defensa que enturbien las aguas. El acusado es culpable hasta que se demuestre su inocencia. Cuando se ratifica esa culpabilidad, el castigo se decide y se lleva a cabo de manera inmediata. Las apelaciones son tan raras como los eclipses de sol.
Una puerta se abrió y por ella introdujeron a Spencer Lee. Había cambiado sus ropas de lino, arrugadas a la moda, por una camisa blanca, pantalones negros y grilletes en los tobillos. Tenía la cabeza inclinada, pero en un momento dado alzó la vista. De inmediato, un guardia le golpeó la cabeza con los nudillos y el prisionero volvió a agacharla sumisamente.
El juicio de Lee, al igual que los anteriores, fue superficial cuando menos. La fiscal se puso en pie. Llevaba el pelo corto y con permanente y unas severas gafas de montura metálica. Hablaba con voz chillona y estridente, haciendo gestos hacia Spencer Lee y presentándolo por su nombre chino, Li Zhongguo. («Nueva China Lee», susurró Hulan.)
– Li Zhongguo no sólo ha deshonrado su nombre, sino a todo su país proclamó la fiscal. Luego enumeró los delitos de Lee contra el pueblo. Estaba metido en una banda que intentaba hacer llegar sus tentáculos hasta China. Se sabía que esa banda estaba involucrada en el peor de todos los tráficos, el de vidas humanas. Las fechas de entrada y salida de su pasaporte, así como el hecho de que hubiera huido (no dijo de dónde), constituían pruebas de que también estaba involucrado en varios asesinatos.
El caso se cerró en noventa minutos. El juez principal dijo:
– Has sido hallado culpable de varios actos corruptos y viles. Has segado muchas vidas de forma diversa. Por ello, debes pagar con tu vida. Tu ejecución se llevará a cabo mañana al mediodía. -Un murmullo recorrió la sala. Los jueces lanzaron miradas severas a la multitud, lo que reinstauró inmediatamente un cortés silencio-. Hasta entonces -prosiguió el juez-, permanecerás en custodia en la Cárcel Municipal número cinco.
Spencer Lee fue conducido fuera del tribunal.
La Cárcel Municipal 5 se hallaba ubicada en el lejano extrema noroeste de Pekín, cerca del Palacio de Verano al que la antigua corte imperial solía retirarse en los meses tórridos. Peter conducía el coche con vehemencia locuaz, pero en el asiento de atrás, David y Hulan parecían relajados. Habían perdido un día al cruzar el meridiano de cambio de fecha. A su llegada a Pekín, un coche había dejado a David en el hotel Sheraton Gran Muralla, (Por decoro, había dicho Hulan.) Como resultado, todos habían disfrutado de una noche entera de sueño que después habrían de agradecer. Hulan había concertado sendas entrevistas con el doctor Du y el embajador Watson tras su visita a Spencer Lee.
Era la primera vez que David se alejaba del centro de la ciudad y contemplaba los alrededores con el mismo asombro que había demostrado Peter en sus trayectos por Los Angeles. Con sorprendente rapidez, el panorama podía pasar de un hutong una avenida de recientes rascacielos de cemento armado de diseño chapucero y ejecución más chapucera aún. Los balcones de los edificios nuevos tenían cerramientos de cristal para crear más habitaciones. Al mirarlos, David vio ropa tendida, plantas exuberantes, amantes besándose. Allá donde fueran, no había modo de escapar a la vida de aquellos barrios. En una esquina, un hombre en cuclillas se lavaba las manos y los pies con el agua de una pequeña cacerola. En la entrada del zoo de Pekín, mercaderes en ciernes vendían globos, osos panda en miniatura y latas de Pepsi v de Orange Crush. De hecho, allá donde mirara, David veía siempre algo a la venta: artículos de menaje, velas e incienso para encender en los templos, agua embotellada, compact discs, sillas bajas de caña. En cualquier extensión de acera o asfalto libre, ancianas vestidas con gruesas chaquetas acolchadas y pañuelos blancos a la cabeza barrían con escobas de bambú y ampulosos fluídos movimientos. En algunos cruces otras mujeres indicaban a los peatones cuándo podían cruzar con exagerados movimientos de los brazos y agudos pitidos.
A lo largo de la periferia de una rotonda, en realidad un antiguo cruce de caminos en el que confluían varias calles en una amplia plaza circular, se había establecido un mercado al aire libre en el que los campesinos vendían frutas, verduras, carne, aves de corral, huevos y hierbas y especias silvestres, medicinales y para cocinar. A una manzana de allí, el coche traspasó unas altas puertas para entrar en el patio de la cárcel.
Dentro del edificio de la administración, les recibió la fiscal. La señora Huang era cordial y sociable cuando se hallaba lejos de los tribunales. David se enteró entonces de que ella y Hulan habían trabajado juntas en muchos casos a lo largo de los años.
– La inspectora Hulan encuentra a los criminales y nos los trae -explicó la fiscal a David; luego comentó en tono de guasa que la Cárcel Municipal 5 servía comidas a VIPs. Pasaron por delante de varios despachos y de un gimnasio para el personal, luego los acompañó hasta una sala de interrogatorios. Entró una chica con un termo y sirvió té a los visitantes. A David, aquel lugar no le pareció un posible objetivo de Amnistía Internacional, pero había aprendido ya que sus ideas preconcebidas sobre China casi siempre eran erróneas.
Un par de guardias sentaron a Spencer Lee frente a David y a Hulan. Lee llevaba un abrigo del ejército para protegerse del frío.
– Qué tal es tu nuevo alojamiento? -preguntó David.
– Me parece correcto.
– ¿Te tratan bien? -Spencer Lee alzó el mentón, luego David añadió-: Estás en una difícil situación.
El joven miró alrededor de la sala de interrogatorios. Estaba muy lejos de su cómoda vida en Los Angeles.
– La inspectora y yo no creemos que estés involucrado en la muerte de aquellos dos chicos.
– Los jueces dicen que yo soy el responsable. Supongo que lo soy -dijo Lee al fin.
– Te ejecutarán -dijo Hulan.
Spencer Lee no parecía preocupado.
– ¿Cree que he vuelto a China para escapar de usted? ¿Cree que soy tan infantil como para no saber que el MSP estaría esperándome cuando aterrizara en Pekín? Son ustedes realmente ingenuos.