– Yo no soy ninguna histérica -interrumpí.

– No, sólo una reprimida -apostilló Coco.

– ¿QUERÉIS CALLAROS DE UNA PUTA VEZ, JODER? -cortó Mónica.

La obedecimos. Coco sacó otra botellita y se la bebió. Yo me acurruqué en el regazo de Mónica pensando que me iba a resultar imposible volver a conciliar el sueño, y sin embargo me quedé dormida casi inmediatamente.

Dormí mucho, mucho, mucho. Me desperté con la cabeza espesa como la melaza. La boca parecía hecha de arena, y la afilada claridad del mediodía, un reproche luminoso que me traspasara las retinas. Tenía una resaca seria. Me encaminé al baño zigzagueando a pasos vacilantes, tropezando con los muebles.

En el baño me encontré a Coco que, sentado en el bidé, apoyaba la cabeza entre las manos. Ni siquiera le saludé y me dirigí directamente al lavabo a beber agua. Después de examinar mi cara en el espejo, pálida y ojerosa, me la lavé con agua fría intentando desentumecerme las facciones y borrar la expresión amodorrada. Entonces reparé en que Coco había permanecido inmóvil todo el tiempo y me asaltó un mal presentimiento. Le llamé por su nombre en voz alta. No contestó. Le zarandeé y su cuerpo se desmoronó sobre las baldosas de mármol como un castillo de arena.

Estaba rodeada de Beas atónitas, reflejadas por todo el cuarto de baño, y por un momento albergué la esperanza de que aquello fuera una pesadilla. Me pareció que aquellas resplandecientes paredes, bajo mis pies, sobre mi cabeza y a los cuatro lados, se cerraban como una cámara de tortura y amenazaban con comprimirme hasta estrujarme viva.

Regresé a la cama y desperté a Mónica. Se me quedó mirando con ojos opacos, no parecía entender lo que le estaba diciendo. Luego se incorporó de un salto y se dirigió al cuarto de baño. Coco seguía donde yo lo había dejado, aplastado sobre el suelo blanco. Mónica se agachó, le llamó por su nombre, le sacudió. Pero él no reaccionaba.

– ¿Qué le pasa? -pregunté, como si Mónica fuera doctora.

– No tengo ni puta idea -dijo ella-. Puede que sea el golpe en la cabeza o puede ser una reacción a todo lo que se metió ayer. O un coma etílico… Yo qué sé. Pero parece serio. No reacciona. Ni siquiera estoy segura de si respira o no. Vamos a tener que llamar a una ambulancia.

Me dirigí al teléfono. La voz de Mónica me interrumpió antes de que descolgara el auricular.

– Desde aquí, no -me dijo Mónica-. Desde la calle. Y recoge tus cosas. Asegúrate de que no te dejas nada.

– ¿Quieres decir que pretendes dejarle aquí solo?

– Tal y como está no se va a enterar de si estamos o no -me respondió ella, tajante. Se estaba poniendo los pantalones.

– No me lo puedo creer. Eres tú la que te lo follabas. No digo que tengas que amarlo locamente, pero se supone que implica cierta responsabilidad.

– Bea, si le pasa algo grave, si la palma de camino al hospital, o si la ha palmado ya, nos vamos a meter en el lío del siglo, no sé si te das cuenta. ¿Qué hacíamos las dos en la cama de un hotel con un tío que debe de llevar una bomba química en el cuerpo? Llamaremos a la ambulancia y ya se encargarán de él.

– No me creo lo que estoy oyendo; no me lo puedo creer… -musité.

– Te recuerdo que hace un rato casi te viola en esta misma cama -me cortó ella.

– Y yo te recuerdo que no ha parecido importarte gran cosa. Flipo contigo: no te preocupas de nadie excepto de ti misma. Seguro que si me diera un pasón a mí me dejarías tirada como a Coco.

– Te equivocas -dijo ella-, tú serías la única persona a la que nunca dejaría tirada.

Se puso la camiseta y las zapatillas, recogió su bolso con tranquilidad y caminó hacia la puerta. Al tornar el picaporte se dio la vuelta.

– Haz lo que quieras. Yo me bajo a llamar por teléfono. Calculo que la ambulancia tardará de cinco a diez minutos. Tú puedes quedarte aquí haciendo de hermanita de la caridad si tanto te apetece. Si me necesitas, sabes dónde encontrarme: me voy a casa de Javier.

Y abandonó la habitación pegando un portazo.

Cuando Mónica se fue regresé al cuarto de baño. Albergaba la esperanza de encontrarme a Coco de pie, o sentado, de que todo hubiese sido un malentendido o una broma pesada, o un mal sueño. Pero Coco seguía allí, exactamente donde lo había dejado. Me senté a su lado y hablé con él, le expliqué que era consciente de que probablemente no podría oírme, pero que, como había visto en la tele que algunos pacientes en coma escuchaban lo que sucedía a su alrededor, no perdía la esperanza de que me entendiera; le dije que la ambulancia estaba en camino y que, con suerte, en el hospital le pondrían una inyección de buprenorfina y que volvería a estar como unas pascuas en tres días, y luego, mientras le explicaba todo esto en voz alta, caí en la cuenta de que no tenía por qué ser tan amable, que Mónica tenía razón, al fin y al cabo aquel hijoputa había intentado forzarme, por no decir que me había apartado de la que había sido mi mejor amiga, mi única amiga, pero el caso es que, a pesar de todo, le tenía cierto cariño a Coco, me había conmovido que me regalase la navaja, y que me alabase, que me tratase como a una adulta, me caía bien a su manera, y en aquel preciso momento reparé en que siempre acababa por justificar a aquellos a los que odiaba.

Volví a recoger mi bolso y entonces me fijé en la chaqueta de Coco, que había dejado colgada en el respaldo de uno de los sillones. Metí la mano en el bolsillo del forro interior y le quité la cartera. Había unos cuantos billetes allí dentro. Tenía la desagradable impresión de que Coco ya no los iba a necesitar. Los guardé en el bolsillo de mi pantalón, me vestí en dos segundos y me marché.

Bajando por la calle Libertad vi llegar a la ambulancia.

Era un día de verano sofocante. El sudor me picaba en las sienes. La luz del sol limpia, caliente, sin viento, asesinaba los colores, y los edificios grises adquirían un aspecto amenazador bajo aquella claridad sesgada. Daba la impresión de que el asfalto humeaba. No había peatones, ni pájaros ni perros; sólo un silencio denso: la vida entera parecía haberse detenido en la inmovilidad de la tarde. Bajé a la calle Pradillo y me metí en la única cafetería que encontré abierta, y que gracias a Dios tenía aire acondicionado. Según mi reloj, eran las tres de la tarde. Pensé en comer y al momento me di cuenta de que sería imposible meterme nada en el estómago, que parecía hinchado por una especie de bola grumosa y pesada, así que pedí una Coca-cola. Después me acerqué al teléfono y marqué el número de Javier: saltó el contestador automático y colgué inmediatamente. No sabía qué hacer, no sabía dónde iba a pasar la noche, pero tenía claro que no pensaba volver a casa de mi madre. Tenía veintipico mil pesetas en el bolsillo y unas cuantas pastillas que podía vender.

El Miami estaba prácticamente vacío, y la camarera simpática, que seguía tras la barra con cara de aburrida, no me reconoció hasta que le dije que era amiga de Coco. Entonces pareció caer en la cuenta. Le expliqué que quería pasar unos equis, y ella opinó que la cosa estaba complicada, porque en verano, entre semana, casi no había clientela.

– Si quieres vender pastis, lo mejor que puedes hacer es irte a La Metralleta -me aconsejó-. Aquello siempre está lleno. Los colgaos que van allí no tienen dinero ni para veranear.

Le di las gracias y me marché.

La Metralleta, efectivamente, rebosaba de gente. Un enjambre de adolescentes bailaba frenético en la pista, labrando sinuosas figuras sin seguir muy bien el ritmo. Alcancé la barra, me hice con un güisqui y, no sin antes recordarle a la clónica de Morticia que si alguien le preguntaba por éxtasis le dirigiese a mí, me encaminé a la columna de siempre.

La columna era esencial para sostener el techo de aquel antro y a mi propio cuerpo, que amenazaban con derrumbarse de un momento a otro. Cuando ya casi me había olvidado de lo que estaba haciendo allí, un chico con una camiseta de Pavement se me acercó buscando éxtasis. Lo reconocí, porque ya le había pasado pastillas antes. Después la noche se fue sucediendo como un sueño cibernético: el ejército de luces azuladas que golpeaban las retinas, el pandemónium ensordecedor de golpes sintetizados, la oscuridad que confundía los cuerpos que transitaban aquel espacio viciado por el humo. De cuando en cuando alguien se acercaba a hablarme. Algunos me preguntaban tonterías, alguno intentaba ligar, alguno buscaba algo que ponerse. A la mayoría de ellos acabé por colocarles una capsulita. Empecé a pensar que había nacido para aquello. De pronto, a través del gentío, divisé a mi pretendiente, el treintañero alto, en el fondo de la barra. Me sonrió y avanzó hacia mí moviéndose felinamente a través de la confusión de cuerpos, al compás de la música de sintetizador. Antes de que pudiera evitarlo, lo tenía al lado.