Y vuelve al lavabo, desde donde me llega su canto acompañado del redoble de su cepillo de dientes.
Inmóvil, con el estropajo colgado de su mano gris, el negro se le ha quedado mirando mientras desaparecía. Al cabo de un minuto parpadea, atisba a su alrededor y advierte que lo he visto todo y se me acerca y me arrastra pasillo abajo por el cordón de mi pijama y me empuja hasta un punto del mosaico que ya limpié ayer.
– ¡Ah! Maldita sea, ¡no te muevas de ahí! ¡Quiero verte trabajar y que no te quedes por ahí embobado como una vaca inútil! ¡Quieto! ¡Quieto!
Y me inclino y sigo fregando de espaldas a él para que no pueda ver mi sonrisa. Me alegra que McMurphy se haya enfrentado con el negro como pocos podrían hacerlo. Papá solía hacer lo mismo: con las piernas muy abiertas, inmóvil, apuntando al cielo, como la primera vez que se presentaron los funcionarios del gobierno para negociar la cancelación del tratado.
– Miren, patos del Canadá -dice Papá, apuntando hacia arriba.
Los hombres del gobierno miran y hacen crujir sus papeles.
– ¿En qué mes estamos…? ¿En julio? No hay… este… ánades en esta época del año. Uh, no ánades.
Hablaban como los turistas del Este que creen que es preciso procurar hablar de forma que les resulte comprensible a los indios. Papá no parecía prestar ninguna atención a su modo de hablar. Seguía mirando al cielo.
– Patos ahí arriba, hombre blanco. Tú saber. Patos este año. Y el año pasado. Y el otro año y el otro.
Los hombres se miran unos a otros y carraspean.
– Sí. Es posible, Jefe Bromden. Pero, olvídese de esos patos. Mire este contrato. Nuestra oferta podría ser muy beneficiosa para usted… para su gente… podría cambiar la vida del hombre rojo.
Papá dijo:
– … y el otro año y el otro año y el otro…
Cuando por fin los funcionarios cayeron en que les estaban tomando el pelo, todos los miembros del consejo de la tribu, que estaban sentados a la entrada de nuestra choza e iban sacando las pipas de los bolsillos de sus camisas de lana roja y negra para luego guardarlas de nuevo, mientras intercambiaban sonrisas entre sí y en dirección a Papá, todos se estaban riendo a mandíbula batiente. El Tío R. J. Wolf rodaba por el suelo, ahogándose de risa, e iba diciendo:
– Comprendes, hombre blanco.
Fue demasiado para ellos; dieron media vuelta sin decir palabra y se marcharon en dirección a la carretera, con la nuca enrojecida, mientras nosotros nos reíamos a sus espaldas. A veces me olvido del gran poder de la risa.
La llave de la Gran Enfermera entra en la cerradura y el negro corre a su lado en cuanto cruza la puerta, balanceándose alternativamente sobre uno y otro pie, como un niño que quiere ir al lavabo. Estoy lo suficientemente cerca para oírla pronunciar un par de veces el nombre de McMurphy, y comprendo que le está contando que McMurphy quería limpiarse los dientes, olvidándose por completo de viejo Vegetal que murió durante la noche. Agita los brazos y se esfuerza por comunicarle lo que ya ha conseguido hacer, tan de mañana, ese estúpido pelirrojo: ha desorganizado las cosas, ha infringido las normas de la galería, ¿por qué no hace algo ella?
La enfermera mira fijamente al negro hasta que deja de agitarse, después otea el extremo del pasillo donde, a través de la puerta del lavabo, se oye, más fuerte que nunca, el atronador canto de McMurphy.
– «Oh, tus padres no me quieren, les parece que soy pobre; les parece que no merezco cruzar tu puerta.»
Su rostro, primero, revela asombro; como todos los demás, hace tanto tiempo que no oía cantar a nadie que tarda un segundo en comprender de qué se trata.
– «Fuerte es mi placer, mi dinero es muy mío, y al que no le guste, que no se meta conmigo.»
Escucha un minuto más para asegurarse de que no está oyendo cosas raras; después empieza a hincharse. Abre las ventanas de la nariz y a cada inspiración se hace más grande, se hincha y adquiere una mirada tan obstinada como no le había vuelto a ver desde que Taber estuvo aquí. Acciona los goznes de sus codos y sus dedos. Oigo un pequeño chirrido. Comienza a avanzar y yo me aplasto contra la pared y cuando irrumpe por donde yo estoy ya ha alcanzado el tamaño de un camión, y tras el tubo de escape va arrastrando el cesto de mimbre como si fuera un remolque Diesel. Tiene los labios entreabiertos y lleva la sonrisa por delante como la rejilla de un radiador. Cuando pasa por mi lado noto que huele a aceite caliente y a chispas electromagnéticas y cada vez que pone un pie en el suelo aumenta un poco más de tamaño, se va hinchando y dilatando, ¡arrollaría todo lo que se interpusiera en su camino! Me horroriza imaginar qué piensa hacer.
Entonces, cuando ya va lanzada a toda marcha y en plena furia, McMurphy asoma por la puerta del lavabo justo frente a ella, sujetándose la toalla en torno a las caderas y… ¡la deja helada! Se encoge hasta que su cabeza queda más o menos a la altura de aquella toalla que cubre su vientre y él la mira desde lo alto con una sonrisa. Ella, por su parte, empieza a perder la sonrisa que comienza a aflojarse en las comisuras.
– ¡Buenos días, señorita Rat-shed [3]! ¿Cómo van las cosas ahí fuera?
– ¡No puede pasearse… con una toalla!
– ¿No? -Mira hacia el punto de la toalla que ella tiene frente a los ojos; la toalla está húmeda y muy apretada-. ¿También hay una norma contra las toallas? Bueno, supongo que no tendré más remedio que…
– ¡Alto!, no se atreva. ¡Vuelva al dormitorio y vístase ahora mismo!
Parece una profesora riñendo a un alumno, de modo que McMurphy baja la cabeza como un alumno y dice con un hilo de voz, como si estuviera a punto de romper a llorar:
– No puedo, señora. Creo que un ladrón me ha soplado la ropa esta noche mientras dormía. Con los colchones que tiene aquí, he dormido como un lirón.
– ¿Alguien le ha soplado…?
– Birlado, limpiado, afanado, robado -dice muy satisfecho y en su excitación inicia un bailoteo con los pies descalzos frente a ella.
– ¿Le han robado la ropa?
– Eso parece.
– Pero… ¿ropas de presidiario? ¿Para qué?
Interrumpe su bailoteo y baja otra vez la cabeza.
– Sólo sé que allí estaban cuando me acosté y que cuando me he levantado habían desaparecido. Como por encanto. Oh, ya sé que eran simples ropas de presidiario, bastas y desteñidas y poco refinadas, señora, lo sé… y es posible que un traje de presidiario no tenga gran valor para el que tiene otro. Pero para un hombre desnudo…
– Ese traje -dice ella, que al fin ha comprendido- debía ser retirado. Esta mañana le han entregado un uniforme verde de convaleciente.
Él menea la cabeza y suspira, pero sigue con la mirada gacha.
– No. No, me parece que no me lo han dado. Esta mañana me he encontrado sin nada, excepto la gorra que llevo en la cabeza y…
– Williams -brama ella en dirección al negro, que continúa junto a la puerta de la galería como si estuviera a punto de salir corriendo-. Williams, ¿puede venir un momento?
Se arrastra hasta ella como un perro que va a recibir unos azotes.
– Williams, ¿por qué no le han dado un uniforme de convaleciente a este paciente?
El negro suspira aliviado. Se endereza y sonríe, levanta la mano derecha y señala en dirección al otro extremo del pasillo, donde está uno de los negros altos.
– El señor Washington es el encargado de la ropa esta mañana. No yo. No.
– ¡Señor Washington! -Le deja clavado, allí con la fregona colgando sobre el cubo, inmóvil, helado-. ¡Quiere venir un momento!
La fregona vuelve a caer silenciosamente en el cubo y él apoya el mango contra la pared con gesto lento y cauteloso. Da media vuelta y mira en dirección a McMurphy y al negro bajito y la enfermera. Luego otea a derecha e izquierda, como si creyera que tal vez ella se dirigía a otra persona.