Me había largado sin avisar para ir a la consulta, aprovechando que ellos aún dormían. Tras la discusión de la noche anterior no me habían quedado ganas de seguir dando cuentas de mis actos. Al regresar me encontré a Mónica despierta, que me largó, cómo no, la consabida charla. Me dijo que había que evitar, en lo posible, que nos paseásemos de día por su edificio, para que el portero no barruntase que nos alojábamos en su casa. Yo le repliqué que Coco también se había marchado, que habría ido a arreglar alguno de sus negocios, así que no era yo la única a la que los vecinos pudieran haber visto. Le expliqué que venía de ver al psiquiatra y no dijo más, porque ella siempre estuvo de acuerdo en que yo necesitaba ayuda profesional, no fuera que me diera por repetir aquel primer numerito del suicidio. Aunque Mónica siempre mantuvo, eso sí, que la que de verdad necesitaba un psiquiatra era mi madre. Luego, cuando le enseñé la receta que traía, casi dio saltos de alegría. Resulta que el psiquiatra me había recetado un ansiolítico que, mezclado con alcohol, tenía efectos psicotrópicos, de forma que, según Mónica, podíamos ponernos a base de bien, o podíamos intentar venderlo. Obvia decir que a Mónica ni se le pasó por la cabeza que yo siguiera el tratamiento tal y como el prospecto indicaba, es decir, que tomase un comprimido con las comidas y me abstuviese de consumir alcohol. No creía que de verdad lo necesitara.

No hablamos de los besos apasionados que intercambiamos en el cuarto de baño de La Metralleta. Ella hacía muchas cosas cuando bebía, acciones de las que luego se arrepentía o que olvidaba. Por tanto, no me atreví a preguntar. Nunca he tenido derecho a las preguntas.

La manía de enviarme a los psiquiatras vino de mi madre, que, constantemente medicada como estaba por lo de su epilepsia, había dado por sentado que todas las enfermedades podían curarse, o al menos controlarse, con pastillas y especialistas. Aunque a mí nunca me pareció que lo de mi madre fuera para tanto. Tiendo a creer que en realidad utilizaba su enfermedad como arma, para hacernos sentir culpables por la poca atención que, según ella, le prestábamos. A mi madre sólo le conocí otros dos ataques tan fuertes como el primero: los dos en Nochebuena. En esa fecha, la oficina de mi padre cerraba muy pronto, antes del mediodía, y era costumbre que los empleados se fuesen luego todos juntos a celebrar la Navidad. Aquel día del año se olvidaban las jerarquías, y, en un alarde de igualitarismo, los abogados flirteaban con la recepcionista y el jefe de contabilidad le hacía confidencias al botones. Con esa excusa mi padre solía presentarse en casa ligeramente achispado y mucho más tarde de lo que mi madre creía conveniente. Ella se quejaba entonces de que apestaba a alcohol. Él le respondía que el hecho de que ella no supiera divertirse no era razón para impedir a los demás que lo hicieran. Después, ella se ponía a llorar. Y así todos los años.

En dos ocasiones mi padre llegó más tarde de lo esperado, cuando el pavo ya se había enfriado en el horno y las hojas de la escarola comenzaban a ennegrecerse por efecto del vinagre, y se encontró a mi madre hecha un mar de lágrimas, borboteando insultos y reproches, y a mí parapetada tras ella, debatiéndome entre la indignación y el hastío. Ella (a gritos) le dijo: «Te parecerá bonito llegar a estas horas, te da totalmente igual que tu hija y yo nos hayamos pasado el santo día preparando la cena para que el señor llegue a las once de la noche, después de haber celebrado una festividad que se supone santa vete a saber dónde y vete a saber con quién». Él (también a gritos) le respondió: «Herminia, ¡por favor!, tengamos la fiesta en paz. Por lo menos en Nochebuena, para variar. Además ya sabes que no me gusta nada que me montes estas escenitas delante de la niña». Ella (gritando más aún) le respondió a su vez: «Sí, la niña… ¡mucho te preocupa a ti la niña ahora! Como si la niña te importase a ti mucho. ¡Si apenas la ves…! Además, a la niña le vendrá bien saber cómo va a ser el tipo de hombre al que no se tiene que acercar en el futuro». Si no eran estas frases, serían otras parecidas. Reproches que se sucedían al menos una vez por semana. Letanías que habían perdido su sentido de puro repetidas. Pero yo sabía que no me iba a acercar nunca a un hombre como ése o como ningún otro. Yo, por entonces, quería meterme a monja. El único modelo de mujer sola que conocía.

Aquella primera Nochebuena de drama yo tenía doce años, y cuando empecé a ver las convulsiones de mi madre y me di cuenta de lo que estaba pasando, cuando tuve que volver a buscar el número del médico, con el pulso disparado y las manos temblorosas, odié a mi padre por hacerle todo aquello, por ponerla en semejante estado.

La mismísima escena se repitió tres años después. Pero aquella vez mi padre llegaba absolutamente borracho; no simplemente achispado, no: curda perdido. Yo me daba perfecta cuenta, por su lengua de trapo y sus andares en zigzag, de lo que le pasaba. El caso es que cuando mi madre se cayó al suelo tras la bronca consabida y los insultos saturados de decibelios, él no pareció preocuparse, no sé bien si porque el alcohol no le permitía darse cuenta de la gravedad de la situación o porque había llegado a un punto en el que las crisis de mi madre ya no le inspiraban temor, sino cansancio. Fui yo esta vez la que sujetó a mi madre y le puso una servilleta en la boca, pero, para mi sorpresa, él no corrió al teléfono como yo hubiese esperado, sino que se dirigió a su cuarto con paso inseguro y tambaleante. «¿Pero qué haces?», le dije, «¿vas a dejar a mamá así, o qué?» «Encárgate tú», me respondió. «Al fin y al cabo, ¿no estáis las dos tan hartas de mí? Pues arregláoslas sólitas.» Mi madre seguía entre mis brazos, ya inconsciente. El ataque había sido corto. Le grité a todo pulmón a mi padre que era un hijo de puta y que le odiaba con toda mi alma. Entonces se dio la vuelta en medio del pasillo y se dirigió hacia mí precedido por el estruendo de sus pasos. «A tu padre no le hablas tú así», vociferaba, «¿entiendes? Tú no le hablas así a tu padre.» Y antes de que pudiera darme cuenta ya lo tenía delante. Me arreó un bofetón que cortó el aire. Las lágrimas se me agolparon a los ojos a la vez que mi madre se resbalaba de mis brazos y caía al suelo. Escuché cómo su cabeza golpeaba contra el linóleo de la cocina y me temí lo peor. Odié a mi padre en ese momento como nunca había odiado a nadie, ni a las monjas, ni a las pijas del colegio. De hecho, creo que nunca he vuelto a odiar de esa manera a ninguna otra persona. Para entonces mi madre y yo ya nos habíamos distanciado, pero por un momento volví a experimentar esa simbiosis, ese sentirme parte de ella, integrada en un ejército en lucha contra un enemigo común.

El método casero de fabricación de pastillas resultaba muy simple. Las anfetas se machacaban en un mortero y se mezclaban con algo de jaco y un poco de aspirina infantil. La mezcla resultante se introducía en unas cápsulas de termalgín previamente vaciadas. Y voila. Resultaba tan simple que yo no creía que de verdad fuera a funcionar.

Coco me había explicado, punto por punto, lo que tenía que hacer. Recibí detalladísimas instrucciones referentes al tipo de preguntas que debía hacer a mis clientes para identificar a posibles policías camuflados. Si te asalta la menor duda, decía Coco, no vendas. Si viene alguien mayor de veinticinco, no vendas. Según Coco, yo iba a ser la camello ideal precisamente porque no tenía ninguna pinta de serlo: mi belleza atraería a clientes indecisos y mi aire inocente no despertaría sospechas. ¿Por qué cuando Coco se refería a mi belleza siempre era para encontrarle aplicaciones prácticas? Yo quería que alguien me viera guapa porque sí, sin esperar nada de ello.

Ya habíamos hecho correr la voz por toda La Metralleta de que yo estaba pasando éxtasis. Así que me dirigí a la esquina de rigor a esperar a mis clientes. Iba tranquila: todo había salido bien la primera vez y no tenía que ir peor la segunda. Ya le había cogido el tranquillo a la cosa y creo que, en el fondo, me gustaba hacerlo. Me consolaba la certeza de que existía al menos una actividad en el mundo que se me daba bien.