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También había una pequeña guía con un mapa de zonas minadas y un dibujo de un santo acompañado de un músico.

Volvió a guardarlo todo, excepto la fotografía, que sostuvo en la mano libre. Regresó con la bolsa por entre los árboles y entró en la casa por el pórtico.

Cada hora, más o menos, hacía un alto, escupía en las gafas y les quitaba el polvo con la manga de la camisa. Volvía a mirar el mapa. Iba a dirigirse hacia el Adriático y después hacia el Sur. La mayoría de las tropas estaban en las fronteras septentrionales.

Ascendió hacia Cortona envuelto en las agudas detonaciones del motor. Subió con la Triumph los escalones hasta la puerta de la iglesia y después se apeó y entró. Había una estatua rodeada de andamios. Quería acercarse más a la cara, pero no tenía un fusil con mira telescópica y se sentía el cuerpo demasiado rígido para escalar por los tubos del andamio. Dio vueltas abajo, como alguien excluido de la intimidad de una casa. Bajó a pie los escalones de la iglesia sosteniendo la moto con las manos y después se deslizó -pendiente abajo y sin encender el motor- por entre los viñedos destrozados y continuó hacia Arezzo.

En Sansepolcro se internó por una carretera tortuosa que subía hacia las montañas, hacia su niebla, por lo que hubo de reducir la velocidad al mínimo. La Bocea Trabaría. Tenía frío, pero se concentró mentalmente para no sentirlo. Por fin, la carretera se elevó por encima de la capa blanca y dejó atrás el lecho que formaba la niebla. Rodeó Urbino, donde los alemanes habían quemado todos los caballos del enemigo. Habían pasado un mes allí, combatiendo en aquella región; ahora atravesó la zona en unos minutos y sólo reconoció los santuarios de la Madonna Negra. La guerra había vuelto similares todos los pueblos y las ciudades.

Bajó hacia la costa. Entró en Gabicce Mare, donde había visto a la Virgen emerger del mar. Durmió en la colina que dominaba el acantilado y el agua, cerca del punto hasta el que habían llevado la imagen. Así acabó su primera jornada.

Querida Clara, querida maman:

Maman es una palabra francesa, Clara, una palabra circular, que sugiere abrazos, una palabra personal que incluso puede gritarse en público, algo tan consolador y eterno como una gabarra, aunque tú, en espíritu, sigues siendo -lo sé- una canoa, que con sólo dos paletadas puede entrar en un riachuelo en cuestión de segundos, aún independiente, aún celosa de su intimidad, y no una gabarra responsable de todos los que la rodean. Ésta es la primera carta que escribo en varios años, Clara, y no estoy acostumbrada a respetar las reglas epistolares. He pasado los últimos meses con tres personas y nuestras charlas han sido lentas, fortuitas. Ahora ya no estoy acostumbrada a hablar de ninguna otra forma.

Estamos en 194… ¿y cuántos? Por un segundo se me ha olvidado. Pero sé el mes y el día. Un día después de que nos enteráramos de que habían arrojado esas bombas sobre el Japón, por lo que parece que fuera el fin del mundo. Creo que de ahora en adelante lo personal va a estar en guerra para siempre con lo público. Si podemos racionalizar eso, podemos racionalizarlo todo.

Patrick murió en un palomar de Francia, donde en los siglos XVII y XVIII los construían muy grandes, mayores que la mayoría de las casas. Así:

La línea horizontal que separa el tercio superior del resto se llamaba comisa para las ratas: su función era la de impedir que las ratas treparan por la pared de ladrillos y mantener a salvo, así, a las palomas. Seguro como un palomar, un lugar sagrado, como una iglesia en muchos sentidos, un lugar destinado a aliviar. En un lugar así murió Patrick.

A las cinco de la mañana, arrancó la Triumph y la rueda trasera arrojó gravilla en forma de abanico. Era de noche y no podía distinguir aún el mar desde el acantilado. Para el viaje desde allí hacia el Sur no tenía mapas, pero podía reconocer las carreteras por las que había pasado la guerra y seguir la ruta costera. Cuando salió el sol, pudo aumentar la velocidad. Aún no había llegado a los ríos.

Hacia las dos de la tarde, llegó a Ortona, donde los zapadores habían instalado los puentes provisionales y habían estado a punto de ahogarse con la tormenta en el centro de la corriente. Empezó a llover y se detuvo para ponerse una capa de goma. Inmerso en la humedad ambiente, dio una vuelta en torno a la máquina. Ahora, mientras avanzaba, el sonido en sus oídos resultaba distinto. En lugar de los gemidos y los aullidos, oía un chuf chuf chuf y la rueda delantera le salpicaba agua en las botas. Todo lo que veía a través de las gafas era gris. No quería pensar en Hana. En todo el silencio, en medio del ruido de la moto, no pensaba en ella. Cuando aparecía su cara, la borraba, daba un tirón del manillar para hacer un viraje y tener que concentrarse. Si tenía que haber palabras, no serían las de Hana, sino los nombres en aquel mapa de Italia que estaba recorriendo.

Tenía la sensación de que transportaba el cuerpo del inglés en aquella huida. Iba sentado en el depósito de gasolina mirando hacia él, con el negro cuerpo abrazado al suyo y mirando por encima de su hombro al pasado, el paisaje del que huían, aquel palacio de extranjeros que se perdía en la lejanía en la colina italiana y que nunca se reconstruiría. «Y las palabras que he puesto en tu boca no saldrán de tu boca ni de la de tus descendientes ni de la de los descendientes de tus descendientes.»

La voz del paciente inglés le recitaba las palabras de Isaías al oído, como ya había hecho la tarde en que el muchacho le había hablado de aquel rostro en el techo de la capilla de Roma. «Desde luego, hay cien Isaías. Un día desearás verlo de anciano: en los monasterios del sur de Francia aparece representado como un anciano con barba, pero su mirada sigue teniendo la misma energía.» El inglés había recitado en el cuarto pintado: «Mira, el Señor te llevará a un terrible cautiverio y ten por seguro que te subyugará. Ten por seguro que te sacudirá y lanzará de acá para allá como una pelota por una gran extensión de terreno.»

A medida que avanzaba, la lluvia iba haciéndose más densa. Como le había gustado la cara en el techo, también le habían gustado aquellas palabras, del mismo modo que había creído en el hombre quemado y en los henares de civilización a los que tantos mimos prodigaba. Isaías, Jeremías y Salomón figuraban en el libro de cabecera del hombre quemado, su libro sagrado, en el que había pegado y había hecho suyo todo lo que adoraba. Había pasado su libro al zapador y éste le había dicho: también nosotros tenemos un Libro Sagrado.

La juntura de goma de las gafas se había agrietado en los últimos meses y ahora el agua estaba empezando a llenar las cámaras de aire delante de sus ojos. Seguiría su ruta sin ellas, con el chuf chuf chuf en los oídos, tan permanente como el rumor del mar, y su doblado cuerpo rígido, frío, pues de aquella máquina que tan íntimamente montaba emanaba tan sólo la idea del calor y la rociada blanca que levantaba al cruzar los pueblos como una estrella fugaz, una aparición que duraba medio segundo y durante la cual se podía formular un deseo. «Pues los cielos desaparecerán como el humo y la tierra se volverá vieja como un vestido y los que en ella viven morirán de igual modo, pues las polillas darán cuenta de ellos como de un vestido y los gusanos los devorarán como lana.» Un secreto de desiertos desde Uweinat hasta Hiroshima.

Estaba quitándose las gafas, cuando salió de la curva y entró en el puente sobre el río Ofanto. Y en el momento en que alzaba el brazo izquierdo con las gafas empezó a patinar. Las tiró y contuvo la moto, pero no estaba preparado para el salto provocado por el reborde metálico del puente, que hizo caer la moto a la derecha y debajo de él. De repente se encontró resbalando con ella en la capa de agua de lluvia por el centro del puente, al tiempo que del metal raspado saltaban chispas azules en torno a sus brazos y su cara.