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Hulan alzó la vista y vio la preocupación en el rostro de la viuda Xie.

– Éste es el expediente del señor Su -dijo-. Antes de que lea el suyo, ¿quiere contarme alguna cosa más?

– No le denuncié -dijo la mujer con voz trémula-. Era un paleto, pero siempre pagaba el alquiler.

– En otras palabras, que usted hacía la vista gorda -dijo Hulan.

– ¡No la hacía!

– Bien, entonces ¿tiene por costumbre permitir que vivan en este edificio personas que carecen de documentación en regla? -Hulan hizo un gesto en dirección al pasillo-. ¿Encontraré a otros en este lugar que no tengan un hukou, un permiso de residencia?

La ayudante jefe del Comité del Barrio clavó la vista en las manos que tenía entrelazadas sobre el regazo.

– Sólo dígame una cosa -insistió Hulan-. ¿Era el señor Su un residente legítimo en Pekín? ¿Las peleas se producían por una posesión real o por algo que no pertenecía a ninguno de los dos hombres?

– Inspectora… -Esta vez la voz de la mujer no fue más que un susurro ronco.

– ¡Hable!

– El Líder Supremo nos dice que ser rico es glorioso -replicó la mujer lanzándole una mirada desafiante.

– Deng Xiaoping no nos ha dicho que nos hagamos ricos aceptando sobornos, ni albergando a delincuentes, ni mintiendo al Ministerio de Seguridad Pública. -Hulan miró a un hombre uniformado-. Llévela abajo, a la oficina y que haga una confesión completa.

Hulan siguió a la viuda Xie, que atravesaba la muchedumbre de vecinos arrastrando los pies. Al llegar a la puerta, la inspectora alzó la voz.

– Si alguno de ustedes está en Pekín de manera ilegal, puedo asegurar que seré más clemente con los que lo confiesen voluntariamente. Abajo encontrarán a varios agentes esperándoles, por si tienen algo que decirles. Si alguien tiene algo que añadir con respecto al crimen, que se quede aquí y me lo diga inmediatamente. Si no tienen nada que decir ni a los agentes de abajo ni a mí, váyanse a sus habitaciones. Les doy diez minutos para comunicarlo a los demás residentes y para tomar una decisión.

Hulan contempló los rostros impávidos. Acababa de ofrecer a aquella gente más opciones de las que cualquiera de sus colegas se hubiera atrevido a dar, pero aún no había acabado.

– Estoy segura de que no necesito recordarles las consecuencias de descubrir que mienten -dijo a los que se agrupaban en el pasillo-. Ya conocen el dicho: «Clemencia para los que confiesan, severidad con los que mienten.» La viuda Xie ha sido detenida. Su falsedad agrava su caso. No quisiera que a ninguno de ustedes le sucediera lo mismo.

Instantes después, la habitación se había vaciado. Como Hulan sospechaba, nadie eligió hablar con ella. Aun así, esperaba que al menos algunos confesarían a los agentes, porque la pila de expedientes personales que tenía sobre la mesa era más pequeña que el número de residentes del edificio.

Hulan se sentó intentando tranquilizarse, pero estaba furiosa. ¿Cómo podía ser tan estúpida la ayudante jefe? La viuda había olvidado su deber por codicia. Muchas veces a lo largo de su carrera Hulan había decidido mirar hacia otro lado, hacer la vista gorda a su manera, convencida de que no había ningún mal en que la gente buscara una chispa de libertad. Pero en aquel caso poco podía hacer la pequeña Hulan, salvo contemplar cómo el «triángulo de hierro» de China se cerraba, no sólo alrededor del sospechoso del asesinato, sino también alrededor de la viuda Xie y quién sabía cuántos más. Los de este último grupo (inocentes todos, en realidad) eran los que habían tenido la desgracia de haber viajado ilegalmente hasta allí, haber encontrado a alguien dispuesto a transgredir las normas para alquilarles una habitación, haber acabado en un lugar donde un asesinato haría que la fuerza inevitable del triángulo cayera sobre ellos.

Los tres lados del triángulo de hierro controlaban un cuarto de la población mundial. En uno de los vértices inferiores se hallaba el dangan, el expediente personal secreto que se guardaba en las comisarías de policía y en los servicios del trabajo. Si alguien era lo bastante insensato para cometer un error político (como formular la más leve crítica contra el gobierno) o de conducta (como ser pillado haciendo el amor con una persona soltera del sexo opuesto o mostrar una actitud egoísta en el trabajo), se anotaba en su expediente. Esta información perseguía a la persona durante toda su vida, impidiéndole encontrar trabajo, o ser ascendido, o moverse entre provincias, aunque fuera por un asunto privado. (Aquí Hulan se permitía una mentalidad occidental, pues no había palabras chinas para «privado» ni «intimidad».)

En el otro vértice inferior del triángulo se hallaba el danznei o servicio del trabajo, que proporcionaba empleo, casa y asistencia médica. El servicio del trabajo decidía si uno podía casarse y extendía los permisos de embarazo. También determinaba quién tenía derecho a apartamentos de una o dos habitaciones, y si uno viviría cerca de su fábrica o a varios kilómetros de distancia.

En el vértice superior del triángulo se hallaba el hukou o permiso de residencia. Se parecía a un pasaporte, y eso era en realidad. En él se indicaba el nombre de la persona y su lugar de nacimiento, y se enumeraba la lista de sus parientes. A pesar de que en los últimos diez años el gobierno había suavizado ligeramente el duro sometimiento de la población, permitiendo que los ciudadanos viajaran por el interior de China durante las vacaciones sin necesidad de permiso, seguía siendo prácticamente imposible cambiar las condiciones del bukois. Así pues, si uno era de Fooshan y se le aceptaba en la Universidad de Pekín, podía mudarse a esta ciudad, pero al completar su educación, debía volver a Fooshan. Si uno era de Chengdu y se enamoraba de alguien de Shanghai, tendría que olvidarse del asunto. Si uno era un simple campesino que arrancaba unas míseras ganancias de las faenas del campo, así tendría que seguir, como antes sus padres, sus abuelos y bisabuelos.

Los diez minutos de plazo habían expirado. Hulan se levantó, recogió los expedientes y bajó las escaleras. En el patio uno de los agentes le informó de que dos residentes habían confesado hallarse en Pekín de manera ilegal. Unos cuantos habían añadido cuanto sabían sobre la historia de Shih y Su. Pero la mayoría se habían limitado a abundar en las denuncias sobre la corrupción de la viuda Xie. Hulan no se sorprendió de este último truco. Criticar en público a personas que ya habían caído en desgracia era tan antiguo como el mismo régimen.

Cansada y deprimida, Hulan subió al asiento posterior de un Saab blanco. El conductor era un hombre joven y fornido al que le gustaba que le llamaran Peter.

– Adónde vamos ahora, inspectora? -preguntó.

– De vuelta a la oficina -contestó ella recostando la cabeza sobre la suave tapicería.

El coche se incorporó al tráfico en dirección a la plaza de Tiananmen y el cuartel general del MSP. Hulan no se engañaba con respecto a Peter Sun. Era detective de tercera clase y su trabajo principal consistía en informar sobre ella. Hulan hacía todo lo posible para burlar esta vigilancia relegándole a la ocupación de chófer más que a la de compañero. Peter parecía tímido y poco atractivo, hasta que se sentaba al volante.

Cuando conducía, tocaba la bocina a los ciclistas, gritando por la ventanilla («Madre de un pedo» y «Gusano apareado»), adelantando a otros coches frenéticamente, aunque con ello sólo consiguiera ganar unos cuantos metros, y sin prestar atención a las invectivas con que le respondían. Hulan prefería todo esto a la alternativa: dejar que Peter encendiera la sirena y lanzara el coche sin importarle nada ni nadie, ni preocuparse por si se metía en contradirección.

– Tenemos derecho a hacerlo -solía decir él.

– Pero la gente lo verá como un abuso de poder -solía contestar ella-, y yo no tengo prisa.

Tras unos meses trabajando juntos, ambos se habían acostumbrado a sus respectivas maneras de ser.