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Luego di vueltas por la cocina. Me sentía extraño allí dentro. Era el peor lugar de los que yo conocía y entraba raramente en él, sólo cuando el cubo de la basura desbordaba o para enjuagar los vasos. Nunca comía en casa, y cuando lo hacía eran sólo cosas preparadas, por lo que me encontraba con toneladas de papeles aceitosos y bolsas de patatas fritas que chasqueaban de noche. Era imposible hallar un paquete de café y, en cualquier caso, tampoco tenía filtros. Si ella no hubiera estado ahí, justo al lado, envuelta en mis sábanas, con un mechón en la frente y las piernas en escuadra, habría seguido desmontando los condenados armarios, porque no podía abrir ni una de esas puertas sin que se me quedara una bisagra en las manos.

Volví a verla y, como que seguía sin moverse, me decidí a ir de compras y salí.

Mi coche acababa de cumplir quince años y no había un solo tipo que quisiera abrirle el capó. Nunca sabía si iba a querer ponerse en marcha. Me deslicé en el asiento y apreté las mandíbulas. La verdad es que los coches eran mi última preocupación, excepto cuando metía la llave en el contacto. Bueno, pero seguro que se anunciaba un buen día, aquella chica estaba en mi cama y dejé que el motor funcionara un rato con el aire cerrado. Aproveché para rascar dos o tres cochinadas soldadas en el parabrisas, mierda o sangre, y pestañeé debido a los reflejos.

Estaba cansado pero me sentía más o menos bien. Sostenía el volante entre dos dedos, llevaba un brazo colgando por afuera, con la mano pegada a la pintura tibia. Era una carretera recta, muy ancha, con palmeras de diez metros de altura; exactamente lo indicado para que un tipo pudiera pasarte tranquilamente, con una lancha de quinientos caballos en el remolque o con una caravana de tres pisos. Era la carretera que llevaba directamente al infierno y a los patines de pedales.

Todavía era temprano, no había demasiada gente por ahí; di unas cuantas vueltas por las calles y pasé veinte veces por los mismos lugares antes de encontrar una tienda abierta, un pequeño autoservicio completamente nuevo en el que el tipo, detrás de su mostrador, parecía guiñarte el ojo entre pilas de jabón para lavadoras y cajones de plátanos verdes. Encontré un lugar vacío un poco más lejos y aparqué bostezando.

Tomé un carrito y caminé entre las estanterías. Era una tienda alargada, con una musiquita completamente estúpida, que parecía perfumada con violetas. No acababa de entender bien por qué, pero en general todas esas cosas me excitaban; todas esas botellas, todas esas latas bien ordenadas, sólo había que tomarlas y echarlas al carrito; parecía fácil y sin límites, y siempre me sentía febril en esos momentos. Al fondo de la tienda pasé a una mujer, que estaba empinada en su carrito tratando de alcanzar una lata de salchichas de la estantería más alta. Le miré las piernas mecánicamente sin detenerme demasiado, porque a partir de cierta edad es difícil que el asunto merezca la pena. Me proveí de lo estrictamente necesario y recorrí la tienda en sentido inverso, empujando una montaña de mercancías.

Cuando llegué a la caja rascándome la cabeza, el tipo con su bata blanca me esperaba con una sonrisa. Eché una rápida mirada hacia el fondo de la tienda para ver si la mujer se acercaba, y me incliné hacia el oído del individuo con aire molesto:

– Odio hacer esto -le dije-, la verdad, no es asunto mío, pero, mierda, aquella tía, allá al final, se está metiendo cantidad de cosas debajo del vestido. No, en serio, no me gustan nada los chivatazos…

El tipo estaba en forma. Salvó el mostrador de un salto y corrió por la tienda con los faldones de la bata flotando como si fueran alas. Aproveché el momento para empujar mi carrito hacia la salida, desemboqué a la luz del día y corrí hasta el coche.

El tiempo se detuvo por completo; abrí el maletero a todo trapo y tiré todas las cosas dentro. No veía nada y me costó un buen rato arrancar, pero el asunto fue como sobre ruedas. No había ni un alma viviente en aquella madrugada nacida muerta.

Me detuve más lejos, a la salida de la ciudad, bajo una palmera. El sol comenzaba a golpear. Fui a buscar un paquete de cacahuetes al maletero, lo dejé encima de mis rodillas, lo abrí y seguí mi camino. Cada fin de mes me encontraba al borde del abismo, pero yo no era de ese tipo de escritores que alguien encuentra un día muertos de hambre en una habitación oscura; ni hablar. Fui paralelo a las olas durante kilómetros de playa y estuve a punto de dormirme. El asunto era como un bocadillo asqueroso, con el cielo como rebanada superior.

Aparqué exactamente delante de casa, corté el contacto y me quedé inmóvil durante cinco minutos. Comenzó a hacer calor. Encontré unas bolas viejas debajo de los asientos y empecé a llenarlas. Las botellas pesaban como condenadas y además estaban todas aquellas latas; la verdad es que había cogido un auténtico montón y respiré aliviado cuando logré mantener todo aquello en equilibrio encima de la mesa de la cocina.

No se oía nada, las cortinas de la habitación seguían cerradas. Puse un cazo al fuego para hacer café; había elegido lo mejor de lo mejor. Me quité la camiseta y la mandé a hacer compañía al montón de ropa que se asomaba desde el otro lado de la puerta. Empezaba a ser urgente que me ocupara de ese asunto, pero entretanto lo aparté con el pie. Le pegué un mordisco a una tableta de chocolate, puse un poco de orden y, después de darle una última pasada con la esponja al fregadero, fui a ver si ella seguía con vida.

A continuación, abrí las cortinas, ordené la habitación e hice la cama. Formidable. No había encontrado ni una nota, ni una palabra escrita con carmín en las paredes; no había encontrado ni el menor pedazo de nada suyo, ni siquiera buscando a fondo. En cierta forma tal vez sea mejor así, me dije, podrás seguir trabajando, adelantarás en tu novela, no pienses más en eso, relájate. Le pegué un directo a la almohada, exactamente en el lugar en que ella había apoyado la cabeza, y el polvo atravesó un rayo del sol levante.

Esa historia no me puso precisamente de buen humor. Apreté las mandíbulas mientras recogía los trozos de cristal del lavabo y lancé un leve gemido al abrirme la cabeza con el sifón. Me había incorporado excesivamente pronto y todo el mundo sabe que ése es el peor error que puede cometerse en un ring; y la verdad es que lo mismo pasa en la vida.

Sonó el teléfono, era Yan y me instalé al lado de la ventana acariciándome el chichón.

– Bueno -empezó-, aún no te han puesto los grilletes, ¿eh?

– ¿Por qué tendrían que ponérmelos?

– Secuestro. Corrupción de menores.

No le contesté en seguida. Cerré los ojos.

– De acuerdo -le dije-. No lo había pensado.

– Pues sería mejor que lo pensaras, ¿sabes?

– Vale, pero ahora ya está arreglado. Se ha abierto. Cuando cuelgues, me derrumbaré en la cama con una toalla mojada en la frente.

– No te llamaba por esa cuestión -añadió-. Esta noche celebramos el cumpleaños de Annie. Con comida china.

– ¿Cuántos tacos?

– Treinta y seis.

– Pues vaya, qué cosas…

– Te esperamos, vendrá todo el mundo.

– No importa. Iré igualmente. Llevaré el té de jazmín.

– Espléndido -dijo.

Durante un segundo pensé en pasar por la ducha, pero no tenía fuerzas y abandoné la idea. Fui a sacar del fuego el agua del café, pero ya no quedaba ni una gota, así que cogí una cerveza y me la fui tomando con una mano mientras con la otra corría las cortinas. Luego me eché en la cama. Sólo pasaba un minúsculo rayo de sol, pero me daba en plena cara. No podía moverme y apenas conseguí cruzar un brazo sobre la frente y pegarme a la pared. Tenía la cabeza completamente vacía y me tomaba la cerveza a sorbos. A veces se tiene la sensación de haber resbalado hasta el fondo de una trampa y sin embargo no ocurre nada, pero por si acaso, no quería ni entreabrir un ojo.