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David se apartó del cadáver deslizándose por el suelo resbaladizo. Vio que en el pecho tenía algo parecido a un guante. Intentó sacudírselo de encima, pero lo tenía pegado a la camisa. Entonces comprendió qué era. La piel y las uñas del cadáver se habían despegado de la mano. Presa del pánico, David hizo un esfuerzo para volver a mirar el cadáver. La carne de pies y manos se había desprendido, como si se tratara de guantes y calcetines.

Fue suficiente para que David se pusiera en pie tambaleándose. Salió de la sentina dando traspiés, trepó a toda prisa por las estrechas escalas sin preocuparse por el ruido que hacía, hasta que por fin traspasó una última puerta y salió a cubierta. La lluvia caía con fuerza v el barco seguía cabeceando. David se agarró a la barandilla v vomitó violentamente.

Sin embargo, al tiempo que lo hacía y deseaba con todas sus fuerzas restregarse el cuerpo para limpiarse la horrible inmundicia de aquella sala, otra parte de su cerebro ya había empezado a trabajar. Temblando, con la cabeza colgada sobre la barandilla y el cuerpo empapado, repasó el procedimiento: pedir la autopsia; hacer que Campbell llamara al FBI, mejor aún, al Departamento de Estado, para indagar sobre posibles desapariciones en China; y pedir más interrogadores en Terminal Island. Porque dos cosas eran seguras: aquel reloj no pertenecía a un inmigrante vulgar, y los ilegales a bordo del barco conocían la existencia del cadáver.

3

21 y 22 de enero, Terminal Island

Las diez horas siguientes fueron una pesadilla borrosa. David sólo recordaba vagamente que había vuelto tambaleándose a la cocina de la tripulación para despertar a Jack Campbell. Recordaba cómo lo había tranquilizado Jack para conseguir que le explicara lo ocurrido, y que luego el agente del FBI había bajado a aquel horrible lugar. Recordaba que Campbell había sellado el tanque, dejando el cadáver medio hundido en la inmundicia. Recordaba también que el piloto del helicóptero había sacado una botella de licor del botiquín de primeros auxilios, así corno el sabor del áspero líquido al deslizarse por su garganta. Estaba ansioso por quitarse la ropa que llevaba y lavarse con agua de mar, pero Campbell no se lo había permitido, aduciendo que podían destruirse pruebas.

Después esperaron. David recordaba haber estado sentado en cubierta contemplando el frío y gris amanecer que se abría paso en el cielo. La lluvia seguía azotando la cubierta, pero el océano se había aplacado y el agua apenas se rizaba. Por fin apareció Jim caminando a grandes zancadas hacia su helicóptero para llamar a tierra. David recordaba haberle oído decir que los guardacostas llegarían a las pocas horas para remolcar el barco hasta el puerto, y que él estaba listo para partir con el helicóptero. Campbell quiso que se fuera con él, pero David se negó. Cuando Jim y Noel Gardner se fueron, Jack y David empezaron a interrogar a los inmigrantes.

La noche anterior, David había trabajado codo con codo junto a muchos de aquellos hombres, afanándose con ellos para salvar la vida. Por la mañana, la mayoría no querían hablar con él y ninguno le miraba a la cara. Nada de lo que dijera consiguió hacerles hablar; incluso Zhao le volvió la cara.

Cuando llegaron a puerto por la tarde, los acontecimientos se desarrollaron con rapidez. Funcionarios del Servicio de Inmigración y de los guardacostas abordaron el barco y hablaron en mandarín y cantonés a través de altavoces. Los inmigrantes recogieron sus escasas pertenencias, bajaron silenciosamente por la pasarela y entraron en lo que parecía un gigantesco almacén. A David se lo llevaron en una ambulancia. El se resistió, repitiendo: «Tengo que quedarme allí. Llévenme de vuelta», hasta que por fin el sanitario que le asistía le tapó la boca con una mascarilla de oxígeno. En el hospital recibió tratamiento por la conmoción y por deshidratación, y le pusieron la vacuna del tétano. Luego se quitó las ropas con la ayuda de un experto forense del FBI, para que las metieran en bolsas con sus correspondientes etiquetas. Lo dejaron marchar a las dos de la madrugada. David no se había sentido tan solo en toda su vida como cuando entró en su casa vacía. Con esfuerzo, calculó que había permanecido cuarenta y tres horas sin dormir. Se duchó, se puso unos pantalones de chándal y un suéter, y cayó en un sueño irregular.

Se despertó bruscamente a las seis y media de la mañana, volvió a ducharse (le parecía que jamás conseguiría librarse de la inmundicia de aquella noche), y se fue a correr alrededor del Lake Hollywood Reservoir, cerca de donde vivía, para despejarse.

Dos horas más tarde, cuando salió del ascensor y cruzó la puerta de seguridad para entrar en los pasillos de la fiscalía, percibió cierta diferencia en la actitud con respecto a él. De camino a su despacho, saludó con la cabeza a dos secretarias que clavaron la vista en el suelo. También pasó delante de dos jóvenes abogados que trabajaban en demandas, y ambos enmudecieron al verlo.

Se sirvió un café y se dirigió a la sala del gran jurado, la única del tribunal suficientemente amplia para que Madeleine Prentice, la fiscal, celebrara su reunión semanal. Cuando entró él, las conversaciones se interrumpieron. Rob Butler, jefe del departamento penal, carraspeó.

– Aquí está David, de regreso de sus aventuras marinas -dijo.

Los otros abogados se echaron a reír, pero David percibió su malestar. De todas formas, agradeció a Rob que sacara la historia a la luz. Era como si quisiera decir: «No vamos a chismorrear sobre esto. Vamos a tratar el caso como cualquier otro.» Madeleine adoptó este enfoque, dando inicio acto seguido a la reunión para pedir que la pusieran al corriente sobre los casos de narcóticos que tenían entre manos.

David cogió una silla y miró alrededor. Comprendió que el deseo de Rob y de Madeleine de no dar a su caso un cariz excepcional sería difícil de cumplir. La mayoría de los ayudantes reunidos llevaban por allí el tiempo suficiente para haber conseguido casos importantes, pero ninguno había estado casi perdido en alta mar, ni en contacto con un cadáver.

Una de las razones por las que David había abandonado Phillips, MacKenzie y Stout era la atmósfera universitaria, comparativamente hablando, que se respiraba en la fiscalía. Los abogados, fueran hombres o mujeres, habían elegido voluntariamente cambiar los elevados sueldos de los principales bufetes por trabajar para el gobierno e ir a los tribunales cada día. Las únicas compensaciones, aparte de la sensación de haber obrado correctamente, eran la buena prensa y la posibilidad de llegar a la judicatura. Evidentemente, lo primero conducía a lo segundo. Sin embargo, existía una línea que a los colegas de David no les gustaba cruzar. Todos ellos, David incluido, se burlaban de los que buscaban publicidad, aunque al mismo tiempo admiraban a quienes sabían manejar la prensa. Por eso, mientras oía a Madeleine y Rob pidiendo explicaciones a los demás abogados sobre sus respectivos casos, percibía la extraña combinación de asombro, celos y recelo que flotaba alrededor.

Madeleine Prentice repasó su lista con un dedo. Llevaba las uñas perfectamente arregladas.

– Quién más tiene que ir a juicio esta semana? ¿Laurie? Laurie Martin, embarazada de siete meses, abrió su expediente y ofreció un resumen.

– El quince de septiembre funcionarios de aduanas recelaron de una mujer, Lourdes Ongpin, que bajó de un avión de la United procedente de Manila vestida con impermeable. Aunque no es raro que la gente lleve abrigo o suéter cuando viaja, a los de aduanas les pareció que en aquel caso era extraño, puesto que temperatura en Los Angeles era de 27 grados centígrados.

De acuerdo con las explicaciones de Laurie, los funcionarios interrogaron a la mujer. ¿Dónde pensaba alojarse? ¿Era suyo un viaje de negocios o de placer? Mientras, los inspectores se percataron de dos cosas. Primero, la mujer despedía un olor peculiar y segundo, su impermeable parecía tener vida propia. La llevaron a una sala de interrogatorios, donde hallaron quince caracoles gigantes que pesaban casi medio kilo cada uno, metidos en el forro del impermeable.