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Me desperté hacia las siete de la tarde, estuve un buen rato bajo la ducha y me preguntaba qué iba a regalarle a Annie. La hermana de Yan era realmente alguien y los tres formábamos un buen equipo cuando teníamos diez años. Sé que me llevaré eso a la tumba aunque no me sobre espacio. Al revés de su hermano, lo que le interesaba eran sobre todo las chicas. No era yo el único en considerar que era una verdadera lástima, pero sí era el único tipo que podía acercarse mínimamente a ella, porque tú eres especial, decía, a ti te tengo siempre vigilado.

Me vestí, preparé un paquete con varias cassettes de buena música y la suerte estuvo echada. Antes de salir, metí unas cuantas botellas en una bolsa, y añadí un pollo y un pan cortado en rebanadas. Con eso de la comida china, siempre tengo la impresión de que voy a quedarme con hambre.

Vivían juntos, a unos veinte kilómetros de allí, en un lugar tranquilo, medio residencial. Dejé el pollo a mi lado y arranqué suavemente en una puesta de sol formidable, así que pesqué las gafas de la guantera pues la gama rosa anaranjada era realmente violenta. Me tomé tranquilamente mi tiempo y empleé más de media hora en llegar.

Aparqué justo enfrente. Con eso de que las casitas estaban llenas de jubilados y de que era la hora de la cena, afuera estaba realmente tranquilo. Se oían miles de cli cli cli cli clic de las dentaduras postizas y parecía que hubieras desembarcado en Marte.

Golpeé la puerta con el pie, detrás de mis paquetes; teníamos que comernos todo eso. Annie vino a abrirme, estaba totalmente fresca, y siempre siento un pequeño latigazo de tristeza cuando la veo.

– Feliz cumpleaños -le dije.

– Gracias. Eres el primero. Voy retrasada.

– Bueno, he venido a ayudarte, pero tengo que dejar esto rápidamente.

Se apartó y me dirigí directamente hacia la cocina.

– A ver, ¿qué puedo hacer? ¿Y dónde está Yan? -pregunté.

Annie hundió las manos bajo el grifo y empezó a limpiar unas cosas que flotaban en el fregadero. Tal vez fuera a envolverlas en una hoja de arroz y no lograba ver si estaban vivas.

– Yan no está -me contestó-. Siempre desaparece cuando hay trabajo. Pero aparecerá enseguida, sólo hay que servir bebida.

– De acuerdo. Si quieres, me encargo de cortar cualquier cosa en pedacitos, puedo hacerlo.

– Muy bien -me dijo-. Fíjate.

Me acerqué a ella, me planté junto al fregadero y miré aquellas especies de cosas retorcidas que flotaban allí dentro.

– Hay que lavar todas estas mierdas -suspiró-. Además, tengo que cambiarme, ni siquiera estoy lista.

Retiró sus manos del agua y se las secó durante un buen rato mientras me miraba con cara de sorpresa.

– Bueno, oye -me dijo-, ¿así es como me ayudas?

Me comí una uña, me arremangué y metí las manos en la piscina de los tiburones. Agarré una de aquellas cosas blanquecinas y la apreté mirando fijamente el embaldosado de la pared, con las luces que bailaban. Hagas lo que hagas, siempre hay momentos malos y es casi imposible evitarlos, así que le di unas vueltas entre mis dedos a la cosa aquella y le pregunté pausadamente a Annie:

– ¿Qué se supone que tengo que hacer con exactitud?

– Nada. Los lavas. Tengo el tiempo justo para pasar por el baño; ¡hey!, ¿vendrás a frotarme la espalda?

– Vale, sí, cuando me haya librado de estas cosas.

– ¿Te gusta? Es súper, es pulpo.

– Jo, pues menos mal que no han puesto la cabeza -dije.

Se marchó, yo me volví para coger mi copa y oí que hacía correr el agua en el primer piso. Di una vuelta por la cocina y descubrí que había mantequilla de cacahuete, una tableta de chocolate con almendras y dos o tres pastelitos alemanes; era bastante tranquilizador. Había también un fondo de Coca y lo eché a mi bourbon. A continuación, repesqué los pedazos del monstruo con una espumadera. Mierda, esos bichos viven en el agua, en el fondo del mar, no pueden estar excesivamente sucios.

Me zampé unas cuantas aceitunas plantado delante de la ventana. Era un buen instante, silencioso, sólo una única copa y uní fondo de cielo malva. Además, me encantan las palmeras y Yan tenía una en su jardín, el muy cerdo. A veces sucede que un anochecer parece arrancado del paraíso.

Cuando Annie me llamó, subí corriendo hasta el cuarto da baño. De toda la casa, era la habitación que más me gustaba, repleta de plantas verdes, con la luz tamizada que se filtraba, con todos los frascos bien alineados y con montones de toallas suaves! como la bruma. No tenía nada que ver con esos cuartuchos minúsculos y hediondos, cubiertos con mosaicos de hospital y decorados con colores vomitivos. Annie estaba estirada en la bañera y tuve la impresión de meterme en un spot publicitario; dos pequen ños hombros redondeados, el agua azul y burbujas de espuma que! rebasaban los bordes.

– Bueno -dije-, aquí estoy, cuando quieras…

Se echó a reír y se puso a cuatro patas. Su espalda emergió como una isla, con pequeñas olas que le lamían las caderas. En realidad apenas me permitía verle gran cosa; sólo podía imaginar sus tetas apuntando hacia el fondo y su vientre liso como el casco de un barco de regatas. Recuerda que te vigila, pensé, olvida todo esto. Me enfundé el guante, empuñé la pastilla de jabón, le froté la espalda y no logré ahuyentar mis ensoñaciones.

No sé cómo ocurrió, pero mi brazo se enredó con la cadenilla. Oí BROOOEEUUUU, la bañera empezó a vaciarse, vi que el nivel descendía y que las burbujas explotaban en su piel. Mierda, dije, pero me quedé inmóvil con un ojo fijo en su mata de pelos nevados, mientras ella extendía nerviosamente la mano hacia la toalla. Le di lo que buscaba, y cuando llevado por mi impulso quise secarle la espalda, me encontré con mis dos manos aferradas a sus caderas. Me había olvidado de todo.

– Bueno, oye, ¿qué te pasa? -me preguntó.

La luz, el silencio, las plantas verdes, la toalla húmeda, las gotas de agua en el suelo, el calor, las noches interminables, todo me llevaba a forzar un poco la suerte.

– Mierda -dije-, ¿qué hacemos?

Se echó a reír, no tardaba nada en comprender.

– ¡¿Qué quiere decir eso de qué hacemos?!

– Que si tengo que enjuagar unos cuantos platos, o tengo que preparar unas tapas, o montar la nata, o qué…

– Voy enseguida -dijo.

Bajé de nuevo y fui al jardín a tomarme una copa en solitario. No era fácil escribir una novela y a la vez ocuparme de mi propia vida; había tenido dificultades para manejar ambos asuntos en el mismo frente y desde hacía cierto tiempo mi novela era la que quedaba mejor parada; me sorbía toda mi energía. Lo dejaba así, me había pasado lo mismo con las anteriores y a fin de cuentas lo había superado. A veces me venían ganas de mandarlo todo al diablo, sobre todo al anochecer, después de haberme pasado todo el día clavado en una silla espiando el menor ruido. De todo el asunto se des-Prendía un dulce cansancio, y no me gustaba; habría preferido algo más brutal, algo que hubiera podido arrancarme con las manos; pero aquello era casi imperceptible, una verdadera mierda, y había que esperar a que pasara. En general, tenía tiempo de tomarme unas cuantas copas.

Poco después fueron llegando los demás, en pequeños grupos. La casa se fue llenando y mi estado de ánimo viró al rosa como si fuera papel tornasol. El sonido de las conversaciones me hacía! bien, y lo demás no era sino un montón de hojas colocadas bajo mi máquina de escribir, al menos hasta la mañana siguiente.

Todo iba bien y llegó Nina. Estaba sola y me pareció un poco pálida. Le lancé una mirada furibunda a Yan, pero hizo como sil no estuviera al corriente. Por supuesto. Me pregunto cómo podría haber hecho para no acercarme a ella; me pregunto si hubiese servido de algo romperme las dos piernas o que me clavaran al suelo. Supongo que no. Tomé una copa al paso y se la llevé.

– Fíjate -le dije-. Me parece que no tienes demasiado buen aspecto, ¿estás enferma?