«¡Mana!», lo que, según Demo, quería decir algo así como: «¡Vaya mierda!».

Pero nunca parecía realmente sorprendida. Fuera pasaban las ventanas que atisbaba todas las semanas, fuera pasaba la calle, vivía aquel mundo que la anciana señora Karafilis sabía que estaba muriéndose desde hacía años.

En última instancia no era la muerte lo que la sorprendía, sino la terquedad de la vida. No le cabía en la cabeza que los Lisbon se mantuvieran tan tranquilos, no se lamentaran ni gritaran enloquecidos. Al ver al señor Lisbon colgando las guirnaldas de Navidad, sacudió la cabeza y murmuró algo por lo bajo. Soltó el andador geriátrico que le habían instalado en el primer piso, dio unos pasos a nivel del mar sin ningún tipo de apoyo, y por primera vez en siete años no sintió dolor alguno. Demo nos lo explicó en estos términos:

– Nosotros los griegos somos gente taciturna. Para nosotros el suicidio tiene sentido. Pero poner luces de Navidad después de que tu hija se ha suicidado, eso sí que no tiene sentido. Lo que mi yia yia no llegó a entender jamás de este país es por qué la gente se empeña en ser constantemente feliz.

El invierno es la estación del alcoholismo y la desesperación. No hay más que ver los borrachos de Rusia o los suicidios de Cornell. Hubo tantos examinandos que se lanzaron allí colina abajo que la universidad decretó un día de fiesta en pleno invierno para tratar de aliviar la tensión existente (conocida popularmente como «día del suicidio», la fiesta apareció de improviso, en una indagación informática que realizamos, junto con «excursión al suicidio» y «suicidio-móvil»). No entendemos en absoluto a aquellos chicos de Cornell, a Bianca con su primer diafragma y toda la vida por delante saltando desde el puente llevando un chaleco como único amortiguador; al moreno y existencial Bill, con sus cigarrillos de clavo y su abrigo del Ejército de Salvación, que no saltó como Bianca, sino que se encaramó a la barandilla y se quedó colgado ante la muerte antes de dejarse caer (los músculos de los hombros muestran desgarrones en un treinta y tres por ciento de los que escogen los puentes; el sesenta y siete por ciento restante se limita a saltar). Lo decimos sólo para demostrar que hasta los estudiantes universitarios, libres de emborracharse y de fornicar a placer, optan por quitarse de en medio en gran número. Imagínense, pues, qué había de ocurrirles a las hermanas Lisbon, encerradas en su casa sin un estéreo atronador ni posibilidad de escuchar sonido alguno.

Los periódicos, al ocuparse más adelante de lo que calificaron de «pacto de suicidio», trataron a las muchachas de autómatas, seres con tan poca vida que sus muertes apenas supusieron un cambio. En los sucesivos artículos de la señorita Perl, que se prolongaron por espacio de dos o tres meses y que condensaban el sufrimiento de cuatro seres humanos en el titular «Cuando la juventud no ve ningún futuro», las niñas aparecían como personas indiferenciadas que van marcando el calendario con negras letras x o que celebraban supuestas Misas Negras cogidas de la mano. La señorita Perl no duda en advertir indicios de satanismo o alguna forma leve de magia negra. Sacó un gran partido del incidente de la quema de discos y citó a menudo letras de música de rock que aludían a muerte o a suicidio. La señorita Perl hizo amistad con un pinchadiscos local y se pasó una noche entera escuchando los discos que los compañeros de Lux le señalaron como los favoritos de la chica. De aquellas pesquisas resultó un descubrimiento del que se sentía extraordinariamente orgullosa: una canción de la banda Cruel Crux titulada «Virgen suicida». A continuación se reproduce el estribillo, aunque de todos modos ni la señorita Perl ni nosotros hemos podido determinar si el álbum figuraba entre los discos que la señora Lisbon obligó a Lux a quemar:

Virgen suicida

¿Qué gritaba ella?

Es inútil seguir

en ese viaje al holocausto.

Me dio su cereza.

Es mi virgen suicida.

Resulta evidente que la canción entronca perfectamente con el concepto de que unas fuerzas oscuras acechaban a las hermanas Lisbon, algún mal monolítico del que nosotros no éramos responsables. Pero el comportamiento de las muchachas distaba mucho de ser monolítico. Mientras Lux se citaba con sus amantes en el tejado, Therese criaba caballitos de mar fluorescentes en un vaso de agua y, en el salón de abajo, Mary se pasaba horas contemplándose en su espejo portátil. El espejo, con su marco oval de plástico rosa, estaba circundado de bombillas, como los de los camerinos de las actrices. Mediante un interruptor, Mary simulaba diferentes horas y temperaturas. Disponía de fondos para «mañana», «tarde» y «noche», así como uno para «sol brillante» y otro para «nublado». Mary pasaba horas sentada delante del espejo, observando su cara mientras navegaba a través de las alteraciones de mundos falsos. Llevaba gafas oscuras cuando brillaba el sol y se arropaba cuando estaba nublado. En ocasiones el señor Lisbon advertía que Mary accionaba continuamente el interruptor y que en un momento recorría un período de diez o veinte días y a menudo hacía sentar a su lado, delante del espejo, a una de sus hermanas a fin de aconsejarle:

– Date cuenta de que, cuando está nublado, se notan más las ojeras. Esto es porque nosotras tenemos la piel pálida. Con el sol… espera un minuto… fíjate, así, desaparecen. Eso quiere decir que en los días nublados tenemos que ponernos más maquillaje o crema base. Cuando hace sol, en cambio, tenemos el cutis más descolorido, o sea que necesitamos ponerle color. Carmín de labios e incluso sombra de ojos.

Ese auténtico proyector que es la prosa de la señorita Perl tiende a desdibujar los rasgos de las hermanas Lisbon. Emplea frases hechas para describirlas y las califica de «misteriosas» o de «solitarias» e incluso llega a decir que se sentían «atraídas por el aspecto pagano de la Iglesia Católica». Nunca supimos qué significaba exactamente aquella frase, pero muchos pensaban que tenía que ver con el intento de las muchachas de salvar el olmo familiar.

Por fin llegó la primavera y los árboles se llenaron de brotes. La escarcha que cubría las calles crujía al derretirse. El señor Bates registró nuevos baches, como todos los años, y envió una lista mecanografiada de los mismos al Departamento de Transportes. A primeros de abril, el Departamento de Parques volvió a colocar cintas en los árboles condenados, pero esta vez no fueron rojas sino amarillas y con las siguientes palabras impresas: «Se ha diagnosticado a este árbol la enfermedad holandesa de los olmos, razón por la cual será arrancado a fin de evitar su diseminación. Por orden del Departamento de Parques». Había que dar tres vueltas alrededor del árbol para leer la frase entera. El olmo del jardín delantero de los Lisbon (véase documento número uno) figuraba entre los árboles condenados, y aunque aún hacía frío llegó un camión cargado de hombres para cortarlo.

Conocíamos la técnica. Primero subió un hombre a la copa en una jaula de fibra de vidrio y después de hacer un agujero en la corteza acercó la oreja al mismo como si quisiera escuchar el pulso vacilante del árbol. Acto seguido, sin más ceremonias, comenzó a podar las ramas más pequeñas, que iban cayendo en las manos cubiertas con guantes anaranjados de unos hombres colocados debajo. Éstos las iban amontonando cuidadosamente, como si fueran tablones de dos por cuatro, y después las metían en la sierra circular de la parte trasera del camión. La calle quedaba inundada de chorros de serrín y, años más tarde, siempre que nos encontrábamos en bares anticuados, el serrín de los suelos nos retrotraía a la tala de nuestros árboles. Una vez desguarnecido el tronco, los hombres lo dejaban para desguarnecer otros y durante un tiempo el árbol se quedaba marchito, intentando elevar los muñones que tenía por brazos, criatura muda y armada con porras de la que sólo la ausencia de voz había hecho que nos diéramos cuenta de que hasta entonces había estado hablando. En aquella hilera de muertos, los árboles eran como la barbacoa de los Baldino, y comprendimos que Sammy el Tiburón hubiera tenido la previsión de construir el túnel, pensando en los árboles no como eran ahora, sino en cómo serían, para que si en el futuro se veía obligado a escapar pudiera hacerlo a través de una entre cien cepas idénticas.