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Charlamos un momento. Era una conversación bastante deshilvanada, pero era todo lo que deseaba. Las palabras acudían fácilmente. Me preguntaba a mí mismo si iba a ser capaz de levantarme de aquel sillón, cuando sentí que ella me sacudía por el brazo:

– Ven, ayúdame… Sola no puedo -dijo.

– Que sí -dije yo-, mierda, claro que puedes.

– No, necesito a ALGUIEN.

– No siempre va a ser así. Es más duro de lo que imaginas.

– Me importa un comino. Ven.

Me levanté y me arrastré hasta el cuarto de baño, siguiéndola.

– ¿Has roto un cristal, eh? -me preguntó.

– No, no estoy chalado.

Casi me había olvidado de ella, casi me había olvidado de aquella liante; era la última chica que había visto en mi bañera, una buena pieza que se me había escapado.

Abrí los grifos. Fui a buscarme un cigarrillo a todo gas, volví a Sentarme a su lado y apoyé los codos en el borde de la bañera.

– Me gusta más por la noche -comentó.

– Parece que empiezas a saber bastante.

– Cuando te diga, me lavas la espalda.

– Estás de suerte, soy un verdadero especialista en el tema.

Esperé fumando con los ojos puestos en el vacío y, cuando me avisó, atrapé el guante y el jabón, y le froté la espalda. Se sostenía el pelo hacia arriba para que no se le mojara; lo hacía con mucha gracia, sin afectación, y me pareció formidable. Para juguetear, le enjaboné las nalgas, se revolvió, sonreí, me quité el guante y lo tiré al agua.

– Vale -le dije-. Termina tú sola.

– Muy bien, muchas gracias. ¿No tendrás sales espumosas?

– No. Tu madre tenía, pero se las llevó.

– Lástima.

– Tú lo has dicho. Trata de no dejar todo esto demasiada sucio.

Volví a la cocina para tomarme un vaso de agua. No encendí la luz y pensé en Nina. Sólo fue un instante, el tiempo necesaria para recuperarme. Soy muy bueno para divagar en la oscuridad mantengo bien la distancia, pero con el inconveniente de quá tengo tendencia a la melancolía y las historias jiñosas. Pese a todo, el suicidio no me tienta. Pasa como con las películas malas, que no me cuesta nada aguantarlas hasta el final, porque llega un momento en que dejo de sentir y puedo hundirme en el pantano, manteniendo una expresión serena en el rostro. En general, da resultado nueve veces de cada diez. Me bebí lentamente el agua antes de volver a la luz.

Ella atravesó la habitación envuelta en una toalla, la mía según me pareció, y oí que hurgaba en su bolsa. A continuación, se plantó frente a mí con sus pequeñas bragas de topos rojos y se rascó el brazo.

– ¿Dónde me meto para dormir? -me preguntó.

– Bueno, sólo tenemos una cama para los dos, pero es grande. Tendría que servir.

– Cuando duermo, no me muevo nada.

– Aja, y yo tampoco.

Dio media vuelta sin más y subió a la cama. Se cubrió con la sábana dándome la espalda.

– No me acostaré enseguida -le dije-. ¿Puedo poner música?

– Sí, pero hay demasiada luz.

Me levanté y lo apagué todo. Me quedé un momento en la oscuridad para infundirme valor. Tenía que esperar a que llegara, no podía hacer nada sin eso, es una verdadera mierda para dar lo mejor de uno mismo. Lo más duro del mundo.

Me concedí una cerveza para ayudarme. Me la bebí tranquilamente. Subí el volumen de la música un poco, era una cosa africana con mucho metal, y cabalgué en mi taburete de oro macizo, esa porquería dura e incómoda. Me gusta estar un poco mal cuando escribo, formo parte de la vieja escuela, estoy de acuerdo en que hay que sufrir un poco.

Me puse a escribir iluminado por un rayo de luna, y al cabo de una hora estaba realmente hasta los huevos. Tenía que parar cada cinco minutos para doblarme hacia atrás o para mover la cabeza mientras me restregaba los ojos. Aún no tenía el título, pero la cosa no iba mal del todo. Utilizaba todas las gilipolleces que me habían pasado, recurría a gente que había conocido y tenía que tener cuidado para no abandonarme a mis delirios, porque todo bajaba en cascada.

A veces me divertía realmente, pero en conjunto era más bien duro. Ésa era la buena proporción, e intentaba sobre todo velar por la pureza de mi estilo, que en realidad era todo lo que me interesaba. La historia no tenía tanta importancia, y podía permanecer horas y horas detenido ante una pequeña frase que me bloqueaba, o cabalgar durante largos kilómetros con buen ritmo. No hago ningún tipo de bromas cuando digo estas cosas, casi me saltan las lágrimas de los ojos.

Antes de que amaneciera, había liquidado un pasaje de extraña belleza. Parecía un Kerouac en sus mejores momentos, aunque el tipo había muerto, y entretanto yo había conocido la lanzadera espacial, la recesión mundial y el período del neo-rock. No hice ninguna corrección porque no quería encender la luz. Casi siempre era así; me sentía totalmente vaciado al terminar; era incapaz de tomar un poco de distancia. Todas las materias de la vida vienen Por eso. El chiste, cuando uno escribe, es que siempre puede volver atrás; es menos peligroso que en el teatro, o que trabajar frente a una prensa hidráulica ocho horas al día, con ganas de bostezar. Metí las hojas en el cajón mientras carraspeaba, me quedé en pelotes y me acosté. Estaba completamente muerto.

5

De madrugada llamaron a la puerta. El día apenas había empezado y yo sabía perfectamente que no iba a abrir, pero algo saltó de la cama, a mi lado, y corrió por el pasillo.

– ¡ME CAGO EN LA PUTA! -chillé- ¡DEJA A ESOS CHALADO EN LA CALLE! ¡NO SE TE OCURRA ABRIR! ¡NECESITO DORMIR!

Pero oí que quitaba la cadena y al mismo tiempo vi que Cecilia irrumpía en la habitación y corría las cortinas. Me sobresalté en la cama bajo los efectos de la luz; me hacía daño. Me acurruqué bajo las sábanas y me volví hacia la pared. Sabía que iba a estar de mal humor durante el resto del día por culpa de esa gilipollas. Trataba de pensar a toda velocidad, ¿le salto a la yugular, la echo a la calle o a lo mejor sería más útil cerrar los ojos y esconder la cabeza debajo de la almohada? Ella se divertía, lo estaba oyendo, se divertía como una loca.

– Ooooohhhh… ooooohhhh -articulaba-, miradlo, miradlo, hace un día maravilloso y no se le ocurre nada mejor que eso. Mierda, ¡sal de ahí! ¡Hemos venido a buscarte!

Me di la vuelta y vi a una especie de individuo plantado en medio de la habitación. No lo conocía y me desagradó desde el principio. Me miraba con una sonrisita, tenía unos veinticinco años como mucho, pero se daba aires de estar ya harto de todo. Era una especie de dios con mirada desengañada, pero la verdad es que sólo me parecía un holgazán. Le dirigí una sonrisa malévola y miró hacia otra parte. Cecilia vino a sentarse en la cama, parecía estar en plena forma, radiante como la luz exterior. Era una tía poco común, no podía negarlo. El problema es que se pasaba un poco. No sé si se había dado cuenta de que me había puesto los nervios de punta. Estaba excitada a tope.

– Marc -dijo Cecilia-, venga, haz café de una vez. Tenemos que darnos prisa.

El atontado aquél bajó de las nubes: físicamente no estaba mal, pero seguro que no se le podía pedir la luna. Levantó una ceja, se oía ruido de cacerolas en la cocina y le hice una seña con la cabeza:

– Hay una niña en la cocina. Te enseñará lo que haga falta…

– Vale -dijo-, me encargo yo.

Apenas se había dado la vuelta cuando eché a Cecilia hacia atrás. No tuvo tiempo de resistirse, la besé en el cuello y pegué la mano entre sus piernas; la cosa duró un segundo y luego la solté. Se levantó a toda velocidad, con las mejillas un poco coloradas. Estaba pasmada.

– ¡Hey! ¿Estás chiflado o qué? -dijo.

Le sonreí. Estaba totalmente satisfecho de mí mismo, el asunto me había relajado de golpe.

– Mira, tengo la impresión de que no te aburres conmigo -le contesté-. Así que tengo que encontrar mis compensaciones, porque si no sería demasiado fácil, ¿sabes?