Le vi atravesar la pista y me quedé de piedra. No pegaba nada en el sitio. Un yuppie-pijo que se las daba de moderno (vaqueros, camiseta de algodón, sonrisa profidén, estructura ósea de atleta yanqui y bíceps de gimnasio; aspecto general de no haber roto un plato en su vida), y que se acercó a Mónica enarbolando su amplia sonrisa como si fuera una bandera blanca. ¡Javier López de Anglada en persona honrando a La Metralleta con su impecable presencia! Había sido el primer novio formal de Mónica, cuando ella tenía dieciséis años y él veintidós. Estuvieron saliendo juntos casi un año, si bien es cierto que no se veían mucho ni tampoco ella parecía muy interesada en él. Siempre pensé que, en realidad, Mónica le utilizó como una excusa para disponer de mayor libertad y así poder entrar y salir a sus anchas, ya que Charo adoraba a Javier (yo le detestaba, en buena lógica) y desde que él empezó a frecuentar su casa se mostró mucho más permisiva con los horarios y salidas de su hija adolescente. Charo no cesaba de insistir en cuán fino y educado era Javier, y cuán fina y educada su familia. (Me veo obligada a hacer constar que la madre de Javier era una Grande de España y que su nombre solía aparecer en las listas de las más elegantes del año.)

Después de que Mónica le dejara, Javier le escribió cartas y cartas. Estaba obsesionado con su ex novia, y ella se las había arreglado para utilizar esa obsesión y mantener la amistad durante años, porque le convenía. Siempre conviene contar con alguien que te adora y que además nada en dinero. Pero creo que había algo más que ella no reconocía: que en el fondo le conmovía aquella admiración perruna que se mantenía inalterable con los años. En cuanto terminó Empresariales, a los veintidós años, Javier había pasado a ocupar un puesto directivo en una de las empresas de su padre, cobrando un sueldo astronómico, y a los veinticinco ya presentaba ese aspecto serio y contenido, un tanto estúpido, de las personas establecidas prematuramente. Observé cómo él la besaba en la mejilla y cómo ella abrazaba su cintura con naturalidad, sin dejar de preguntarme qué diablos haría Javichu en aquel antro, en el que desentonaba como Alfredo Landa en una carpa dance, y no me cupo duda de que había ido allí buscando a Mónica. Todavía se veían con asiduidad y de vez en cuando se acostaban juntos. Ella me había comentado alguna vez, entre risas, que Javier tenía un aparato enorme, y cuando pensaba en aquello me sentía como ahogada en una especie de vacío mudo, oscuro e inclasificable.

Unos leves toquecitos en el hombro distrajeron mi atención de la escena. Me di la vuelta y me encontré, otra vez, con aquel tipo alto que parecía perseguirme. Me llamó rubita y me dijo si no sabía dónde podía encontrar algo para «animarse un poco». No me puse nerviosa.

– Por la forma en que me estás mirando, creo que yo ya te animo suficiente -le dije-. Por cierto, es Belcor.

– ¿El qué?

– El sujetador. Como lo miras tanto… Sonrió.

– Gracias por la información. Belcor. Compraré acciones.

– Mejor compras Levis. Creo que están subiendo -le sugerí, señalando con un gesto su entrepierna-. Ahora, si me disculpas, creo que voy a ir a bailar un ratito. -Y desaparecí hacia la pista, fundiéndome entre las sombras como un negativo de mí misma.

Me resultaba muy fácil ser descarada por una razón muy sencilla: no estaba interesada en entablar ninguna relación íntima con él, y por tanto, era capaz de dedicarle todo tipo de comentarios equívocos sin el menor rubor, ya que me importaba un comino la impresión que pudiera causarle. Era tímida -soy tímida-, y por eso la gente solía creerme menos lista de lo que en realidad era, pero con dos copas encima podía ser tan ocurrente como Mónica, aunque por lo general no se me presentaban muchas oportunidades de demostrarlo.

Supongo que cuando Mónica me contaba sus noches con Javier yo sentía los mismos celos que tanto reconcomían a Caitlin cuando algunas de sus amantes le narraban sus experiencias con los hombres. Supongo que en el fondo todos sentimos lo mismo, puesto que al fin y al cabo venimos de lo mismo: hidrógeno, helio, oxígeno, metano, neón, argón, carbono, azufre, silicio y hierro, los compuestos básicos del universo, moléculas elementales que existen desde el principio de los tiempos y que, recombinadas entre sí, han dado lugar a otras más complejas. El desarrollo de la vida es un milagro inevitable, una milagrosa combinación de elementos según una trayectoria de mínima resistencia. Dadas las condiciones de la Tierra primitiva, la vida tenía necesariamente que surgir; del mismo modo que el hierro inevitablemente se oxidará en el oxígeno húmedo. Cualquier otro planeta que se pareciese física y químicamente a la Tierra desarrollaría vida. Todos somos inevitables, todos venimos de lo mismo, todos constituimos un milagro en nosotros mismos. Energía y moléculas es vida. Amor y frustración igual a celos. Milagros que provocan en mí reacciones elementales e inevitables. Mujeres que son mundos en sí mismas, mundos habitados por millones de seres vivos -células y microbios y bacterias y parásitos microscópicos que significan a nuestro cuerpo lo mismo que nuestros cuerpos a la Tierra-, mundos similares aunque distantes. Mundos todas nosotras, planetas que orbitamos en torno a una fuente básica de energía: el afecto, o su carencia. Órbita cementerio.

Vendí éxtasis en Madrid, mi novia los vendía en Edimburgo: la ciudad es siempre la misma, la llevas contigo. Allá donde yo fuera acababa enredada en historias de negocios clandestinos, y atraída por mujeres que demostraban un desprecio arrogante hacia leyes en las que no creían. Lo digo porque la venta de estas pastillitas le arregló el presupuesto a Mónica aquel verano, y constituiría después una de las principales fuentes de ingresos de la chica con la que vivía: Caitlin.

Caitlin y yo siempre teníamos problemas de dinero. Yo vivía, supuestamente, de mi beca, pero lo cierto es que la beca apenas hubiese dado para pagar el alquiler, en el caso de que hubiera debido pagarlo. Como no lo pagaba, parecía evidente que debía encargarme de comprar la comida y abonar las facturas. Aunque nunca lo acordamos de palabra, funcionamos así desde el primer momento. Así que, para redondear el presupuesto, yo daba clases de español a estudiantes de la Universidad, previsibles y aburridos, la cara repleta de granos y el cerebro de aire, y de vez en cuando trabajaba de camarera en un bar que estaba al lado de nuestra casa. No me pagaban muy bien, no tanto como a Cat, porque el mío no era un bar de moda y además no cocinaba, pero el sitio me gustaba. La música sonaba siempre a un nivel más que discreto y el jefe era un tío tranquilo que nunca hablaba demasiado ni se metía en lo que no le concernía. A la hora de comer el local se llenaba de dependientas de Boots que rumiaban sandwiches de pepino con los ojos bajos, mientras leían novelas escritas por la tía abuela de Lady Di. Por las tardes les sucedía algún que otro grupito de estudiantes tranquilos o de treintañeros que jugaban a los dardos. Caitlin, como ya he dicho, trabajaba de chef en un local coqueto que se reseñaba en The List como uno de los lugares más interesantes de la ciudad. Cat estaba bien pagada, para lo que era habitual, porque el encargado, una loca desorejada que llevaba el pelo teñido de rosa, sabía bien que la cocinera era uno de los mayores reclamos del local entre la clientela femenina. Pero aunque la paga fuese generosa, eso no quitaba que siguiese siendo exigua, como en toda la hostelería. De manera que Cat redondeaba sus ingresos trapicheando éxtasis que vendía entre sus muchas admiradoras y su miríada de amigos.

En Glasgow, el negocio de los éxtasis había llegado a ser tan provechoso que las mafias que los distribuían se enfrentaban a balazos por las calles. En Edimburgo la cosa todavía no había alcanzado aquellas dimensiones, pero parecía que faltaba poco para llegar a una situación parecida. En las fiestas siempre había un tío o tía delgadísimo apostado cerca de la cocina o en el cuarto de baño, distribuyendo entre los invitados la pastillita indispensable. En Cream y en Taste, los dos clubes que se habían convertido en las catedrales norteñas del techno, la masa bailaba en comunión al ritmo de un solo latido, una sola música, una sola droga, un único espíritu que hermanaba a los fieles.