Yo extraje desde el principio una conclusión poco esperanzadora: que la batalla estaba perdida de antemano, que no encontraría allí lo que iba buscando, y decidí dejarme vencer por el sopor que me invadía en cada clase sin esforzarme ni implicarme demasiado. Mis compañeras comenzaron a ignorarme en cuanto vieron que no conseguían atraerme a las reuniones extraacadémicas. Algunas de ellas eran habituales del bar de Cat y yo deseaba imaginar que advertía en sus ojos un punto de envidia recelosa.

Seguía adelante con mis estudios, sin embargo, porque mi beca exigía unas buenas notas y porque sabía que mi única posibilidad de retornar a Madrid algún día con suficientes cartas en la mano como para hacer una buena jugada de mi vida futura se cifraba en un título académico en condiciones. No me resultaba difícil, además, destacar. Me limitaba a sentarme frente al ordenador y ponerme a escribir todas las tonterías que se me pasaban por la cabeza. Si me veía apurada, inventaba fechas y datos con la mayor naturalidad. Mis ensayos estaban esmaltados de frases de una grandilocuencia altanera que entusiasmaban a mis tutores. Redactaba elucubraciones sembradas de citas diversas para demostrar mi condición de estudiante culta, leída y escribida; me esmeraba redondeando las conclusiones, desarrollando ideas que sabía que gustarían a mis profesores y que yo, secretamente, consideraba estupideces supinas. Me sentía una farsante. Sabía que no daba de mí ni la mitad de lo que hubiera podido ofrecer. Pero también me asaltaban dudas sobre mis propias capacidades. Si les gustaba tanto lo que hacía, que a mí no me gustaba en absoluto, ¿les gustaría tanto lo que hubiese hecho si hubiese trabajado en serio en mis ensayos, si hubiera sido eficiente y honesta? Quizá no. Quizá más valía dejar las cosas como estaban, seguir copiando frases de otros y guardando para mí mis propias opiniones. Seguía leyendo libros y más libros y escribiendo aquellas tonterías pretenciosas que embelesaban a mi profesora. Me sentía inflada y vacía como un globo, y me parecía que podría explotar en cualquier momento.

En casa no teníamos ordenador y me veía obligada a usar los de la Universidad, así que, a mi pesar, pasaba en aquel edificio gótico mucho más tiempo del que hubiera deseado. Comía en el comedor de estudiantes replegada en una esquina, procurando no llamar mucho la atención, incómoda en medio del bullicio académico, y se me hizo inevitable, a mi pesar, conocer a alguna gente. Antes o después se sentaban a mi lado y se presentaban. Yo procuraba ser amable y correcta, pero tampoco les daba la menor oportunidad de enzarzarse en una conversación. Normalmente no volvían a sentarse a mi lado, y al día siguiente les veía merodear por el comedor, bandeja en mano, en busca de una compañía más animada. Me gané fama de antipática. Era consciente de ello, pero tampoco me importaba gran cosa. Pensaba que la única manera de seguir adelante era no relacionarme demasiado con la gente, no exponerme a que me conocieran, a que me despreciaran más tarde por ser tan distinta. A que me hirieran, en suma.

Con el tiempo acabé por fijarme en un individuo que, a primera vista, resultaba diferente al resto. También él solía comer aislado, escondiendo la cabeza tras un libro; tampoco él parecía interesado en relacionarse. No era demasiado guapo, es cierto, pero se me hacía interesante. Se trataba de un tipo de edad indefinida, demasiado moderno para haber llegado a la treintena pero con un rostro excesivamente vivido para los veintitantos. Fornido, rotundo, no demasiado alto, tenía cierto aspecto de jugador de rugby, con aquel cuerpo cuadrado y sólido. Llevaba el pelo muy corto, al uno, teñido de un rubio platino insolente que dejaba ver las raíces negras, y los rasgos de su cara eran tan compactos como sus propios miembros: nariz chata, labios carnosos, ojos hundidos, cejas excesivamente próximas entre sí. Cuando leía, fruncía el ceño con expresión de concentración y una única ceja le atravesaba la frente. De vez en cuando alzaba los ojos con expresión ausente, como buscando una idea dentro de su mollera, y al cabo de un minuto volvía a su lectura con interés renovado. Me gustó un detalle familiar que me hizo sentir una inmediata simpatía por su persona: miraba por encima de sus gafas igual que hacía Mónica.

Me llamó la atención el hecho de que siempre llevaba puesto algo naranja. Tenía varios canguros, chándales de esos que llevan una capucha, todos ellos con diferentes motivos impresos en la espalda o en el tórax. El canguro era naranja, o la camiseta era naranja, o los calcetines eran naranjas, el caso es que siempre había un punto de luz en su indumentaria. El pelo cortado al uno, rematado con un copete a lo Tintín, y los canguros de colores brillantes me recordaban a los chicos que pululaban por el local donde trabajaba Cat, y desde el principio supuse que aquel chico era gay. Al cabo de un mes empecé a pensar que me apetecía conocerle, porque me asaltaba la corazonada de que podríamos tener mucho en común.

Ya llevaba casi un año en Edimburgo, y no tenía un solo amigo aparte de Cat.

No sabía cómo establecer contacto, porque era evidente que él no era del tipo de los que se sientan a tu lado en el comedor, y yo no me sentía capaz de dirigirme directamente a él y presentarme; pero de algún modo debió de captar mis miradas insistentes y cayó en la cuenta de que despertaba mi interés. Una mañana gélida de enero en la que la escarcha formaba carámbanos en las ventanas del comedor, coincidimos el uno junto al otro en la barra del buffet, quiero pensar que no fue casualidad, con nuestras bandejas respectivas. Nos sonreímos tímidamente e intercambiamos frases banales sobre la nula calidad de la comida. Yo dije que ya estaba harta de patatas y que echaba de menos las ensaladas de mi casa, y eso le dio pie a preguntarme, tal y como yo esperaba, de dónde venía. Mencioné Madrid. Nunca he estado allí, dijo él. ¿Está bien? Asentí sin mucho entusiasmo con un escueto movimiento de cabeza porque no quería hacerle un menosprecio a su ciudad, y no quise hacerle saber, puesto que no le conocía, lo maravillosa que era la mía, lo mucho que la echaba de menos.

Hubo más encuentros después del primero. Medidos, controlados. Cada día nos demorábamos unos segundos más en nuestra conversación de circunstancias. Con el tiempo nos fuimos acercando el uno al otro, muy lentamente, tanteando el terreno. No es que yo esperase impaciente su llegada al comedor, pero el corazón se me alegraba cuando entreveía de lejos un borrón naranja, que al cabo de un rato se desdifuminaba y se convertía en su figura. A veces se acercaba a hablar conmigo; otras se dirigía directamente a su rincón. Luego yo empecé a adquirir confianza y me dirigía a él, socarrona, haciendo bromas sobre sus camisetas y su pelo, que él encajaba con deportividad e inteligencia. Le expliqué que en España el naranja era el color de las bombonas de gas. Él me explicó que lo llevaba porque era el color de Detroit, de la música industrial, del techno, y porque, qué narices, a él le gustaba. A mí también. Me parecía que nos venía bien una nota de despreocupada estridencia en aquel paisaje monocromo -agua, bruma, nubes, sombras, hiedra y musgo- del Edimburgo invernal.

Se llamaba Ralph. Estudiaba historia del arte. Nos hicimos amigos. Al cabo de un tiempo sabíamos, sin necesidad de citas ni de acuerdos, a qué hora podíamos encontrarnos, y descubrimos que teníamos un sentido del humor muy similar. Nos encantaba hacer bromas sobre los diferentes subgrupos que pululaban por el comedor: los estudiantes de filosofía, perillas y vaqueros raídos; los de medicina, cardigans de lana y gafas de concha; los de cine, microjerseys y adidas setentonas; los de arte, aquellos esnobs que comían el arroz con dos pinceles a modo de palillos. Y las de mi grupo de estudio, pelo corto, botas militares y diez kilos de más. Ralph podía crucificar a cualquiera con una sola frase, y su lengua afilada no conocía excepciones: se reía de todo y de todos. También la tomaba conmigo a veces, y entonces le daba por hacer bromas sobre mi acento, o sobre mis problemas con las eses. Darling, decía, ad yu gonna take the baz?, imitando amaneradamente mi deje madrileño.