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– Todavía no lo hemos decidido…

– De momento está registrado como su primer hijo, pero necesitaríamos un nombre para nuestros archivos.

Un nombre, pensó Bird. La idea le turbaba. Si le proporcionaba un nombre al monstruo, desde ese instante parecería más humano y era probable que poco a poco se afirmara como ser humano. Una cosa era que muriese sin nombre pero otra muy distinta que lo hiciera con un nombre.

– Puede dejarnos un nombre provisional, aunque luego se lo cambie por otro -dijo la chica con amabilidad.

– Ponle un nombre, Bird -intervino Himiko impaciente.

– … Kikuhiko -dijo, recordando las palabras de su mujer. Y le enseñó a la chica qué caracteres tenía que emplear.

Una vez saldadas las cuentas, recuperó casi todo el dinero dejado en garantía. El bebé sólo había consumido leche diluida y agua azucarada. Su estancia en el hospital había resultado más barata de lo previsible.

Bird e Himiko retornaron a la sala de cuidados intensivos.

– Este dinero lo cogí de los ahorros para un viaje a África. Y ahora, cuando he decidido librarme del bebé e irme contigo a África, lo tengo de nuevo en mi poder…

Al hablar, Bird fue asaltado por sentimientos confusos y no tuvo claro qué quería decir con esas cosas.

– Entonces ese dinero será realmente para África -afirmó Himiko entusiasmada, y agregó-: Bird, ese nombre, Kikuhiko… Conozco un bar gay con ese nombre, se escribe con los mismos caracteres. La mama-san se llama Kikuhiko.

– ¿Qué edad tiene?

– Mmmm… Es difícil de calcular en maricas como ése; unos cuatro o cinco años menos que tú.

– Apuesto a que es el mismo Kikuhiko que conocí en provincias antes de venir a Tokio. Durante la ocupación tuvo una aventura con un funcionario norteamericano, después huyó a Tokio.

– ¿Lo dices en serio? ¿Qué tal si luego nos dejamos caer por allí para que lo compruebes? Será divertido, ¿no crees?

Luego, pensó Bird, luego de abandonar el bebé en manos de un abortista corrupto.

Recordó cómo había abandonado a su amigo Kikuhiko en una ciudad de provincias desconocida y en plena noche. Y ahora el bebé que estaba a punto de abandonar se llamaría Kikuhiko. Durante un instante Bird consideró la posibilidad de regresar y cambiarle el nombre. Pero en vez de hacerlo, dijo como necesitado de castigarse:

– ¡Despediremos la noche en ese bar gay Kikuhiko! ¡Será un auténtico velatorio!

El bebé Kikuhiko ya estaba de este lado del cristal, en su cesta y con la ropa escogida por Himiko. El pediatra esperaba junto a la cesta. Bird percibió la sorpresa de Himiko cuando vio al bebé. Había crecido un poco y tenía los ojos abiertos como grietas en su piel, y la mirada bizca. La protuberancia craneal también se había hecho mayor, más roja y brillante. Con los ojos abiertos el bebé parecía un anciano ermitaño salido de un Nang. Con todo, no tenía aspecto demasiado humano: la parte frontal del cráneo todavía estaba muy contraída y no equilibraba la monstruosa protuberancia posterior. Agitaba los puños cerrados como si quisiera salirse de la cesta.

– No se parece a ti -susurró Himiko con voz nerviosa.

– No se parece a nadie. Ni siquiera a un ser humano.

– Yo no diría eso… -intervino el pediatra.

Bird echó una mirada súbita al otro lado de la mampara de cristal: todos los bebés se movían frenéticamente. Parecían muy excitados. Imaginó que estaban cotilleando acerca del camarada a punto de ser deportado a un sitio desconocido. ¿Qué habría sido del bebé de ojos pensativos? ¿Y del hombrecillo cuyo hijo no tenía hígado?

– ¿Ha hecho los trámites en la oficina? -preguntó la enfermera.

– Sí.

– Muy bien, ya puede llevárselo.

– ¿Seguro que no cambiará de opinión? -preguntó el pediatra.

– Completamente seguro -dijo Bird, inflexible-. Gracias por todo.

– No tiene nada que agradecerme…

– Pues bien, entonces adiós.

– Adiós, y cuídese -dijo el doctor con voz muy suave.

Cuando salieron de la sala, los pacientes que haraganeaban en el corredor se dieron la vuelta como a una señal, y avanzaron hacia ellos. Bird avanzó mirándoles furiosamente y sujetando con firmeza la cesta. Himiko le seguía a toda prisa. Los enfermos se hicieron a un lado.

– Bird -dijo Himiko volviéndose para mirar atrás-, tal vez ese doctor o alguna enfermera avise a la policía.

– No lo creo -dijo Bird con firmeza-. No olvides que ellos mismos hicieron un intento por acabar con el bebé.

Se acercaban a la puerta principal y a lo que parecía una multitud de pacientes. Esta vez, defender al bebé de su malsana curiosidad le pareció tarea casi imposible. Bird se sintió como un jugador de rugby que corre en solitario hacia la portería defendida por todo el equipo contrario. De pronto se le ocurrió algo:

– El gorro está en el bolsillo de mis pantalones. ¿Puedes cogerlo y taparle la parte posterior de la cabeza?

Himiko lo hizo. Y juntos avanzaron hacia los pacientes que se les acercaban furtivamente y sonriendo como idiotas.

– ¡Qué hermoso bebé! ¡Parece un ángel! -exclamó una mujer de mediana edad, pero ellos prosiguieron sin titubear hasta lograr zafar a la multitud.

Afuera llovía otra vez. Subieron al coche y se acomodaron, Bird con la cesta sobre su regazo.

– ¿Listo?

– Sí, todo listo.

El coche salió disparado como dando inicio a una carrera.

– ¿Qué hora es, Bird?

El reloj indicaba una hora imposible. Estaba estropeado. Bird lo llevaba por hábito, pero desde hacía varios días no lo miraba ni lo ponía en hora. Le pareció que había estado viviendo fuera del tiempo que regía las vidas apacibles de todos aquellos que no se sentían amenazados por un bebé monstruo.

– Mi reloj no funciona.

Himiko encendió la radio del coche. Un locutor comentaba las repercusiones de la reanudación de las pruebas nucleares por parte soviética. La Liga Japonesa contra la Guerra Nuclear aprobaba la decisión soviética. Sin embargo, las luchas internas entre las distintas facciones de la Liga hacían prever que la próxima conferencia mundial para el desarme nuclear se hundiría en un pantano de discordia. Luego pasaron unas declaraciones de algunas víctimas de Hiroshima contrarias a las tesis de la Liga: ¿podía existir un arma nuclear limpia? Aunque las pruebas se efectuasen en las estepas siberianas, ¿podía existir una bomba nuclear que no perjudicase al hombre y su entorno?

Himiko cambió de emisora. Música popular…, un tango. Bird era incapaz de distinguir un tango de otro. El que sonaba era interminable. Al final apagaron la radio sin haber podido enterarse de la hora.

– Parece que la Liga se ha sometido al criterio soviético -dijo Himiko, inexpresiva.

– Así parece.

En un mundo que compartían todos los demás, el tiempo de la humanidad transcurría como un gigantesco destino maligno. Bird sólo era responsable del bebé que llevaba en su regazo, el monstruo que regía su destino personal.

– Bird, ¿crees que pueden existir personas que quieran una guerra nuclear, no porque se beneficien en ningún sentido, sino porque simplemente lo quieran así? La mayor parte de la gente cree, sin ningún motivo en particular, que el mundo se perpetuará y así lo esperan. Pero es probable que una minoría crea y aguarde, sin ningún motivo consciente, que la humanidad sea aniquilada. En el norte de Europa existe un animalillo similar a una rata, el lemming; a veces los lemmings se suicidan en masa. ¿No te parece que pueden existir personas como los lemmings?

– ¿Personas como los lemmings? La ONU tendría que organizar su caza y captura -bromeó Bird, aunque no tenía intenciones de salir en persecución de esas personas.

– Hace calor, ¿no? -dijo Himiko cambiando bruscamente de tema.

– Sí, es verdad.

EL calor del motor se transmitía al interior del coche a través de las delgadas placas metálicas de la carrocería, y como el techo de lona no dejaba que corriera el aire, comenzaron a sentirse como atrapados en un invernadero. Bird pensó en abrir un poco la lona, aunque entonces se mojarían por la lluvia.