– ¿No podría al menos bajar un poco el volumen? No todo el estado de Oregón tiene por qué escuchar a Lawrence Welk en «Té para dos» tres veces por hora, ¡todo el santo día! Si el ruido no impidiera oír lo que dice el jugador

que está al otro lado de la mesa, tal vez podría organizar una partidita de póquer…

– Ya sabe, señor McMurphy, que jugar dinero en la galería va contra las normas.

– Bueno, pues bájela para que podamos jugarnos cerillas, botones de bragueta… ¡bájela y ya está!

– Señor McMurphy… -antes de seguir hablando espera a que su serena voz de maestra produzca todo su impacto; sabe que les están escuchando todos los Agudos de la galería-,…¿sabe cuál es mi opinión? Considero que su actitud es muy egoísta. ¿No se ha dado cuenta de que en este hospital hay otras personas además de usted? Hay hombres de edad que no podrían oír la radio si la pusiéramos más baja, ancianos que simplemente no pueden leer, ni montar rompecabezas… ni jugar a las cartas para ganarles cigarrillos a los demás. Viejos como Matterson y Kittling cuya única distracción es esa música que sale del altavoz. Y usted quiere quitarles hasta eso. Nos gusta acceder a las sugerencias y peticiones siempre que nos es posible, pero creo que, antes de pedir algo así, por lo menos debería pensar un poco en los demás.

Él da media vuelta y echa un vistazo al lado de los Crónicos y comprende que ella tiene su poco de razón. Se quita la gorra, se pasa los dedos por el pelo y finalmente se vuelve otra vez hacia ella. Sabe tan bien como ella que todos los Agudos están pendientes de cada una de sus palabras.

– Conforme… no se me había ocurrido.

– Eso me pareció.

Da un tirón al mechón de pelo rojo que le asoma por el cuello del uniforme verde y luego dice:

– Bueno, ¿qué le parecería entonces si nos fuésemos a jugar a otra parte? ¿A otra sala? Como, por ejemplo, ese cuarto donde ponen las mesas durante la reunión. El resto del día está vacío. Podría abrir ese cuarto y permitir que los que desean jugar a cartas se quedasen ahí, y dejar aquí a los viejos con su radio… y todos contentos.

La enfermera sonríe, vuelve a cerrar los ojos y sacude gentilmente la cabeza.

– Desde luego, puede exponer la sugerencia al resto del personal cuando se presente la ocasión, pero creo que todos compartirán mi punto de vista: no disponemos de personal suficiente para atender dos salas de estar. Somos muy pocos. Y le agradecería que no se apoyase en ese cristal, por favor; tiene las manos grasientas y lo está manchando. Alguien tendrá que limpiarlo luego.

Él retira la mano sobresaltado y veo que está a punto de decir algo y luego calla, al comprender que ella no le ha dejado nada que decir, a menos que empiece a maldecirla. Tiene la cara y el cuello enrojecidos. Suspira profundamente y hace acopio de toda su fuerza de voluntad, como hizo ella esta mañana, y le dice que lamenta mucho haberla molestado y vuelve a la mesa de juego.

Todos en la galería advierten que la cosa está en marcha.

A las once se presenta el doctor y llama a McMurphy y le dice que le gustaría que fuese a su oficina para hablar un rato.

– Entrevisto a todos los recién llegados al día siguiente de su admisión.

McMurphy deja las cartas, se levanta y va hacia el doctor. Éste le pregunta cómo ha pasado la noche, pero McMurphy apenas masculla una respuesta.

– Parece muy ensimismado hoy, señor McMurphy.

– Oh, a veces también pienso -dice McMurphy y salen juntos al pasillo.

Cuando, transcurridos lo que parecen días, regresan los dos, sonríen y parlotean y parecen muy contentos por algún motivo. El doctor está limpiando sus gafas y parece que realmente ha estado riéndose, y McMurphy vuelve a mostrarse tan ruidoso y fanfarrón como de costumbre. Sigue en ese estado de ánimo hasta después de comer y a la una es el primero en sentarse para la reunión, mirándolo todo, desde su rincón con sus ojos azules muy abiertos.

La Gran Enfermera entra en la sala de estar con su séquito de enfermeras auxiliares y su cesto lleno de papeles. Coge de la mesa el cuaderno de bitácora y lo mira un instante con el ceño fruncido (nadie ha escrito nada sobre nadie en todo el día), luego se instala en su silla junto a la puerta. Del cesto que tiene en el regazo coge un par de dossiers y los hojea hasta encontrar el correspondiente a Harding.

– Si no recuerdo mal, ayer adelantamos bastante con el problema de señor Harding…

– Ah… antes de empezar -dice el doctor-, quisiera interrumpirles un momento, si me lo permiten. Se trata de una conversación que he tenido con el señor McMurphy esta mañana, en mi oficina. Estuvimos recordando cosas, en realidad. Charlando de los viejos tiempos. Verán, el caso es que el señor McMurphy y yo tenemos algo en común… fuimos al mismo colegio.

Las enfermeras se miran unas a otras y se preguntan qué le pasará a ese hombre. Los pacientes miran de reojo a McMurphy que sonríe en su rincón y esperan que el doctor siga hablando. Él asiente con la cabeza.

– Sí, al mismo colegio. Y rememorando viejos tiempos recordamos los carnavales que solía organizar el colegio, unas fiestas maravillosas, animadas, fuera de serie. Adornos, guirnaldas de papel, casetas de feria, juegos; solía ser uno de los máximos acontecimientos del año. Yo -como le decía a McMurphy- fui director del carnaval del colegio los años que estuve allí; aquellos eran tiempos felices…

En la sala de estar se ha hecho un gran silencio. El doctor levanta la cabeza y mira a su alrededor para comprobar si está haciendo el ridículo. La mirada de la Gran Enfermera no deja lugar a dudas al respecto, pero él no lleva las gafas puestas y esa mirada le resbala.

– En fin, para no alargarme en nostálgicas sensiblerías, hablando de ello, McMurphy y yo hemos pensado que tal vez a los hombres de esta galería les gustaría organizar un carnaval.

Se pone las gafas y vuelve a observar a los que le rodean. Nadie se ha puesto a dar saltos de alegría ante la perspectiva. Algunos aún recordamos que Taber intentó organizar un carnaval hace unos años y cómo acabó la cosa. Mientras el doctor aguarda, de la enfermera sale un penetrante silencio que flota sobre todo el grupo, como un desafío. Sé que McMurphy no puede romper el hielo porque la idea del carnaval es cosa suya, y justo cuando empezaba a pensar que nadie cometería la locura de quebrantar ese silencio, Cheswick, que está sentado junto a McMurphy, emite un gruñido y, antes de que pueda comprender qué ocurre, se encuentra ahí de pie, frotándose las costillas.

– Uh… yo por mi parte creo que, bueno… -baja los ojos y ve el puño de McMurphy apoyado en su silla, con el gordo pulgar muy tieso como una pica-,…un carnaval parece una idea estupenda. Rompería la monotonía.

– Tiene razón, Charley -dice el doctor, agradecido por el apoyo que le está prestando Cheswick-, y desde luego no deja de tener su valor terapéutico.

– Desde luego -dice Cheswick, con aire más satisfecho-. Desde luego. Un carnaval es muy terapéutico. Ya lo creo.

– S-s-sería dive-e-ertido -dice Billy Bibbit.

– Sí, eso también -corrobora Cheswick-. Podríamos organizarlo, doctor Spivey, claro que podríamos. Scanlon puede hacer el número de la bomba humana, y yo podría hacer un juego de anillas en la sala Terapéutica Ocupacional.

– Yo adivinaré la fortuna -dice Martini y mira de soslayo a algún lugar del techo.

– Yo también soy bastante bueno para diagnosticar patologías por las líneas de la mano -añade Harding.

– Estupendo, estupendo -exclama Cheswick y aplaude. Es la primera vez que alguien le apoya.

– Por mi parte -dice McMurphy arrastrando las palabras-, me complacerá hacerme cargo de una rueda de la fortuna. Tengo alguna experiencia…

– Oh, hay muchísimas posibilidades -comenta el doctor que, sentado muy erguido en su silla, comienza en realidad a entusiasmarse-. Yo mismo tengo un millón de ideas…