Traficar era muy arriesgado. No se consideraba un delito menor, como en Madrid. Día tras día había redadas en Cream, en Taste, en Negotians, en The Honeycomb, en La Belle Angele. Se cerraban unos clubes y se abrían otros, y la clientela seguía en hordas a sus DJs de un local a otro como un pueblo elegido seguiría a su profeta en el exilio.

Entre los que trapicheaban los más listos se hacían de oro y los menos avispados acababan con sus huesos en la cárcel. Cat estaba entre los unos y los otros. Yo fingía no querer enterarme de sus actividades, le repetía una y otra vez que estaba harta de drogas, que ya me había metido en un buen lío en Madrid y no quería meterme en otro en Edimburgo. Pero la verdad es que cada vez nos costaba más llegar a final de mes, así que no me quedaba más remedio que transigir y dejar que la cosa siguiera adelante, por necesidad y porque no quería controlar demasiado la vida de Cat. Sabía que a ella la sacaba de quicio cuando le decía lo que debía o no debía hacer.

Los jueves libraba Cat y solíamos salir. Primero íbamos a Negotians a tomar una copa y charlar con Barry, luego íbamos a bailar a cualquiera de los clubes en los que pinchara Aylsa. Yo me metía un éxtasis y me lanzaba a la pista a diluirme en techno y en MDMA. Baila, olvídate de todo, deja de ser persona, fúndete en esa masa que baila contigo. Deja de existir como individuo, deja de pensar por tu cuenta y dejarás de sufrir, mientras el tiempo sigue desangrándose minuto a minuto. En aquellos momentos entendía por qué los hombres y las mujeres de todo el orbe, pese a todo, se empeñan en creer en poderes superiores a las manifestaciones humanas; y es que en medio de aquella extrema exaltación sentía que me perdía por algunos momentos en una vida superior, divina, que me absorbía y me integraba en ella. Como un lucero al despuntar el día, mi identidad se borraba ante una luz mayor.

Así que los jueves me metía mi pastilla de rigor y el resto de la semana me dedicaba a martirizar al ángel que me la había regalado acribillándole con mis remordimientos fariseos.

Hipócrita de mí. No hacía más que recriminarle a Cat que pasara pastillas, pero luego no me sentía capaz de sobrevivir sin ellas. Me hacían feliz, me hacían olvidarme de mí misma, me hacían querer a Cat, me hacían pensar que la vida merecía la pena. No era la misma sin aquellas ayuditas blancas y redondas. A pesar de todo, nunca me metía más de dos a la semana (jueves siempre, sábado a veces). Sabía que todo lo que sube baja, y que lo peor de cualquier escalada es el descenso.

Necesitaba las pastillas, ya no sabía vivir sin ellas. A veces pensaba en mí misma y en la vida que había llevado y me daba la impresión de que era una mujer marcada que ya nunca podría llevar una vida normal, y que, por mucho que me esforzara, me iba a resultar imposible querer a la gente o sentir la más mínima empatía hacia la mayoría de las personas. Mi cerebro, creía yo, ya estaba tocado y durante el resto de mi vida me acometerían de forma cíclica accesos incontrolables de llanto y descensos drásticos de autoestima. Me sentía como si llevase en mi interior una especie de interruptor que una vez accionado desencadenara lo peor de mí, y que se podía activar de varias maneras, existían diversos métodos para ponerme fuera de mis cabales: los gritos de cualquier tipo, las recriminaciones violentas o las frases desagradables repentinas o aparentemente inmotivadas, del tipo de las que usaba Caitlin cuando perdía la paciencia. Entonces volvía a sentirme como cuando tenía ocho años, y empezaban las lágrimas. A las lágrimas sucedían los hipidos y los sollozos. Después llegaban los temblores. Al cabo de diez minutos me había convertido en un patético guiñapo lacrimoso que apenas recordaba la razón de su llorera. Las crisis podía provocarlas por la menor estupidez. Cualquier día llegaba a casa cansada y de mala leche, con los huesos baqueteados del traqueteo del autobús, y la cabeza aturdida, resonantes todavía los ecos de las preguntas estúpidas de mis alumnos, esos estudiantes acneicos a los que intentaba, sin mucho éxito, colocarles algo de gramática española en los intersticios de sus cuatro neuronas. Llegaba a casa y me la encontraba, como de costumbre, hecha un desastre, y a Caitlin hecha un ovillo en el sofá desvencijado y lleno de lamparones, mirando embobada cualquier concurso de la televisión, con el mando a distancia en una mano y una lata de cerveza en la otra. Le reprochaba su abulia con mi tono más áspero. «¿Es que no eres capaz de hacer algo para ti misma?, ¿es que pretendes seguir malviviendo toda tu vida? Tienes cabeza, joder, y tienes tiempo. Ahora no trabajas ni cuatro noches por semana. Podrías dedicar el tiempo que te sobra a estudiar, a intentar hacer algo para salir de esta vida que llevas.» Ella volvía la cabeza y me clavaba en los ojos su mirada, dos brasas verdosas llameando de ira, y me recordaba que ella también trabajaba y también estaba cansada, y que si lo que yo buscaba era otro tipo de persona ya podía salir a la calle a ver qué encontraba y no empeñarme en hacer de ella otra mujer que no era, que más me valía intentar cambiar de persona que cambiar a una persona. Me acusaba de dominante y de histérica. «No me extraña que nadie te aguante, que mis amigos no te puedan ni ver», decía. «No me extraña que nunca recibas una sola carta desde España. Con ese carácter no me extraña que todo el mundo te haya dado de lado. Lo que me asombra es que yo te haya aguantado tanto.» Y seguía en esa línea, soltando sapos y culebras por la boca, frustrada, amargada, cansada, harta. A mí se me saltaban las lágrimas y de repente era como el destello repentino de un flash en el interior de mi cerebro: zas, lo veía todo claro. Nadie me aguantaba y nadie me aguantaría nunca porque era una persona insufrible, incapaz de controlar mis arrebatos y mi mala leche, porque estaba tocada. Y no podía estar de otra manera con semejante padre y semejante madre. Tanto por herencia como por educación, estaba condenada a que la cabeza no me rigiese. La autocompasión me inundaba el cerebro y bloqueaba sus conductos, la comunicación entre sus neuronas.

Pero había otros momentos en que me sentía muy feliz. Había días luminosos en los que Cat y yo poníamos discos en casa y yo bailaba al son de Saint Ettiene e improvisaba absurdos bailes de Isadora Duncan zumbona, atravesando la cocina de puntillas y elevando las manos hacia arriba, más arriba, más arriba, a punto de tocar el techo con las puntas de mis dedos, y Caitlin, siempre con su vaso de güisqui en la mano, se reía de mi torpeza sentada en una esquina, cruzando y descruzando las piernas con elegancia felina.

Otras veces preparábamos curris y otros platos exóticos (la paella era uno de ellos) mientras escuchábamos a Mc Solaar y yo, pacientemente, le repetía a Caitlin los pasos a seguir en las recetas intentando en vano que se los aprendiera. Experimentábamos con especias y condimentos y nos divertíamos añadiendo ingredientes que no estaban en el libro de cocina. Cat cortaba cebollas, fregaba platos y cuchillos, mientras, serpenteando las caderas al ritmo de la música, seguía un ritmo nor-noroeste entre la cocina y el fregadero, y yo removía la olla como una aprendiz de bruja, con los cabellos revueltos y sudorosos impregnados de olores y refritos, y de cuando en cuando interrumpía mis intentos gastronómicos para ofrecerle a Caitlin pequeños besos especiados que sabían a aceite y humo. Cada gotita de agua que resbalaba del grifo, espaciada y musical, se convertía en un luminoso recuento de segundo, chispeando bajo el rayo fluorescente del neón. Miraba a Caitlin y me sentía invadida por una ternura tan viva como un dolor.

Sí, a ratos adoraba a Cat. No por su belleza ni por su sentido del humor, sino, básicamente, porque sabía que ella era una buena persona, quizá la primera persona auténticamente plena de bondad que había conocido en la vida. Sabía que no me utilizaba y que me quería, que me quería de verdad, que estaría a mi lado si la necesitaba, que nunca me haría daño conscientemente, ¿y ni siquiera inconscientemente? Pero otras veces no podía evitar mirarla con lupa desde el prisma deformante del análisis racionalista, y entonces veía amplificados todos sus defectos. No es lista, pensaba yo. No es tan lista como Mónica. No tiene su rapidez de ideas, ni su capacidad de reacción. Y no es fuerte. No se enfrenta a las cosas. No sabe pelear por lo que quiere. Ni siquiera sabe lo que quiere. No es adulta. Me desesperaba, por ejemplo, la vocecita infantil que adoptaba cuando se ponía cariñosa, los arrullos mininos que me dedicaba. No necesito una niña, le decía, no necesito a alguien a quien cuidar. En todo caso, necesito alguien que me cuide. Pero ella no parecía entenderlo y seguía con sus ronroneos. Cuando me veía sollozar tendida en la cama se deslizaba hacia mí, sibilina como un leopardo cariñoso, y se situaba a mi espalda preguntándome, con un susurro de niña de tres años, qué me pasaba, si podía ella hacer algo, y sólo conseguía deprimirme más aún. Sobre todo porque diez minutos antes la había escuchado hablar por teléfono con alguna de tantas entre su millar de amigas, de esa legión de desconocidas que mariposeaba a su alrededor en el restaurante, una mujer mejor que se habría acostado con ella o que acabaría por acostarse con ella, por estrujar su cuerpo huesudo en alguna esquina oscura del café, y entonces su voz era la de una Cat de veinticinco años, sin el timbre agudo, sin el ceceo y sin las vocales arrastradas que utilizaba conmigo. A veces intentaba explicarle que yo me sentía desesperadamente necesitada de alguien que me comprendiera, y que ella bloqueaba toda posibilidad de comunicación, porque ¿cómo iba a apetecerme explicarle mis cosas a alguien que parecía no estar en edad de comprenderlas? Pero ella no me entendía, o no me quería entender, o quizá no conocía otra forma de acercarse a los que de verdad quería. Y lo único que mi gata conseguía era que yo me fuera distanciando cada vez más, a mi pesar, porque nunca me sentí más necesitada de alguien que me escuchara, ahora que no tenía a Mónica a mi lado para asentir en las pausas de mis monólogos depresivos y para hacer bromas sobre mis morritos y mis lágrimas.