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Enterrarían todo -el cuerpo, las sábanas, la ropa, el fusil-, excepto el libro. Pronto se quedaría sólo con Hana. Y el motivo de todo aquello estaba en la Radio, un acontecimiento terrible que comunicaban las emisiones de onda corta: una nueva guerra, la muerte de una civilización.

Noche serena. Oía chotacabras, sus gritos apagados los quedos ruidos de las alas, cuando giraban. Los cipreses se alzaban por sobre su tienda, inmóviles en aquella noche sin viento. Estaba tumbado y miraba el obscuro ángulo de la tienda. Cuando cerraba los ojos, veía fuego, gente que saltaba a ríos, a depósitos, para huir de la llama o el calor que en unos segundos lo quemaba todo, lo que tuvieran en la mano, sus propios cabellos y piel, incluso el agua a la que saltaban. La brillante bomba transportada hasta el verde archipiélago por un avión que surcó el aire por sobre el océano, pasó por delante de la luna, al Este, y la arrojó.

No había comido ni bebido, no podía tragar nada. Antes de que se hiciera de noche, sacó de la tienda todos los objetos militares, todo su equipo de artificiero, y se arrancó todas las insignias del uniforme. Antes de tumbarse, se deshizo el turbante, se peinó el pelo y después se lo ató en un moño, se tumbó y vio la luz en la tela de la tienda desaparecer poco a poco, mientras sus ojos se aferraban a la última y azul pincelada de luz y oía amainar el viento hasta desaparecer y después el ruido seco que hacían los halcones con las alas al virar y todos los sonidos delicados del aire.

Tenía la sensación de que todos los vientos del mundo habían resultado aspirados hacia Asia. Las cavilaciones sobre aquella bomba del tamaño -al parecer-de una ciudad, tan vasta, que permitía a los vivos presenciar la muerte de la población a su alrededor, le hicieron olvidar las numerosas bombas pequeñas de su carrera. No sabía nada sobre aquella arma: si se trataría de un repentino ataque de metal y explosión o si el aire en ebullición embestiría y laminaría a todo ser humano. Lo único que sabía era que ya no podía permitir que nada se acercase a él, no podía comer nada ni beber siquiera en un charco de un banco de piedra en la terraza, no podía sacar una cerilla de la bolsa y encender el quinqué, pues estaba convencido de que éste lo incendiaría todo. En la tienda, antes de que se disipara la luz, había sacado la fotografía de su familia y la había contemplado. Su nombre era Kirpal Singh y no sabía qué hacía allí.

Ahora estaba bajo los árboles en pleno calor de agosto, sin turbante y vestido sólo con una kurta. No llevaba nada en las manos, caminaba simplemente bordeando la línea de los setos, descalzo sobre la hierba, la piedra de la terraza o la ceniza de una antigua hoguera. Su cuerpo insomne estaba vivo en un extremo de un gran valle de Europa.

Por la mañana temprano, Hana lo vio de pie junto a la tienda. Durante la noche había mirado por si veía alguna luz entre los árboles. Aquella noche, el inglés no había cenado y cada uno de los demás habitantes de la villa lo había hecho a solas. Ahora Hana vio el brazo del zapador dar un tirón y las paredes de lona se desplomaron sobre sí mismas como la vela de un barco. Se volvió y se dirigió hacia la casa, subió por la escalera a la terraza y desapareció.

En la capilla, pasó por delante de los bancos quemados y se dirigió hacia el ábside, donde, bajo una lona sujetada por ramas, se encontraba la motocicleta. Empezó a destapar la máquina. Se acuclilló junto a la moto y se puso a lubricar con aceite los piñones y los dientes de la cadena.

Cuando Hana entró en la capilla sin techo, estaba sentado ahí, con la espalda y la cabeza apoyadas contra la rueda.

Kip.

Él no dijo nada, la miró como si no la viera.

Kip, soy yo. ¿Qué teníamos nosotros que ver con eso?

Era como una roca delante de ella.

Se agachó hasta su nivel, se inclinó hacia él, apoyó la cara en su pecho y se quedó en esa posición.

Un corazón palpitante.

Al ver que seguía inmóvil, se retiró y se dejó caer sobre las rodillas.

En cierta ocasión, el inglés me leyó este pensamiento de un libro: «El amor es tan pequeño, que puede pasar por el ojo de una aguja.»

Él se inclinó hacia un lado para apartarse de ella y la cara le quedó a pocos centímetros de un charco de lluvia.

Un muchacho y una chica.

Mientras el zapador sacaba la motocicleta de debajo de la lona, Caravaggio se inclinó sobre el pretil, con la barbilla sobre el antebrazo. Después sintió que no podía soportar el ambiente de la casa y se marchó. No estuvo presente, cuando el zapador hizo revivir la motocicleta acelerando y se sentó en ella, en el momento en que se alzaba a medias, como un caballo lleno de vida bajo su jinete, y Hana permanecía a su lado.

Singh le tocó el brazo y dejó que la máquina rodara cuesta abajo y sólo entonces aceleró.

A mitad de camino de la verja, estaba esperándolo Caravaggio con el fusil. Ni siquiera lo alzó hacia la moto, cuando el muchacho aminoró la velocidad, al ver que Caravaggio se interponía en su camino. Caravaggio se le acercó y lo rodeó con los brazos. Un gran abrazo. El zapador sintió por primera vez el picor de la barba en la piel. Se sintió aspirado y envuelto por aquellos músculos. «Voy a tener que aprender a resignarme a tu ausencia», dijo Caravaggio. Entonces el muchacho se apartó y Caravaggio volvió a la casa.

El repentino brío del motor parecía extenderse a su alrededor. El humo del escape de la Triumph y el polvo y la gravilla que levantaba se perdían entre los árboles. Al llegar a la verja, saltó por encima de la rejilla horizontal destinada a impedir el paso del ganado y después, tras pasar por delante de los aromáticos jardines colgados de los pronunciados taludes a ambos lados de la carretera, salió serpenteando del pueblo.

Su cuerpo adoptó la posición habitual: el pecho, paralelo al depósito de gasolina, casi tocándolo; los brazos, horizontales, para disminuir la resistencia. Se dirigió hacia el Sur -por Greve, Montevarchi y Ambra, pueblecitos preservados de la guerra y la invasión- sin pasar por Florencia. Después, cuando aparecieron las nuevas colinas, empezó a trepar por su espinazo hacia Cortona.

Viajaba en sentido contrario al de la invasión, como si estuviera rebobinando el carrete de la guerra, por una ruta ahora libre de la tensión militar. Tomaba sólo carreteras que conocía, guiándose por las siluetas a lo lejos de las ciudades amuralladas que había visitado. Se mantenía estático en la Triumph, lanzada a todo tren bajo su cuerpo por las carreteras rurales. Llevaba poco equipaje, pues había dejado todas las armas en la villa. La moto pasaba por todos los pueblos como una exhalación, sin aminorar la velocidad ante pueblo o recuerdo alguno de la guerra. «La tierra dará tumbos como un borracho y quedará borrada del mapa como un simple caserío.»

Hana abrió la mochila de Kip. En su interior había una pistola envuelta en hule, que, cuando deshizo el paquete, desprendió su olor, un cepillo de dientes y polvo dentífrico, bocetos a lápiz en un cuaderno, entre ellos un dibujo de ella -sentada en la terraza y vista desde el cuarto del inglés-, dos turbantes, una botella de almidón y una linterna de zapador con sus correas de cuero para atársela en situaciones de emergencia. La encendió y la mochila se llenó de luz roja.

En los bolsillos laterales encontró piezas del equipo de artificiero, que no quiso tocar. Envuelta en otro trozo de tela estaba la cuña de metal que ella le había regalado y que en su país se utilizaba para sangrar los arces y obtener su azúcar.

De debajo de la tienda desplomada sacó un retrato que debía de ser de su familia y lo sostuvo en la palma de la mano: un sij y su familia.

Un hermano mayor, que en aquella foto sólo tenía once años, y Kip a su lado, con ocho años. «Cuando estalló la guerra, mi hermano se puso de parte de quienes estuvieran contra los ingleses.»