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– Pero ¿como supieron quien era?

– Hombres miraron su cartera. Tenía papeles donde poner que era Guang Henglai.

Jack Campbell dejo escapar un hurra triunfal.

David le lanzo una mirada de advertencia y siguió preguntando.

– ¿Qué hicieron después?

– Volver a poner el cuerpo.

– ¿No se lo dijeron a la tripulación?

– No -respondió Zhao con un resoplido-, volver a poner a Guang Henglai. Luego vienen nos hablan a los demás. ¿Que podemos hacer? Nosotros ser topos en ese barco. Incluso los hombres de la tripulación ser topos. ¿Quién responsable para decirlo a la tripulación? si pensar que uno de nosotros lo mató?

– ¿Cómo se llamaban los hombres que encontraron el cadáver?

– No importar…

– Me importa a mí.

– Esos hombres se han ido. Estar en barco hacia China,

No sabiendo cuanto tiempo estaba dispuesto a seguir hablando Zhao, una vez roto el silencio, David intentó centrarse en lo más importante.

– Volvamos a ese Guang Hengi. ¿Quién es y por qué le tenían tanto miedo?

– No tener miedo de él -dijo Zhao despectivamente-. Es hijo de un dragón.

– ¿Su padre es importante?

– Su padre ser Guang Mingyun -dijo Zhao con un nuevo bufido.

– Lo siento, Zhao, pero no sabemos quién es.

– Yo sólo un campesino. ¿Comprende? Yo sólo un campesino, pero incluso yo conocer Guang Mingyun. Es uno de las Cien Familias. Poderoso y rico.

– ¿Es el líder del Ave Fénix? -pregunto David.

– No triada-dijo Zhao tras una amarga carcajada-. Es un dragón. La tríada es menos que un perro para Guang Mingyun…

– Pero si le informaran de la muerte de su hijo -dijo Noel tras carraspear-, ¿no recibirían una recompensa?

– Cuando la tripulación se entera de que hay un cuerpo en el barco, no dar comida. No dar agua. Estamos en el mar muchos días. Pero los dueños del barco decir: «No podéis ira América hasta decir quién es ese cuerpo y quién lo puso ahí.» Ester barco tiene mucha gente y oídos. No hay secretos. Cada noche la gente comenta lo que ver y oír. Dicen que el capitán está hablando con el líder de América. Las noticias parecer muy malas, porque decir que nos pegarán hasta que alguien confiesa. Los chinos ser muy fuertes. Acostumbrados al castigo. Pero nadie querer perder el honor. Dos hombres decir lo que saben. Esos dos hombres perder su honor. No poder seguir a América porque todos en barco saben que gritaron y suplicaron. No poder volver a casa, porque si regresan a su pueblo, ¿cómo poder mirar a sus familias a la cara? ¿Cómo poder devolver el dinero de su viaje? Esos dos hombres tener hambre y sed y estar cansados. Dicen lo que saben y luego saltan por la borda. El capitán llama a tierra. Grita. Todos oír.

– ¿Con quién hablaba?

– Con el líder de América.

– ¿Sabe cómo se llama?

– ¡Yo no estar allí! -espetó Zhao-. ¡Yo no escuchar! ¡No querer morir!

– Tranquilícese, señor Zhao -dijo Milton, poniendo una mano en el hombro de su cliente-. Quizá ya baste por hoy…

– ¡No, querer acabar! ¡Querer salir de este sitio! Me ha dicho que puedo irme después de hablar.

– Cierto -convino David-. Le prometimos que podría irse en cuanto nos dijera lo que sabía. Acabe, por favor. ¿Qué dijo el líder?

– No saber. Pero llega la tormenta. El otro barco viene y la tripulación se va. Creemos que la tripulación sabía que ustedes van a llegar. Eso es todo lo que sé. -Zhao volvió a fijar la vista en la mesa.

– ¿Qué más puede decirnos sobre Guang Henglai? ¿Sabe usted quién pudo matarle y por qué?

Zhao habló en chino con Mabel. Cuando terminó, ella dijo:

– Hay muchas frases en chino que son parecidas a las que tienen ustedes en inglés. Una de ellas es: «Mira hacia el otro lado.-El señor Zhao dice que el miró hacia el otro lado y que usted debería hacer lo mismo.

– Si preguntas meterte en líos -añadió Zhao-. Querer saber algo de la tripulación, yo se lo diré. Hacen preguntas. Les dan la respuesta y ahora están muertos.

– Usted me ha dicho que abandonaron el Peonía en botes salvavidas en dirección a un barco de rescate -dijo David, sorprendido.

– Usted no escuchar a Zhao -dijo-. Yo no verlos morir, pero creo estar muertos. Es cierto, vi a algunos barridos de su bote pequeño cuando intentan irse. Pero esos hombres estar muertos. El líder de América los matará.

– No hicieron nada malo. -En el momento en que pronunciaba estas palabras, David se preguntó qué querían decir.

– Guang Henglai ser Príncipe Rojo -le advirtió Zhao-. Su padre es poderoso. No sea estúpido. Usted mira hacia otro lado también. Si no, morirá.

4

23 de enero, Pekin

El sospechoso, un tal señor Su, había confesado ya y se lo habían llevado esposado. Sin embargo, el cadáver de su víctima seguía tendido bajo una manta sucia en el cuarto de baño comunitario. La sangre se había coagulado en una gran mancha en el suelo. Los olores de la presencia humana (ajo, jengibre, sudor) se mezclaban para crear ese olor fétido que presidía gran parte de la vida diaria de Liu Hulan. Los asesinatos en China raras veces se producían lejos de la multitud, así que Hulan se hallaba en un edificio de pisos en el que vivían docenas de familias multigeneracionales (literalmente, cientos de personas) y donde todos se habían convertido en testigos del crimen.

Hulan estaba sentada en un taburete junto a la pequeña mesa rinconera del diminuto apartamento del señor Su. Unos cuantos vecinos se apiñaban contra la pared. Escuchaban mientras Hulan interrogaba a otros y pasaban ruidosamente toda la información que obtenían a los que se apelotonaban en el pasillo para ver lo que sucedía. Frente a Hulan se hallaba sentada la viuda Xie, la ayudante jefe del Comité del Barrio que tenía a su cargo aquel edificio. Su deber consistía en vigilar las idas y venidas de los vecinos e informar de cualquier irregularidad: desde manifestaciones incorrectas o actividades corruptas hasta la monopolización de los cuartos de baño comunitarios.

– El señor Su no era más que un paleto del campo -señaló la viuda Xie. Hulan hizo una mueca de disgusto al oír el insulto. Paleto se había convertido en uno de los epítetos más comunes y ruines en China; el gobierno intentaba borrarlo del habla popular, pero la mujer no parecía conocer esa nueva norma, y no le importaba-. Vino aquí y se quedó. Yo le pedí muchas veces su permiso de residencia. Espero que me perdone usted por haber sido demasiado flexible en mis deberes, por no haberlo denunciado antes.

– ¿El señor Su y el señor Shih discutían con frecuencia?

– Esos alborotadores ponían mierda de rata en el puchero común de gachas de avena -respondió la mujer, mirando la pistolera que colgaba del hombro de Hulan-. Los dos son paletos. Los dos vienen aquí. No se lavan. No se cambian la ropa. No trabajan. Se quedan en esta habitación. Siempre discuten. Pelean en su dialecto vulgar. Le aseguro que es desagradable a los oídos. Todos, no sólo yo, tienen que escucharlo.

– ¿Por qué se peleaban?

– Un hombre dice: «Es mío.» El otro dice: «No; es mío.» Todo el día, toda la noche, nosotros los escuchamos.

– Pero ¿por qué se peleaban? ¿Qué querían los dos?

– No lo sé -dijo la viuda Xie, entrecerrando los ojos-. ¿Cree que yo lo sé todo?

Un agente de policía se abrió paso y entregó a Hulan varias carpetas. El efecto sobre los moradores del edificio fue inmediato. La cháchara y los empujones se extinguieron y fueron reemplazados por las suaves pisadas de la gente que intentaba marcharse sin llamar la atención. Hulan les habló sin mirarlos.

– Quédense donde están. Les llamaré por turno cuando haya acabado.

El silencio se hizo más intenso. Liu Hulan repasó las carpetas hasta dar con la que pertenecía al asesino. Dentro se hallaba el dangan del señor Su, su expediente personal, que habían enviado a Pekín hacía tres años. Hulan revisó rápidamente el contenido. El señor Su había sido un buen trabajador en la comuna de la Aldea de Bambú hasta desaparecer en 1994, dejando esposa y un hijo. Los miembros de la familia decían que lo creían muerto. Su expediente, sin embargo, señalaba que la familia Su vivía mejor desde que él se había ausentado. Los funcionarios locales sospechaban que Su se había ido a Pekín en busca de mejores salarios, pero la Administración tenía demasiado trabajo para buscar a un solo hombre, cuando miles de campesinos entraban en la capital todos los días.