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Pareció molesta por mi comentario y sacudió la cabeza sin mirarme.

– No, en absoluto, quizás esté un poco cansada, Lili está conmigo y me lleva por todas partes, ¿te imaginas? Y a ti, ¿qué tal te va?

– Estoy escribiendo la novela del siglo y no sé si saldré con vida.

Ya no sé si hacía dos o seis meses que nos habíamos separado, pero me seguía pareciendo muy guapa. En realidad era la chica más guapa de las que había tenido, no me hacía ilusiones, y en la, cama era la mejor de todas, así que era normal que fuera a decirle dos o tres palabras y que me preocupara por su salud. Me quedé! plantado delante de ella mirando al fondo de mi vaso y en el ins-n tante siguiente había desaparecido. Estaba al fondo de la habitación y reía con los demás. Mis relaciones con esta chica son algo: muy misterioso que me supera un poco. Tal vez nos conocimos! en una vida anterior y nuestros papeles ya están escritos, y por eso! siempre tengo la impresión de que con ella nunca hago lo que tendría que hacer. Bueno, en ese momento Annie me tomó por ell hombro y la ayudé a servir el pulpo y los rollos de las narices. Torturarse el cerebro nunca sirve para nada, y hace que el destino sa estremezca.

Por casualidad me encontré sentado a su lado con mi tazón de arroz sobre las rodillas, intentando pescar con las puntas de mis palillos un trozo de tentáculo tan gordo como un dedo. Estaba medio trompa. Había algo que no quería preguntarle. Se lo pregunté:

– ¿Estás sola?

– No -dijo ella.

– Entonces, ¿estás con alguien?

– Eso es exactamente lo que he querido decir.

– Aja.

Miré cómo se llevaba los granos de arroz a los labios.

– ¿Y cómo es el tipo?

Ella movió la cabeza y puso unos ojos como platos.

– Yo estoy solo -continué-. Me hace mucho bien. No voy a empezar enseguida con otra, prefiero seguir respirando un poco…

Nina volvió a mover la cabeza, y como la conocía supe que no valía la pena insistir. Iba a mantener las distancias hasta el fin de la velada, y menos mal que uno de nosotros dos mantenía la cabeza fría, porque si no todo iba a empezar de nuevo. Me pregunto si algún día las cosas serán un poco más sencillas entre nosotros. La verdad es que me parece difícil, o sea que agarré mi copa, me levanté y me fui al jardín.

Me paseé entre los demás con una piedra en el estómago, pero nadie se dio cuenta de nada. Habría sido necesario que me desplomara en la hierba con una lanza clavada en la espalda para que se preguntaran si algo no funcionaba, así que hacía bien conservando mi sonrisa porque, además, era yo quien lo había querido así, ¿no? Nos habíamos puesto de acuerdo en dejarlo, no expliques más cuentos, la libertad, chico, tu jodida libertad. También va de que ella se acuesta con otro, de que un chorbo le hunda su aparato hasta el cerebro, y es tu problema si se te viene encima, solo en tu rincón y luciendo tu sonrisa imbécil.

Por suerte, reuní un poco de fuerza al cabo de un momento y logré unirme a los demás para entregarle mi regalo a Annie. La besé y me quedé detrás suyo mientras soplaba las velas. Miré a Nina por encima del pastel de fresa. Una tarde estaba yo estirado en la cama mirando el techo mientras hacía sus maletas, y me decía a mí mismo tal vez todavía nos montemos algunas buenas sesiones. Pensándolo bien, ESO no tiene nada que ver, aunque sólo fuera una vez por semana; pero la verdad es que no ocurrió nada parecido y había ayunado hasta entonces.

Me pasé el fin de la velada como alguien que tuviera agua en la oreja y se escuchara a sí mismo al tragar; estaba vagamente ausente y podía unirme a cualquier conversación en marcha, y de verdad que no me molestaba en absoluto hacerlo.

Nina fue una de las primeras en marcharse y la acompañé hasta su coche explicándole que un poco de aire me iba a sentar bien.

– Pero si estás en el jardín -me dijo.

– No es lo mismo.

Montó en su coche y yo me quedé plantado en la acera. Oí que el motor de arranque giraba en el vacío. La cosa duró un momento y yo me eché a reír.

– Te juro que no tengo nada que ver, no poseo ningún poder mental sobre los coches.

Nina me miró y luego se encogió de hombros.

– Bueno, dame la manivela -suspiré-. Tendrás que decirle a tu chorbo que te arregle este cacharro.

Metí la manivela en el motor, le hice una seña a Nina a través del parabrisas y dejé mi copa encima del capó.

Al tercer intento el motor arrancó, pero con todo el lío me gané un retroceso de la manivela en el antebrazo. El dolor hizo que se me doblaran las rodillas y sentí que un sudor frío me recorría la cara.

Ella sacó la cabeza por la ventanilla, sin soltar el volante.

– ¿Te has hecho daño? -me preguntó.

– ¡Si seré imbécil! -solté.

– Pero, ¿cómo te lo has hecho? A ver…

– No, si no se ve nada, ya está…

Moví los dedos.

– No ha sido nada, se me pasará -añadí-. Puedes irte…

En el momento en que arrancaba, vi que la copa resbalaba sobre el capó y estallaba en la calle. Me quedé mirando cómo se alejaba el coche con su cinta de humo azul pegada en el trasero.

Escuchaba las voces que venían del jardín, pero decidí volver a casa; ya me había hartado. Caminé hasta mi coche con el brazo pesándome toneladas, y me pareció que me dolía menos si hacía muecas de dolor.

Conduje tranquilamente con un cigarrillo encendido en los labios, con los ojos semicerrados, sin música y a caballo sobre la línea blanca. Puedo conducir incluso cuando he bebido, incluso cuando estoy tieso, incluso cuando la vida no me dice gran cosa; soy un as en las grandes carreteras rectas y desiertas.

Cuando casi había llegado, me detuve en un semáforo en rojo. Estaba solo, pero igualmente me esperé, y eso que era el único semáforo de los alrededores. El brazo me daba punzadas. Al pasar frente a lo de Yan, vi que el Mini estaba aparcado en un ángulo. Reduje la velocidad y me detuve justo a su lado. La chica estaba dentro, tenía los ojos cerrados y la cabeza apoyada en el cristal. Golpeé suavemente, con la mirada fija en su minifalda. Se sobresaltó, puso una cara de película, me sonrió y bajó la ventanilla.

– Oh -dijo-, está cerrado. Me he dormido.

– Ya me di cuenta.

Pareció pensar un momento. Miró al frente mientras se sostenía la uña del pulgar entre los dientes y luego se volvió hacia mí con el rostro iluminado.

– ¿Adonde podríamos ir? -preguntó.

– Me parece que yo me voy a casa -le dije-. Me siento un poco cansado. Estoy herido.

– ¿No hay nada abierto donde podamos tomar algo? ¿No hay nada…?

– No, está todo cerrado. Me he dado un golpe con el retroceso de una manivela y tengo que ver con mayor atención cómo está.

– ¡Qué mierda! Tengo una sed tan espantosa…

– Podemos ir a mi casa, puedo arreglármelas solo. Hasta soy capaz de servir dos copas con una sola mano.

Ella se inclinó hacia la llave de contacto.

– De acuerdo, vamos a verlo… -dijo.

Durante todo el recorrido me pregunté por qué por qué por qué por qué mientras echaba ojeadas por el retrovisor; pero apenas iba a treinta, no podía perderla. Aparcamos frente a la casa, fui hasta la puerta sin esperarla, no tenía ganas de discutir afuera. Me gustó su apresurado taconeo en la acera y cerré apenas hubo entrado, con un segundo suspiro.

No hacía ni cinco segundos que había encendido la luz cuando ella cayó de rodillas en la alfombra, con mi montón de dis eos apretado contra el pecho y los ojos en blanco.

– Es fantástico… es fantástico -dijo-. ¡Podremos oír música!

– Tengo algunos discos viejos -comenté-. No valen mucho.

– ¡Y qué demonios importa! ¡No son para OÍRLOS!

– Entonces servirán.

Empezó a tocar los botones, me pareció que les daba vuelta en todas direcciones; carraspeé y avancé hacia ella.

– Espera, lo haré yo -le dije-. Estoy acostumbrado.

Puse en marcha el cacharro; luego fui a la cocina para preparar las copas. Aumenté la dosis para ella, sabía que era una chica difícil de derrotar. Cuando regresé, había tirado su chaqueta en el sillón y empezaba a calentarse, ya iba descalza. Le pasé su copa mirándola a los ojos, pero no me pareció que la tuviera ya en el bolsillo. Había¡ algo en aquella chica que se me escapaba, aunque a lo mejor estaba equivocado. Levantó su copa.