Mi humor mejoró. Había encontrado un amigo. O eso creía. No confiaba mucho en él, pero al menos experimentaba una sintonía, una misma manera de percibir las cosas y entender las situaciones, que no había conocido desde Mónica, y que, desde luego, Caitlin no me proporcionaba. Siempre que pasaba por la cafetería de la facultad el corazón me latía un poco más deprisa, acelerado ante la perspectiva de ver aparecer su pelo amarillo y sus camisetas naranjas.

Me hablaba tanto de la música que le gustaba que consiguió despertar mi curiosidad. Desde Mónica, yo no había conocido a nadie que mostrara semejante avidez por la música, tamaña curiosidad por estar a la última, por no perderse una sola nota de lo que salía al mercado. Me hablaba del jungle que escuchaba al levantarse, para animarse, del trance que acompañaba sus lecturas, del lounge que bailaba a veces solo en casa. No entendía nada, pero me gustaba.

No sé qué hacía Ralph cuando no estaba conmigo. Desconozco en qué empleaba sus noches, porque apenas me hablaba de su vida privada, y jamás se refería a lo que hacía o dejaba de hacer cuando yo no estaba a su lado. ¿Cómo serían sus viernes y sus sábados por la noche? Jamás me lo encontré en ninguno de los clubes que frecuentábamos, ni en los gays ni en los mixtos, y eso que iba con los ojos bien abiertos desde que lo conocí, prestando especial atención a cada punto naranja que intuía en la penumbra de aquellos clubes sombríos y apagados… Una de las cosas que más echaba de menos en Edimburgo eran los bares de diseño. Los clubes que conocí, en comparación, me parecían tristes como un funeral lluvioso, por mucho que contásemos con los mejores DJs del mundo. Quizá existiera en la ciudad alguno un poco más refinado, pero si ése es el caso, yo no lo he pisado. La última vez que noté la mano de un decorador fue en Madrid, hace cuatro años.

Hace cuatro años nos gustaban los bares, y nuestras prioridades eran muy básicas. Ya podía perseguirnos un comando neofascista, ya podía caer la bomba atómica, que nosotros no íbamos a dejar de salir de marcha. Estaba claro que nos tocaba cambiar de aires porque lo lógico era que los de la CEDADE nos buscasen por el recorrido habitual de Coco. Así que nada de Iggy, ni de Vía, ni de Metralleta aquella noche. Nos fuimos a un bar de copas de la Castellana.

Era un bar caro, para gente cara, y eso se apreciaba nada más poner un pie en el local: luminosidad y decoración elegante, barra brillante, superficies curvilíneas, taburetes de patas espiraloides diseño Philip Starck que tenían aspecto de ir a derrumbarse en cualquier momento si alguien se sentaba sobre ellos. La luz azulada del neón confería un aire espectral a caras familiares de gente cuya existencia diurna se resumía en una etiqueta: diseñador, artista, cantante, modelo, conde.

– Este sitio es un muermo -se quejó Mónica.

– A mí me mola -dijo Coco.

– A ti te mola cualquier cosa que parezca cara. Eres un hortera, y canta muchísimo que eres de Carabanchel -replicó ella.

– Te advierto que mi viejo está forrado.

– Qué coño tu viejo, si tu vieja es viuda.

– Te equivocas. Eso dice ella. Soy hijo ilegítimo. Se quedó preñada del señorito de la casa en la que servía y para quitársela de en medio la familia le soltó un mazo de guita. Con eso es con lo que montó la panadería.

– Hala, no os peleéis, que el sitio mola, a su manera -corté yo-. Y además, no está mal variar de vez en cuando.

Y para demostrarlo me dirigí a la pista.

Unos bultos irreconocibles se agitaban allí, y sobre ellos unos altavoces esparcían un fondo de música salsera que a pesar de ser bastante predecible, o quizá precisamente por ello, incitaba al baile. Cerré los ojos y me dejé llevar por el sinuoso ritmo de las maracas en mi cabeza, contoneando elípticamente las caderas y los hombros, precisa y oscilante como un metrónomo. Al rato alguien me tocó el hombro y me di la vuelta. Mónica.

– Sígueme -me susurró al oído-. Tengo algo para ti.

Avanzó por delante de mí agitando sus caderas con movimientos eléctricos y la multitud se abrió a su paso, como las aguas se separaron a la orden de Moisés.

Alcanzamos a Coco en la puerta del cuarto de baño de tíos. Los tres ocupamos una cabina y cerramos la puerta. Mónica se sentó en la tapa del váter, sacó del bolso heroína, una cucharilla, un mechero y una jeringuilla. Al principio no entendí a qué venía toda esa parafernalia.

– No me digas que te vas a pinchar -exclamé, atónita, cuando caí en la cuenta de qué iba la cosa. Me explicó que por lo general evitaba pincharse porque sabía que las marcas de los brazos la delatarían, pero que en realidad, prefería inyectarse heroína a fumarla, ya que «ponía» mucho más. Depositó un poco de heroína en la cuchara, calentó la base de ésta con un mechero, y cuando la heroína se fundió la absorbió con la jeringuilla.

– ¿Quieres probarlo? -me dijo.

– Ya sabes que no.

– Tú te lo pierdes.

Se la pasó a Coco. Coco se inyectó primero y ella después. No tardaron ni tres minutos. Yo desvié la cabeza intentando evitar el espectáculo, que me parecía bastante grimoso. Lo que no entendía era por qué Mónica se empeñaba en convertirme en la espectadora de todas sus transgresiones (el atraco, la excursión a la Celsa, sus picos…). Quizá me necesitaba como obligado contrapunto, quizá quería convencerme de que la siguiera en aquel descenso vertiginoso. En mitad de estas reflexiones alguien se puso a aporrear la puerta como loco. Mónica salió abrochándose el sujetador, intentando fingir que lo que hacía en el cuarto de baño no tenía nada que ver con las drogas sino con el sexo. Fuera nos esperaba un tipo trajeado, enorme, con musculatura de cibercop y expresión de asesino a sueldo, que agarró a Mónica del brazo, la sacó del baño y la arrastró por toda la discoteca. Coco y yo le seguíamos estupefactos, y a punto de alcanzar la puerta, comprendimos lo que sucedía.

– Tío, pero ¿qué coño estás haciendo? -dijo Coco.

Por toda respuesta, el gorila cogió a Coco por el cuello, que se zafó con violencia. Entonces el gorila le empujó contra la puerta y la cara de Coco se golpeó en el marco. Como respuesta Coco le dio un codazo en la barriga. El tipo le empujó y Coco cayó de espaldas sobre la acera.

– No quiero veros más por aquí -dijo el grandullón, y cerró la puerta acristalada del local en nuestras narices.

Nos sentamos en un banco y discutimos a dónde ir. Yo opinaba que deberíamos ir al hotel. Coco argumentaba que era demasiado pronto, que la noche era joven, y Mónica no decía nada, se limitaba a fijar los ojos turbios en un punto indeterminado. Al final yo propuse un sitio: el Miami, una discoteca bakalao que abría precisamente a las tres (eran las tres menos diez), y a la que había ido alguna vez con Mónica. La frecuentaban hordas de pijos jovencitos y nos resultaría fácil vender las pastillas. A Coco le pareció una buena idea. Conocía el sitio y se llevaba bastante bien con una de las camareras, con lo que teníamos garantizadas copas gratis.

– Me alegra ver que empiezas a tomar decisiones por tu cuenta. Estás creciendo, nena -dijo Coco.

– Me parece que tú ya la encuentras bastante desarrolladita. No creo que le haga falta crecer más -añadió Mónica con una voz tenebrosa que nos sobresaltó, y que parecía surgir de lo más profundo de su garganta.

Cuando llegamos al Miami, Coco se dirigió directamente a la barra a charlar con su amiga la camarera. No sé cómo pudo contarle nada, porque el fragor del bakalao impedía cualquier conversación medianamente coherente, pero de alguna manera se las arregló para informarle de que teníamos éxtasis, para que hiciera correr la voz.

Acto seguido sugirió que fuéramos al baño para hacernos unas rayas. El numerito que acabábamos de protagonizar no parecía haberle escarmentado. Aquello empezaba a parecerse a un ritual. Métete en una cabina, haz unas rayas; las de Bea y Mónica, de cocaína, la de Coco, cortada con heroína. Aspirar, aspirar. Un leve estremecimiento en la nariz, una corriente eléctrica disparada al cerebro. Reconocí la navaja automática con la que Coco cortó las rayas. La misma que Mónica le regaló.