– Si quieres, puedes quedarte unos cuantos días -dijo el viejo. -No sé, ya veré, depende…
– ¿Y de qué depende? -me preguntó-. ¿Depende de la pasta?
– No -le dije.
– Entonces es que tienes algo más que hacer, ¿no?
– No, no especialmente.
– ¿Entonces, de qué depende?
– Depende de por dónde me dé. Depende de que el cielo me envíe una señal.
Soltamos al VW en el aparcamiento, dejamos que el tipo se las apañara con su carburador y, por lo que respecta a la historia del parachoques, el viejo le dijo que la reserva estaba cerrada, que volviera mañana y harían todos los papeles. No quería ni oír hablar de nada cuando terminaban las visitas, así que plantamos al tipo, entramos en la casa y cerramos la puerta con doble vuelta de llave.
La chica había preparado una tortilla y ensalada, y nos sentados rápidamente a la mesa. Me tomé varias cervezas seguidas y pronto estuve a gusto. No tuve conciencia de que pasaba la velada, aunque el viejo era un verdadero fanático del jazz y se empeñó en hacerme oír todos sus discos. Por supuesto es el tipo de música que no aguanto y yo trataba de hacérselo entender, pero el tipo, ese viejo rescatado de la beat generation, hacía oídos sordos; había encontrado el sistema perfecto para tocarme los cojones. Sólo lograba calmarme chupando sin cesar pequeños cocodrilos de vientre blanco, y la chica estaba hundida en un sillón con una pila de revistas sobre las rodillas.
De cuando en cuando ella levantaba la vista y me miraba. Me parecía agradable que me mirara así una chica de dieciocho años, una escolar atraída por el misterio del Sexo, mirándote directamente a los ojos con una mezcla de temor y de arrogancia. Ese tipo de chicas se creaban un mundo mágico y todo eso podía ser de un raro refinamiento, pero el problema es que todo se estropea cuando ellas aprenden a conocernos.
El viejo me hacía bostezar con sus cacharros y para luchar contra el sueño empecé a imaginar cosas espantosas. Me dije imagínate que Nina coge un cabreo enloquecido y que tira tu original por la ventana. Casi podía ver las hojas volando por la calle negra, enrollándose en los cables de la electricidad, y esa imagen me despertó por completo. Me levanté sacudido por estremecimientos y empecé a caminar nerviosamente por la habitación. Trabajaba en ese libro desde hacía más de un año y cada página representaba un trabajo considerable porque había conseguido un estilo nerviosoy etéreo, silbante como una cuchilla, la primera escritura aerodinámica con líneas de majestuosa pureza, lisas como bolas de carburo de tungsteno, y todo eso no me caía del cielo sino que incluso me hacía doblar las rodillas. Lamentablemente, en la actualidad ya nadie se interesa por el estilo, y eso que es lo único que cuenta. Afortunadamente hay gente como yo que trabaja duro, que permanece en la sombra, aunque el hecho de que las cosas sean así me parece realmente un asco. Al menos, podrían pagar bien…
Me acerqué a la ventana para airearme las ideas. El tipo seguía en medio del aparcamiento, metido en el motor del VW como si fuera la boca de un hipopótamo, y la mujer dormía en el asiento de lantero, con la cabeza caída hacia atrás. Sí, la vida está llena de imágenes horrorosas; no siempre es fácil, en la noche, poder entrar en una habitación y sentarse en el borde de la cama para desabrocharse tranquilamente los cordones, y a continuación deslizarse entre las sábanas y mirar al techo con el corazón ligero.
El viejo nos deseó buenas noches y la chica me dijo si quieres puedo enseñarte tu habitación. Le dije sí, y al pasar cogí una última cerveza; no tenía ningunas ganas de que me despertaran a media noche los aullidos de las hienas o las risas de los monos.
La chica me condujo hasta una habitación situada al fondo de un pasillo. Inmediatamente fui a comprobar si la cama era del tipo adecuado, es decir, no demasiado blanda, porque no estoy en contra de una cierta rudeza. Era perfecta aquella cama, así que me estiré con la sonrisa en los labios, pero la chica se quedó en el marco de la puerta. Crucé las manos detrás de la cabeza para ver lo que iba a venir.
– No estoy cansada -dijo ella-. ¿Qué te parece si jugáramos a algo?
Temí comprender y me incorpore apoyándome en un codo.
– ¿Estás pensando en una partida de dominó? -pregunté.
– Sí, si te parece. O de ajedrez.
– No, estoy demasiado reventado. Trae el dominó.
Fue a buscar las fichas y nos instalamos encima de la cama. Encendí un cigarrillo mientras ella mezclaba el juego y yo tenía mi cerveza bien sujeta entre las piernas; sólo faltaba un poco de música para que la cosa fuera perfecta. No existe en el mundo un juego más relajante que el dominó, sobre todo si se juega con cierto distanciamiento.
– ¿Te gustaría un poco de música? -preguntó ella.
– Sí, cualquier cosa excepto jazz.
Se levantó y volvió con un magnetófono y una pila de casettes.
– ¿Supertramp? -preguntó.
– Tampoco conviene exagerar -dije yo.
– ¿Fela?
– Perfecto. Para empezar ahí va el doble seis.
Hicimos unas cuantas partidas en silencio, absortos en el juego y en la música. Las fichas se alineaban en los pliegues de la colcha. La cosa era un poco confusa, pero la chica jugaba bien y yo no pensaba en nada, a veces la noche empieza con una pendiente suave. Rebebía tranquilamente mi cerveza mirando el techo cuando ella me preguntó:
– ¿Qué edad tienes?
– Tendré treinta y cuatro el mes que viene.
– ¿Se ha adelantado algo a los treinta y cuatro?
– No, creo que no…
– De verdad, no puedes ni imaginarte qué mierda me parece esta vida.
– Es un buen principio. Es una prueba de que tienes buena salud.
– Quisiera encontrar algo que me mantuviera en pie, algo que, realmente valiera la pena.
– Es una carrera enloquecida en la soledad helada -comenté.
– No es ninguna broma…
– Claro que no, pero es más aconsejable mantenerse a cubierto. Mira a tu alrededor, ¿crees que la gente se preocupa por saber si la vida tiene sentido? No, evidentemente no, lo que les interesa es protegerse de los golpes duros, aprovechar el máxime tiempo posible y pensar lo mínimo. Por eso vivimos en un mundo duro, con escaparates llenos de mierda y calles vacías que no llevan a ninguna parte.
– ¡Mierda, me cortas todas las salidas!
– Sí, lo jodido de la cerveza es que nunca sabes si tienes que llevar un cazamariposas o una bazuca. La verdad es que la cosa no está tan negra, pero hay que saber liberarse un poco. Creo que, a fin de cuentas, no soy un tipo desesperado.
Ella pareció desentenderse de la conversación y suspiró mirándose las manos.
– ¿Tú crees que la vida tiene sentido? -me preguntó.
– Un día mis piernas ya no me aguantarán -contesté-. Una enfermera me llevará al fondo del jardín, y me pasaré días enteros con la mirada inmóvil, babeando bajo un rayo de sol blanco.
Puse las fichas boca abajo y las desparramé por la cama.
– Fíjate -continué-, no creo que pueda ayudarte demasiado. Cuando veo a toda esa gente de tu generación corriendo furiosamente a la caza de un trabajo y haciéndoseles la boca agua ante LA SEGURIDAD, me pregunto si no sería mejor detenerse ya. De lo contrario, no vengas a buscarme dentro de diez años, cuando tus amigas se vayan a practicar deportes de invierno, y tú te quedes sola en una habitación congelándote el culo con montones de facturas sin pagar. También hay que ver ese lado del problema.
– Sí, pero no puedo liquidar los deportes de invierno. Ni las playas. Y no tengo ningunas ganas de tener un coche grande ni una casa inmensa; ¿sabes?, me fastidiaría mucho desear lo mismo que todo el mundo. Me daría miedo.
– Eres una especie de extraterrestre -le dije.
– Ya vale, no me tomes por gilipollas.
– No te lo creas -le dije-. Pero si fuera tu padre, pensaría «Mejor que ese tipo se la tire antes de que la destruya con sus ideas de mierda sobre la vida».