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Lo vio en el campo, con las manos juntas por encima de la cabeza, y comprendió que no era un gesto provocado por el dolor, sino por la necesidad de mantener los auriculares apretados contra su cráneo. El zapador estaba a cien metros de distancia de ella en la terraza inferior, cuando Hana oyó el grito que emitió su cuerpo, que nunca había alzado la voz delante de ellos. Cayó de rodillas, como si se hubieran roto los hilos que lo sujetaban. Se quedó así y después se levantó despacio y se dirigió en diagonal hacia su tienda, entró en ella y cerró la abertura tras sí. Se oyó un seco restallido de trueno y Hana vio cómo se le obscurecían los brazos.

Kip salió de la tienda con el fusil. Entró en la Villa San Girolamo y pasó por delante de ella, raudo como una bola de acero en una máquina de juegos, cruzó el umbral y subió los escalones de tres en tres, con la respiración acompasada como un metrónomo y golpeando con las botas las secciones verticales de los peldaños. Sentada en la cocina, con el libro delante de ella y el lápiz petrificados y obscurecidos por la mortecina luz que precede a la tormenta, Hana oyó sus pasos por el pasillo.

Entró en el cuarto y se quedó al pie de la cama en que yacía el paciente inglés.

Hola, zapador.

Tenía la culata del fusil pegada al pecho y la correa tensada por el brazo, que formaba un triángulo.

¿Qué sucedía fuera?

Kip tenía expresión de condenado, separado de mundo, y su carmelita rostro lloraba. El cuerpo se giró y disparó a la antigua fuente y el yeso, al saltar, cayó en forma de polvo sobre la cama. Giró sobre sí mismo de nuevo y el fusil quedó apuntando al inglés. Empezó a temblar y después intentó controlarse con todo su ser.

Baja el arma, Kip.

Apoyó la espalda con fuerza contra la pared y dejó de temblar. El polvo de yeso suspendido en el aire le envolvía.

He estado sentado aquí, al pie de esta cama, escuchándote estos últimos meses, porque eras como un tío para mí. De niño, hacía lo mismo. Creía que podía absorber todo lo que los mayores me enseñaban. Creí que podía conservar ese saber, modificarlo despacio pero, en cualquier caso, transmitirlo a otros.

Me crié con las tradiciones de mi país, pero después, más que nada, con las de tu país, tu frágil isla blanca que con costumbres, modales, libros, prefectos y razón convirtió en cierto modo al resto del mundo. Representabais el comportamiento estricto. Yo sabía que, si me equivocaba de dedo al levantar una taza, quedaría proscrito. Si no hacía el nudo correcto en una corbata, resultaría excluido. ¿Serían los barcos simplemente los que os conferían tal poder? ¿Sería, como decía mi hermano, porque teníais las historias y las imprentas?

Vosotros y después los americanos nos convertisteis: con vuestras normas misioneras. Y soldados indios perdieron sus vidas como héroes para poder ser pukkah. Hacíais la guerra como si estuvieseis jugando al criquet. ¿Cómo pudisteis embaucarnos para participar en esto? Mira… escucha lo que ha hecho tu pueblo.

Arrojó el fusil sobre la cama y se acercó al inglés. Llevaba a un lado el receptor de radio, colgado del cinturón. Se lo soltó y colocó los auriculares en la negra cabeza del paciente, que hizo una mueca de dolor. Pero el zapador se los dejó puestos. Después volvió atrás y, al recoger el fusil, vio a Hana en la puerta.

Una bomba y después otra. Hiroshima, Nagasaki.

Desvió el fusil hacia el hueco de la ventana. El halcón parecía flotar intencionadamente hacia el punto de mira por el aire del valle. Si Kip cerraba los ojos, veía las calles de Asia envueltas en llamas. El fuego laminaba ciudades como un mapa reventado, el huracán de calor marchitaba los cuerpos al entrar en contacto con ellos, las súbitas sombras humanas se disolvían en el aire. Una sacudida de la ciencia occidental.

Contempló al paciente inglés, que escuchaba con los auriculares puestos y los ojos enfocados hacia adentro. La mira del fusil bajó de la fina nariz a la nuez, por encima de la clavícula. Kip contuvo la respiración. Se quedó rígido formando un ángulo recto con el fusil Enfield, sin la menor vacilación.

Entonces los ojos del inglés volvieron a mirarlo.

Zapador.

Entró Caravaggio en el cuarto y alargó la mano hacia él, pero Kip giró el fusil y le golpeó con la culata en las costillas: un zarpazo de animal. Y después, como si formara parte del mismo movimiento, volvió a situarse en la rígida posición en ángulo recto de los pelotones de ejecución, que le habían enseñado en diversos cuarteles de India e Inglaterra, con el cuello quemado en el punto de mira.

Kip, háblame.

Ahora su cara era un cuchillo. Contenía el llanto por la conmoción y el horror, al ver todo y a todos transformados a su alrededor. Aunque cayera la noche entre ellos, aunque cayese la niebla, los obscuros ojos del joven verían al nuevo enemigo que se le había revelado.

Me lo dijo mi hermano. Nunca des la espalda a Europa: los negociantes, los contratantes, los cartógrafos. Nunca confíes en los europeos, me dijo. Nunca les des la mano. Pero nosotros, oh, nos dejamos impresionar fácilmente… por los discursos y las medallas y sus ceremonias. ¿Qué he estado haciendo estos últimos años? Cortando, desactivando, vastagos diabólicos. ¿Para qué? ¿Para que sucediera esto?

¿Qué ha sucedido? ¡Por el amor de Dios, dínoslo!

Te voy a dejar la radio para que te empapes con tu lección de historia. No vuelvas a moverte, Caravaggio. Todos esos discursos de reyes, reinas y presidentes, ejemplos de civilización… esas voces del orden abstracto. Huélelo. Escucha la radio y huele la celebración en ella. En mi país, cuando un padre comete una injusticia, se mata al padre.

Tú no sabes quién es este hombre.

La mira del fusil siguió apuntada sin la menor vacilación al cuello quemado. Después el zapador la desvió hacia los ojos de aquel hombre.

Hazlo, dijo Almásy.

Las miradas del zapador y del paciente se cruzaron en aquel cuarto en penumbra y atestado ahora con el mundo.

Movió la cabeza hacia el zapador en señal de asentimiento.

Hazlo, repitió con calma.

Kip expulsó el cartucho y lo atrapó en el momento en que caía. Arrojó a la cama el fusil, serpiente ya sin veneno y vio a Hana por el rabillo del ojo.

El hombre quemado se quitó los auriculares de la cabeza y los apartó despacio delante de él. Después levantó la mano izquierda y se quitó el audífono y lo dejó caer al suelo.

Hazlo, Kip. No quiero oír nada más.

Cerró los ojos y se coló en la obscuridad, lejos del cuarto.

El zapador se recostó contra la pared con las manos enlazadas y la cabeza gacha. Caravaggio oía el aire que entraba y salía por su nariz, rápido y con fuerza: un pistón.

No es inglés.

Americano, francés, me da igual. Quien se pone a bombardear a las razas de color carmelita del mundo es inglés. Teníais al rey Leopoldo de Bélgica y ahora tenéis al Harry Truman de Estados Unidos de los cojones. Todos vosotros lo aprendisteis de los ingleses.

No. Él, no. Estás en un error. Probablemente él, más que nadie, esté de tu parte.

Lo que él diría es que no tiene importancia, comentó Hana.

Caravaggio se sentó en la silla. Siempre estaba, pensó, sentado en aquella silla. En el cuarto se oyó el rumor del receptor de radio, que seguía sonando con su voz subacuática. No tenía valor para volverse y mirar al zapador o hacia el borroso vestido de Hana. Sabía que el joven zapador tenía razón. Ellos nunca habrían lanzado una bomba sobre una nación blanca.

El zapador salió del cuarto y dejó a Caravaggio y a Hana junto a la cama. Había abandonado a los tres en su mundo, ya no era su centinela. En el futuro, cuando el paciente inglés muriera, si es que moría, Caravaggio y la muchacha lo enterrarían: que los muertos enterraran a los muertos. Nunca había estado seguro de lo que eso -esas pocas y crueles palabras de la Biblia- significaba.