Las habríamos perdido totalmente si las chicas no se hubieran puesto en contacto con nosotros. Justo cuando ya empezábamos a desesperar de poder acercarnos nuevamente a ellas comenzaron a aparecer nuevas estampas plastificadas de la Virgen. El señor Hutch encontró una sujeta en el limpiaparabrisas del coche y, como no entendió su significado, hizo con ella una bola y la echó en el cenicero. Ralph Hutch la encontró más adelante debajo de un montón de ceniza y de colillas. Cuando nos la trajo, la estampa estaba quemada por tres puntos. Aun así, pudimos comprobar que era idéntica a la estampa de la Virgen que Cecilia tenía agarrada en la bañera y, cuando le sacudimos la ceniza de encima, en el reverso de la misma apareció el número de teléfono: 555-MARY.
Pero Hutch no fue el único en encontrar una estampa. La señora Hessen encontró otra prendida en sus rosales. Joey Thompson, por su parte, percibió un día un extraño ruido en los neumáticos de la bicicleta y, al mirar, vio una estampa de la Virgen sujeta en los radios. Finalmente, Tim Winer encontró una estampa pegada en las ventanas de su estudio, con la imagen hacia él, como si lo mirase. Nos dijo que debía de hacer bastante tiempo que la estampa estaba allí, porque la humedad había penetrado en la superficie plastificada y le daba al rostro de la Virgen un aspecto gangrenoso. Por lo demás era igual que las demás: la Virgen iba cubierta con un manto azul provisto de un cuello mariposa de lamé dorado, llevaba en la cabeza una corona imperial de margaritas y un rosario ceñido en la cintura. Como es habitual, la Santa Madre tenía esa expresión beatífica de los que se medican con litio. Nadie vio jamás a las hermanas Lisbon distribuyendo las estampas, de la misma manera que nadie supo tampoco por qué las distribuían, pero aun ahora, después de tantos años, recordamos aquel estremecimiento que sentíamos cada vez que alguien nos informaba del hallazgo de otra estampa. Aquellas estampas tenían un sentido que no podíamos discernir y su lamentable estado -desgarrones, moho- hacía que pareciesen antiguas. Tim Winer escribió en su diario: «La sensación era como la que se podía experimentar al desenterrar una ajorca que hubiera pertenecido a una muchacha muerta bajo las cenizas de Pompeya. Acababa de ponérsela y estaba agitándola delante de la ventana, admirando cómo brillaba la joya cuando, súbitamente, la erupción del volcán la había teñido de rojo». (A Winer le encantaban las novelas de Mary Renault.)
Dejando aparte las estampas de la Virgen, estábamos convencidos de que las muchachas nos enviaban otro tipo de señales. Cierta vez, en mayo, el farolillo chino de Lux comenzó a parpadear en un indescifrable código Morse. Cada noche, cuando en la calle empezaba a oscurecer, su farolillo comenzaba a parpadear y el calor de la bombilla hacía girar un farol mágico interior que proyectaba sombras en las paredes. Nos pareció que las sombras transmitían un mensaje y los prismáticos así lo confirmaron, pero resultó que los mensajes estaban escritos en chino. El farol solía encenderse y apagarse según secuencias variadas -tres breves, dos largos, dos largos, tres breves-, después de lo cual se iluminaba la luz del techo y revelaba una habitación que era como una exposición de museo. En nuestro breve recorrido respetábamos los cordones de terciopelo y pasábamos de largo por delante del mobiliario fin de siglo: una cabecera de cama comprada en Sears con mesilla de noche a juego; la lámpara Apolo II de Therese, que proyectaba su luz sobre un póster propiedad de Lux en el que aparecía Billy Jack de tamaño natural con un sombrero negro de ala plana y un cinturón Navajo. Era una visión que sólo duraba treinta segundos al cabo de los cuales la habitación de Lux y Therese volvía a quedar a oscuras. Entonces, en respuesta, se iluminaba por dos veces la de Bonnie y Mary. Nadie pasaba por delante de las ventanas y la duración de las iluminaciones tampoco correspondía a ninguna actividad habitual. Las luces de las habitaciones de las hermanas Lisbon se apagaban y se encendían sin que entendiéramos la razón.
Todas las noches tratábamos de descifrar el código. Tim Winer quiso registrar los destellos con su lápiz estilográfico, pero sabíamos que, por algún motivo, no correspondían a ninguna forma de comunicación establecida. Algunas noches las luces nos hipnotizaban hasta tal punto que, cuando recuperábamos la conciencia, habíamos olvidado dónde estábamos y lo que hacíamos y la única luz que iluminaba la trastienda de nuestro cerebro era aquel fulgor de burdel que emitía el farolillo chino de Lux.
Nos costó un poco descubrir las luces que brillaban en la que había sido la habitación de Cecilia. Distraídos por los destellos que observábamos a uno y otro lado de la casa, no advertimos aquellas lucecitas blancas y rojas que resplandecían en la ventana por la que hacía diez meses había saltado la muchacha. Una vez que las descubrimos, tampoco nos pusimos de acuerdo acerca de qué podían ser. Unos creían que eran varillas de incienso que quemaban en una ceremonia secreta, en tanto que otros opinaban que no eran más que cigarrillos. La teoría de los cigarrillos se vino abajo tan pronto como detectamos más luces rojas que posibles fumadores, y cuando contamos dieciséis comprendimos en parte el misterio: las muchachas habían preparado un altar dedicado a su hermana muerta. Los que iban a la iglesia dijeron que la ventana se parecía a la gruta de la iglesia católica de San Pablo del Lago, si bien en lugar de colocar hileras ascendentes de cirios votivos, todos iguales en tamaño e importancia, como las almas que representaban, las hermanas Lisbon idearon una fantasmagoría de faroles. Fundieron los restos de las velas que encendían durante la cena y formaron una bola de parafina envuelta en su propia mecha, luego fabricaron diez antorchas con una «vela artística» psicodélica que Cecilia había comprado en una feria callejera y encendieron las seis velas achaparradas que el señor Lisbon guardaba en una caja en el armarito de la escalera para casos de averías eléctricas. También encendieron tres tubos de carmín de Mary, que ardían sorprendentemente bien. En el alféizar de la ventana, puestas en tazas colgadas de un tendedero, en macetas viejas, en cajas de leche cortadas, ardían las velas. Por las noches veíamos a Bonnie ocupándose de que no se apagaran. En ocasiones, al encontrar velas ahogadas en su propia cera, abría con unas tijeras una trinchera para canalizarla, pero la mayor parte de las veces vigilaba las velas como si le fuera la vida en ello; las llamas casi se extinguían pero, por avidez de oxígeno, aguantaban.
Las velas no sólo imploraban a Dios, sino también a nosotros. El farolillo chino emitía su intraducible S.O.S. La luz del techo nos mostraba el lamentable estado de la casa de los Lisbon y nos mostraba también a Billy Jack, que había vengado la violación de su chica sirviéndose del repudiado kárate. Las señales de las hermanas Lisbon llegaban hasta nosotros pero a nadie más, como una emisión de radio captada por nuestras antenas. Por la noche, detrás de nuestros párpados destellaban sombras de imágenes vistas o permanecían flotando sobre la cama como un enjambre de luciérnagas. Nuestra imposibilidad de responder hacía que aquellas señales fuesen aún más importantes. Cada noche asistíamos al espectáculo, a punto siempre de encontrar la clave, y Joe Larson incluso intentó responder apagando y encendiendo la luz de su cuarto, lo que hizo que la casa de los Lisbon quedara sumida en la oscuridad y nos sintiéramos castigados.
El 7 de mayo llegó la primera carta. Se deslizó en el buzón de Chase Buell junto con el resto de la correspondencia. No llevaba sello ni remitente, pero al abrirla reconocimos en seguida el Flair púrpura con el que a Lux le gustaba escribir.
Querido quien seas:
Di a Trip que he acabado con él.
Es asqueroso.
Adivina quién soy