– ¡Venga aquí!

Se mete las manos en los bolsillos y comienza a arrastrar los pies pasillo adelante en dirección a ella. Nunca camina demasiado rápido y advierto que si no se da un poco de maña ella le paralizará y le hará trizas de una simple mirada; todo el odio y la furia y la frustración que había pensado verter sobre McMurphy se proyecta hacia el negro que avanza por el pasillo y él la siente chocar contra su cuerpo como un viento huracanado que le obliga a ir aún más despacio. Tiene que inclinarse contra ese vendaval, y apretar los brazos en torno a su cuerpo. Sobre su pelo y en sus cejas se forman cristales de escarcha. Avanza muy inclinado, pero sus pasos se hacen cada vez más lentos; nunca conseguirá llegar.

Entonces McMurphy comienza a silbar «Sweet Georgia Brown» y la enfermera aparta los ojos del negro justo a tiempo. Está más enfadada y más frustrada que nunca, jamás la había visto tan furiosa. Su sonrisa de muñeca se ha esfumado, se ha transformado en una rendija apretada y estrecha como un alambre al rojo vivo. Si algún paciente pudiera estar aquí para verla ahora, McMurphy ya podría empezar a cobrar sus apuestas.

Por fin el negro llega a su lado; ha tardado dos horas. Ella da un profundo suspiro.

– Washington, ¿por qué no se le entregó una muda a este hombre esta mañana? ¿No se ha fijado en que sólo lleva una toalla?

– Y la gorra -susurra McMurphy, y con el dedo, se da un golpecito en la visera.

– ¿Señor Washington?

El negro grandote mira al pequeñajo que le ha delatado y el pequeño comienza a retorcerse otra vez. El grande se le queda mirando un buen rato con unos ojos como lámparas de radio y se hace el propósito de arreglarle las cuentas más tarde; después gira la cabeza y escudriña a McMurphy de arriba abajo, sopesando los duros y fuertes hombros, la sonrisa torcida, la cicatriz de la nariz, la mano que sujeta la toalla, y luego mira a la enfermera.

– Creo… -comienza a decir.

– ¡Cree! ¡Crea menos y haga algo! ¡Vaya ahora mismo a buscarle un uniforme, señor Washington, o se pasará las próximas dos semanas en la Galería de Geriatría! Sí. Un mes de orinales y baños de barro le vendrá bien para refrescar su cabeza y tal vez comprenda cuan poco trabajo tienen en esta galería. En cualquier otra galería, ¿quién cree que estaría fregando el pasillo todo el día? ¿El señor Bromden? No, sabe muy bien quién lo haría. Les dispensamos de la mayor parte de sus tareas domésticas para que puedan ocuparse de los pacientes. Y eso incluye el preocuparse de que no corran exhibiéndose por ahí. ¿Qué habría pasado si una de las enfermeras jóvenes llega temprano y se encuentra a un paciente en el pasillo, sin uniforme? ¡Qué me dice!

El negro grandote no sabe muy bien qué podría haber pasado, pero comprende la intención y sale hacia el ropero en busca de un uniforme para McMurphy -probablemente diez tallas demasiado pequeño para él-, vuelve a pasar ligero y le tiende el uniforme con la mirada de más puro odio que jamás he visto. McMurphy se queda inmóvil, muy confundido, como si no supiera cómo coger el traje que le ofrece el negro, cómo arreglárselas con el cepillo en una mano y la otra sosteniendo la toalla. Por último, le hace un guiño a la enfermera, se encoge de hombros, se quita la toalla y se la cuelga a ella en un hombro, como si ella fuera un colgador de madera.

Descubro que todo el rato ha llevado los calzoncillos puestos, debajo de la toalla.

La verdad es que me parece que, en vez de verle así vestido, ella preferiría que hubiera estado completamente desnudo debajo de esa toalla. Muda y absolutamente agraviada, lanza furiosas miradas a las enormes ballenas blancas que cubren sus calzoncillos. Es demasiado para ella. Tarda un minuto largo en recuperar un poco su compostura y volverse hacia el negro bajito; su voz tiembla incontrolada, tanta es su rabia.

– Williams… creo que… debía haber limpiado los cristales de la Casilla de las Enfermeras para cuando yo llegara esta mañana.

Williams sale escapando como un pequeño escarabajo blanco y negro.

– Y usted, Washington… y usted…

Washington vuelve a su cubo, casi al trote. Ella mira a su alrededor, a ver si encuentra a alguien más con quien meterse. Me descubre, pero a estas alturas otros pacientes han comenzado a salir del dormitorio y a preguntarse qué hace nuestro grupito allí en el pasillo. Ella cierra los ojos y se concentra. No puede permitir que le vean el rostro así, lívido e impregnado de furia. Recurre a toda su capacidad de autocontrol.

Poco a poco, los labios se van recomponiendo bajo la naricilla blanca, se dilatan, como si el alambre encendido hubiera llegado a fundirse de tanto calor, refulgen un instante y luego se cierran con firmeza como si fueran piezas de hierro colado y comienzan a adquirir una apariencia fría y curiosamente mortecina. Los labios se entreabren y entre ellos asoma la lengua, como un trozo de blanca escoria. Sus ojos vuelven a abrirse y tienen el mismo y extraño aspecto mortecino y frío e inexpresivo de los labios, pero se lanza de cabeza a la rutina cotidiana como si nada hubiera ocurrido, con la esperanza de que los pacientes estén demasiado dormidos para darse cuenta de nada.

– Buenos días, señor Sefelt, ¿van mejor sus dientes? Buenos días, señor Fredrickson, ¿usted y el señor Sefelt han pasado buena noche? Duermen uno al lado del otro, ¿verdad? Por cierto, me han comunicado que han llegado a una especie de acuerdo con sus medicamentos: ¿usted le cede su medicina a Bruce, verdad, señor Sefelt? Luego hablaremos de eso. Buenos días, Billy; vi a su madre cuando venía hacia aquí y me pidió que sobre todo le dijera que piensa constantemente en usted y que está segura de que no la defraudará. Buenos días, señor Harding… pero, mire, sus dedos, tienen las puntas enrojecidas y descarnadas. ¿No habrá estado mordiéndose las uñas otra vez?

Antes de que puedan responderle, aun suponiendo que hubiera algo a responder, se vuelve hacia McMurphy que sigue ahí de pie, en calzoncillos. Harding mira los calzoncillos y suelta un silbido.

– Y a usted, señor McMurphy -dice con una sonrisa dulce como la miel-, le sugeriría que, si ya ha terminado de exhibir su viril musculatura y sus llamativos calzoncillos, vaya al dormitorio y se ponga el uniforme.

Él se lleva la mano a la gorra y dirigiéndose a ella y a los pacientes que están contemplando las ballenas blancas de sus calzoncillos, mientras hacen burlones comentarios, saluda y se va al dormitorio sin decir palabra. Ella da media vuelta y sale en sentido contrario, con la rígida y roja sonrisa por delante; antes de que llegue a cerrar la puerta de su casilla de cristal, ya comienza a salir del dormitorio otra vez el canto de McMurphy.

– «Me llevó al salón, y me abanicó» -puedo oír resonar las palmadas sobre su vientre desnudo-, «y dijo al oído de su mamá, quiero a este tipo que sabe jugar.»

Comienzo a barrer el dormitorio en cuanto queda vacío. Estoy buscando pelusas debajo de su cama cuando percibo un olor que, por primera vez desde que estoy en el hospital me hace comprender que este gran dormitorio lleno de camas, en el que duermen cuarenta hombres maduros, siempre ha estado impregnado de mil olores distintos -olor a germicida, a pomada de cinc, a polvo fungicida, a orines y a acre estiércol de viejo, a Pablum y a elixir, a calzoncillos y a calcetines mohosos incluso cuando acaban de llegar de la lavandería, olor inflexible al almidón de las sábanas, hedor acre y de las bocas por la mañana, olor a plátano del aceite de máquina y, a veces, olor a brillantina-, pero jamás hasta hoy, hasta su llegada, había tenido este viril olor a polvo y a barro de los campos recién labrados, y a sudor, y a trabajo.

McMurphy se pasa todo el desayuno hablando y riendo sin parar. Cree que después de lo de esta mañana ya no le costará nada vencer a la Gran Enfermera. No sabe que tan sólo la ha cogido desprevenida y que, más bien, la ha ayudado a reforzar su línea de defensa.