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– Lo mejor es que no te conozco en absoluto. Por eso tengo ganas de hablar contigo, me parece realmente fácil.

– Creo que he perdido esa frescura de alma -dije-. Pero te comprendo. Yo ahora hablo solo, así no jodo a nadie.

– ¿Quieres decir que ya estás harto? -me preguntó.

– Bueno, estoy cansado.

– Vale, te dejo. Pero de todas formas quisiera tener tu opinión acerca de una cosa.

– A ver, ¿cuál es el problema?

– ¿Tiene sentido la vida?

Me estiré hacia atrás, sobre la cama, y encendí un cigarrillo. Puta mierda, esperaba de mí algo profundo y eso no era mi especialidad, yo era un tipo aéreo y sabía que era necesario que no fallara el golpe. Inundé la habitación con una nube de humo azulado, con la vista fija en el techo:

– Por supuesto -afirmé-. Me cago en la puta, claro que sí.

14

Me desperté hacia las diez, con la cabeza un poco pesada. Había dormido mal debido al calor, y quizás también porque lo había hecho completamente vestido. Había soñado que mi habitación estaba invadida de flamencos rosados, y que un nido de crótalos o algo de ese tipo bloqueaba la salida. Una especie de pesadilla coloreada y absurda. Me levanté y no encontré a nadie en la casa. Era lo mejor que podía pasarme. Salí, y atravesé el aparcamiento sin que sonara ni una voz a mis espaldas. El aire permaneció puroy sedoso mientras me instalaba en el «Mercedes». Maniobré lentamente, con gestos pausados, di media vuelta frente a la barrera) me largué evitando mirar al retrovisor.

Rodé durante algo así como una hora, conduciendo nerviosamente por pequeñas carreteras rurales. Puede ocurrir que el mundo te abra los brazos y que no sepas demasiado bien qué hacer, es una chorrada pero puede ocurrir. En general, ese tipo de pequeñas escapadas me sentaban bien, traían jaleos con Nina pero no podía evitarlos; y casi siempre volvía con la moral en lo más alto y sabía hacerme perdonar. Al principio, ella creía que yo desaparecía para ir a joder por ahí, pero se colaba y había terminado por admitirio, lo que no significaba que le gustara excesivamente. Yo no habría dicho nada si ella hubiera hecho lo mismo, simplemente habría apretado las mandíbulas. Bueno, al menos eso es lo que creo, no soy imbécil y supongo que a veces ese tipo de cosas deben de ser duras para todo el mundo.

Me entretuve machacando los neumáticos en las curvas, incluso intenté darme miedo, pero la verdad es que no ponía el corazón en el empeño. No sabía si tenía ganas de regresar o no, y no dejaba de bostezar.

Me detuve en un chiringo siniestro para tomarme un café. Había bastante gente, tipos en chandal y tías excitadas que berreaban alrededor de ellos. Los tipos estaban colorados de sudor y las mujeres iban brutalmente maquilladas. Me fui a beber mi café a una mesa del fondo, mientras ellos gritaban y bebían en el bar como si el mundo entero les perteneciera. De cuando en cuando los tíos me mandaban una mirada reluciente con una chispa salvaje; es posible que leyeran mis pensamientos o que los desorientara la turquesa que llevaba en la oreja. En cuanto a las tías pasaba lo mismo, salvo que debían de haber visto mi coche y algo del cacharro las excitaba, en una especie de atracción viciosa por el lujo. Adoptaban poses en el bar y se sentaban en los taburetes hundidas por el calor, el ruido y el alcohol, impulsadas por la prisa de mandar aquella vida a hacer puñetas. Era un buen ambiente. Dejé unas cuantas monedas encima de la mesa, y me fui sin esperar a que terminara el programa.

Me pasé la tarde en el coche, con la radio a tope, sin preocuparme del paisaje y totalmente distanciado del mundo. No sentía nada de nada. Me había detenido justo al borde de una carretera y había comprado diez kilos de melocotones a un chorbo. Eran unos melocotones blancos con una cara abofeteada por el sol, y tiraba los huesos en todas direcciones para plantar árboles. Cuando el cielo viró hacia los malvas, tenía el vientre hinchado como un odre y la soledad me había agotado. Entonces no pude resistirlo más y di media vuelta.

Llegué a casa de Yan hacia medianoche, bajo un cielo estrellado. Llamé a su puerta. Veía la luz arriba y esperé. En su bar hacía lo que quería, nunca podía saberse si trabajaba o si había decidido quedarse en casa, el asunto dependía de su humor, y dependía también de que su madre le mandaba regularmente un buen pastón. Las partidas de póquer sólo le servían para comprarse cigarrillos y para jugar al tipo que gana dinero; pero, claro, es raro que alguien no tenga un par de pequeños problemas que resolver para simplificarse la vida. Al cabo de un minuto retrocedí y busqué algo en la acera. Tiré a los cristales lo primero que encontré. Una piel de plátano atraveso los aires como una medusa apergaminada y desapareció en la habitación. Comprendí que la ventana estaba abierta.

– ¡¡MIERDA -vociferé-, GUARDA ESE TIPO DE BROMAS PARA OTRO!! ¡¡ÁBREME!!

Volví a la puerta, e hice retumbar toda la casa como si fuera un tambor. Al final abrieron. No era Yan, sino su amiguito, torso desnudo y blanco como un muerto, con la mirada turbia. Lo empujé y entré.

– ¿Y Yan? ¿No está? -pregunté.

Se quedó agarrado a la puerta y la cerró como si pesara tres toneladas. Así, de repente, pensé en un «Mandrax» acompañado de unas cuantas copas.

– Pareces fresco -le dije-. ¿Estabas mirando la tele?

Fue hasta la cocina apoyándose en las paredes. Lo seguí. Se derrumbó en una silla con una mueca espantosa. Cogí una cerveza de la nevera y me senté delante de él.

– ¡Eh! -le dije-. Trata de hacerme una señal si me oyes. Golpea la mesa con la cabeza, por ejemplo.

– Deja ya de fastidiarme. Estoy solo.

Me bebí mi cerveza a sorbos, balanceándome en mi silla, mientras él se estremecía y se acariciaba los brazos. Evitaba mirarme con sus grandes ojos maquillados.

– ¿Yan está en el bar?

Asintió con la cabeza y después se levantó precipitadamente para llenarse un vaso de agua. Abrió el grifo y oí que el vaso se ron pía en el fregadero. Al cabo de diez segundos se volvió hacia mí con la mirada enloquecida y su boca se torció.

– ¡¡MAMÓN!! ¡¡ME HE ABIERTO LAS VENAS!! -vociferó.

– ¿A quién has tratado de mamón, colega?

– ¡¡MIRA, FÍJATE!! ¡¡ME SALE SANGRE!!

Era verdad, aquel gilipollas debía de haberse cortado con algún trozo de vidrio, yo veía que la sangre le corría por el brazo. Empezó a vociferar y a lloriquear, con el brazo extendido por encima de la cabeza. No podía ser demasiado grave, pero yo imaginaba lo que el niñato sentía; las porquerías que se había tomado debían de transformar aquel hilo de sangre en una visión horrible. Me adelanté hacia él; pero empezó a berrear aún más fuerte:

– ¡¡¡NNNOOOO!!! ¡¡NI SE TE OCURRA INTENTAR TOCARME!!

Lo agarré por el pelo y lo arrastré como pude hasta el cuarto de baño. Él chillaba, yo resoplaba y por supuesto encontró el sistema de restregarse contra las paredes y dejarlo todo manchado de sangre. Seguro que a Yan le iba a gustar la bromita.

Cerré la puerta con llave y, mientras él se caía de rodillas al lado de la bañera y se sorbía los mocos, investigué en el botiquín. A continuación cogí su brazo herido y se lo limpié bajo el chorro de la ducha. Era un buen corte, en la mano, de plano en la línea de la vida. Le hice un vendaje y se calmó. Simplemente me miraba con aire estúpido.

– ¿Qué, va mejor la cosa? -le pregunté.

– Nnaa… tengo la mandíbula bloqueda…

– ¿Qué estás diciendo?

– No puedo hablar. Me duele.

Se apoyó en la bañera, con los músculos agarrotados y agitado por pequeños temblores. Me quedé acuclillado a su lado, y lo miré preguntándome qué iba a hacer con él. Se dejó resbalar sobre la alfombra de toalla cerrando los ojos, con los brazos entre las piernas:

– Nunca me había sentido tan mal con el ácido -soltó.