– Tengo una idea mejor. Confía en mí. Pagamos, salimos de allí, cogimos un taxi y Coco le indicó al conductor que nos llevara a la calle Libertad.

Era un hotel extraño, con una entrada diminuta en la que un cartel advertía «Este hotel dispone de alarma conectada directamente con la policía». Al entrar, sin embargo, se accedía a un vestíbulo bastante amplio y suntuoso, recargado en exceso y de un gusto chillón. El suelo imitaba al mármol y el mostrador de la recepción a caoba. A la derecha había un tresillo forrado de terciopelo rojo y tras él se abría una escalinata rematada por un pasamanos de bronce pulido. Aquel escenario no presagiaba nada bueno. Un conserje que vestía una librea rococó bastante ajada dormitaba en el mostrador, entre llaveros y teléfonos silenciosos. Coco se dirigió hacia él con gesto seguro y anunció su intención de reservar una habitación. El tipo nos dirigió a Mónica y a mí una mirada suspicaz.

– ¿No serán menores de edad, verdad? -preguntó el portero a Coco, señalándonos con un gesto de la cabeza.

Yo me sonrojé y Mónica se limitó a sostenerle la mirada sin el menor asomo de rubor. Coco negó con la cabeza y firmó con aire indiferente el comprobante de estancia que el conserje le acercó.

– Habitación 313 -le informó el tipo con voz monocorde y rictus impasible-. Ésta es la llave. Tercer piso.

No me atreví a decir que a mí una habitación con dos treces me sonaba a malhadada. Entramos en el ascensor y las puertas se cerraron a nuestro paso con un quedo susurro.

La habitación era digna de película de Sara Montiel. La cama estaba cubierta por una colcha de seda adamascada, a juego con la moqueta y con los sillones forrados de terciopelo. Unos pesados cortinajes que filtraban la claridad de la calle, bañando la estancia en luz roja. Lo peor de todo: había un espejo en el techo.

– ¡Nos has traído a un meublé! -exclamó Mónica, entre sorprendida y divertida.

– Me sorprende que no lo conozcas. Yo pensaba que una chica como tú conocería todos los hoteles de citas de Madrid -apostillé.

Le pregunté a Coco que de qué conocía semejante sitio. No me contestó, pero explicó que se le había ocurrido llevarnos allí porque, además de no ser demasiado caro, sabía que nadie en aquel hotel pondría reparos a que subiera a dos chicas a su habitación, y aprovechó para sugerir que, puesto que al fin y al cabo teníamos que compartir la cama, podríamos disfrutar la circunstancia para pasar «una noche inolvidable». Mónica se río como si aprobara la idea.

– Ni pensarlo -dije-. Si quisiera alegrarle la vida a sátiros como tú, estaría posando en el Interviú.

– Venga, Bea… Reconoce que lo que te pasa es que eres virgen -me dijo Mónica, riendo todavía.

– Y tú gilipollas -respondí.

Me metí en el cuarto de baño dando un portazo. Estaba completamente revestido de espejos; el baño, el lavabo y el bidé eran de mármol, los toalleros de bronce pulido y las toallas, cómo no, rojas. Lo que faltaba.

El universo posee una extensión de treinta mil millones de años luz, un tiempo y un espacio sencillamente inimaginables para nosotros. Un año solar es el tiempo que tarda el sol en completar una órbita alrededor de la Vía Láctea. Hace tan sólo cuatro meses solares los dinosaurios dominaban el planeta. Si pienso en ello, en lo poco o nada que Mónica significa en medio de esta enormidad inabarcable de protones y neutrones y materia negra, no debe importarme lo que yo sentía por ella, que tanto significó para mí y que en el fondo, no era nada. Mónica casi no cuenta, prácticamente no existe dentro de la Tierra, los Planetas Superiores, el Sistema Solar, la Próxima de Centauro, la Espuela de Orión, la Vía Láctea, el Grupo Local, el Supercúmulo Local… y finalmente del Universo, este universo majestuoso en que las estrellas estallan al morir. ¿No resulta milagroso que un punto infinitesimal cobrase tamaña importancia?; ¿no resulta increíble que en toda una extensión de treinta mil años luz el resplandor que emitía una presencia tan ridícula como Mónica fuese lo único importante para mí?; ¿no resulta alucinante que en ella se concentrase el universo entero?

Mónica me gastaba aquellas bromas sobre mi virginidad porque no era nada tonta, y sabía ver dentro de mí. Ella ya sabía entonces, estoy segura, que a mí me gustaban las chicas, y me pinchaba con la esperanza de que algún día yo acabara confesándoselo. Pero la cosa no se reducía a un término tan simple como que a mí me gustaran o no las mujeres. Me gustaba ella. Ella, sólo ella, reconocible en medio de este monstruoso criptograma cuántico que es el universo. Y si hubiera sido un hombre, me habría gustado también.

Porque importa la esencia. La irrepetible combinación de hidrógeno, helio, oxígeno, metano, neón, argón, carbono, azufre, silicio y hierro que hace a una persona diferente de todas las otras.

Y lo sé ahora, porque años después, en 1995, me acosté con un hombre.

Conocí a Ralph en la Universidad. Había pasado por los dos primeros cursos casi sin enterarme, y sin entablar prácticamente relación con ninguno de mis condiscípulos. El tercer año escogí especialidad: un seminario dedicado a literatura femenina. Había leído en su día a las escritoras que admiraba, a Virginia, a Jean, a Djuna, a Dorothy, a Jane, a Carson, a Sylvia, a Charlotte, a Doris, y supongo que, al principio, igual que me ocurrió con la fe católica en mi infancia, encontré una Causa, con mayúsculas, un objetivo trascendente al que entregarme, una ambición superior a mi propia existencia que traspasara mi rutina diaria con anhelos de inmortalidad. Había esperado encontrarme con personas constructivas y voluntariosas, dispuestas a levantar un proyecto de futuro armadas de entusiasmo y determinación. En su lugar me esperaba aquel ejército de fanáticas que asistían a mi curso, uniformadas en pantalones negros y botas militares, sosas y apagadas, inquietantes como los perfiles de los edificios de la ciudad en la que vivían: mis compañeras. Había ingresado, sin saberlo, en una secta.

No conseguí integrarme, ni al principio, cuando desparramaba a mi alrededor sonrisas y saludos forzados, en un intento desesperado por hacerme con el favor de mis condiscípulas; ni al final, cuando ya estaba sumida en lo peor de mi depresión y no saludaba ni sonreía a nadie. Ellas (y digo ellas porque, que yo recuerde, no había alumnos varones en nuestro grupo) se apiñaban en pequeñas subsecciones, corrillos de dos o tres chicas que se sentaban siempre juntas, que cuchicheaban nerviosas en las conferencias y se ayudaban las unas a las otras a redactar sus ensayos respectivos. El fluorescente de neón suspendido en el techo nos anegaba en una luz marchita que no favorecía a nuestros rostros ojerosos y cansados. En nuestro grupo de estudios debíamos de ser unas quince, y en el aula yo siempre me sentaba en la última fila. Miraba hacia delante y veía lo que me parecía un regimiento de mesas dispuestas en cuatro filas; pequeñas muchachas de negro, inclinadas, de las que únicamente distinguía sus nucas rapadas o alguna que otra coleta estirada como una soga. La incómoda luz vibrante de los neones fluorescentes y la monótona cantinela letánica de la profesora me sumergían en una especie de trance. Pasaban las clases sin que yo me enterase, no era consciente de los temas a debate ni del paso del tiempo.

Todas eran solemnes y vegetarianas y practicaban el yoga y el control mental, y organizaban con devoción de beatas encuentros semanales en los que discutían sobre problemas mil veces examinados, seminarios que versaban sobre temas como La voz femenina, Más allá del mito de la belleza, Sexo, rol y género o Revolución desde dentro, y a los que no lograban arrastrar a nadie, excepto al exiguo grupito de las ya convencidas. No poseían el más mínimo sentido del humor o de la ironía, y sus discursos, repetitivos hasta la saciedad, solían basarse en tediosas acumulaciones de datos, fechas, estadísticas y consignas. Cada una de ellas, metida a oradora, podía hacer alarde de una memoria prodigiosa que hacía las veces de verdadera inteligencia. Me aburrían terriblemente.