«Cuatro hermanas de Cecilia Lisbon, la adolescente del East Side cuyo suicidio el pasado verano despertó la atención sobre un problema nacional, pusieron en riesgo sus vidas el miércoles pasado en un intento de salvar el olmo que Cecilia tanto amaba. El año pasado le fue diagnosticada al árbol la enfermedad holandesa del olmo y estaba previsto que sería cortado esta primavera.» De esas palabras se desprende que la señorita Perl aceptaba la teoría de que las chicas habían salvado el árbol en recuerdo de Cecilia, y lo que leímos en el diario de esta última hace que no tengamos motivos para disentir de su opinión. Con todo, años más tarde, cuando hablamos con el señor Lisbon, él lo negó de plano.

– La aficionada a los árboles era Therese. Lo sabía todo acerca de ellos. Conocía todas las variedades, la profundidad a que llegaban las raíces. Si quieren que les sea franco, no recuerdo que Cecilia se interesase demasiado por la vida de las plantas.

Sólo cuando los del Departamento de Parques se hubieron marchado, las muchachas rompieron la cadena que habían formado alrededor del árbol. Restregándose los brazos entumecidos, volvieron a meterse en casa sin ni siquiera echar un vistazo a los que mirábamos, desperdigados, desde los jardines vecinos. Chase Buell oyó que Mary decía: «Volverán». Y se metieron dentro.

El señor Patz, que formaba parte de un grupo de unas diez personas, manifestó:

– Yo estoy de parte de las chicas. Cuando los de Parques se marcharon, me entraron ganas de aplaudir.

Temporalmente, el árbol sobrevivió. El Departamento de Parques siguió con la lista que llevaba y eliminó otros árboles del vecindario, pero nadie más tuvo agallas suficientes o fue tan loco como para oponer resistencia. El olmo de los Buell, con su columpio hecho con un neumático, fue retirado, el de los Fusilli desapareció un día mientras estábamos en la escuela y el de los Shalaan también se desvaneció. Muy pronto el Departamento de Parques se trasladó a otras calles, aunque el lamento incesante de sus sierras de cadena hacía que ni nosotros ni las hermanas Lisbon pudiéramos apartarlo de nuestros pensamientos.

Comenzó la temporada de béisbol y nos perdimos por verdes campos. En otros tiempos, el señor Lisbon llevaba a veces a sus hijas a algún partido de los que jugábamos como locales, y ellas se sentaban en las gradas y vitoreaban a los jugadores como todo el mundo. Mary hablaba con las animadoras.

– A ella le habría gustado serlo, pero su madre no la dejaba -nos dijo Kristi McCulchan-. Yo le enseñé algunos estribillos y la verdad es que lo hacía muy bien.

No lo dudábamos. Nosotros siempre mirábamos a las hermanas Lisbon y no a nuestras chifladas animadoras. En los partidos muy reñidos se mordían los puños y se figuraban que todas las pelotas que iban fuera del diamante equivalían a una carrera completa. Saltaban y se ponían de pie cuando la pelota caía, demasiado pronto, en el guante del «jardinero». El año de los suicidios las hermanas Lisbon no asistieron a un solo partido, aunque nosotros no esperábamos que lo hicieran. Poco a poco fuimos dejando de buscar en las gradas sus rostros enfebrecidos, como dejamos también de pasearnos por debajo para ver otras cosas de ellas, cortadas en franjas desde atrás.

Si bien seguíamos atraídos por las niñas Lisbon y continuábamos pensando en ellas, ya se estaban alejando de nosotros. Las imágenes que habíamos atesorado de ellas -en traje de baño, saltando sobre un aspersor de riego o huyendo de una manguera de jardín convertida en serpiente gigante por el arte de la presión del agua- ya comenzaban a desdibujarse por muy religiosamente que siguiésemos meditando en ellas en nuestros momentos más íntimos, tumbados en la cama junto a dos almohadas atadas con un cinturón para simular un cuerpo humano. Ya no podíamos evocar el timbre ni la cadencia exacta de sus voces. Incluso el jabón de jazmín comprado en Jacobsen's, que guardábamos en una vieja caja de pan, ya se había reblandecido y había perdido el aroma y ahora olía igual que las cajas de cerillas cuando se ponen húmedas. Al mismo tiempo, aún no nos habíamos percatado del todo de que las hermanas Lisbon estaban yéndose lentamente a pique y había mañanas en que despertábamos a un mundo que todavía no estaba fracturado: nos desperezábamos, saltábamos de la cama y sólo después de restregarnos los ojos delante de la ventana nos acordábamos de la casa que se estaba desmoronando al otro lado de la calle y de las ventanas oscurecidas por el musgo que nos vedaba la visión de las muchachas. La verdad era ésta: comenzábamos a olvidar a las hermanas Lisbon, y no recordábamos nada más. Ya se desvanecía el color de sus ojos, la situación de sus lunares, hoyuelos y minúsculas cicatrices. Hacía tanto tiempo que no veíamos sonreír a las hermanas Lisbon que ya nos costaba recordar sus apretados dientes.

– Ahora no son más que recuerdos -dijo tristemente Chase Buell-. Ha llegado el momento de suprimirlas.

Pero pese a decirlo, se rebelaba contra sus palabras, al igual que todos nosotros. Y en lugar de relegar a las niñas al olvido, contemplábamos una vez más las cosas que habían sido suyas, las cosas de las que habíamos conseguido apoderarnos durante aquella extraña curaduría nuestra: los sujetadores de Cecilia, el microscopio de Therese, un joyero con una hebra de los cabellos rubios de Mary puesta sobre algodones, la fotocopia de la estampa de la Virgen que había pertenecido a Cecilia, una blusa de Lux. Lo juntábamos todo en el centro del garaje de Joe Larson y dejábamos entornada la puerta automática para ver el exterior. El sol ya se había puesto y el cielo estaba oscuro. Ahora que ya se habían marchado los del Departamento de Parques, la calle volvía a ser nuestra. Por primera vez desde hacía meses vimos encenderse una luz en casa de los Lisbon, y en seguida se apagó con un parpadeo. En una habitación contigua se encendió otra luz, que parpadeó también en respuesta. En torno a las aureolas de las farolas advertimos un velado remolino que en el primer momento no reconocimos porque lo conocíamos demasiado, un absurdo ejemplo de éxtasis y de locura: la llegada de las primeras moscas del pescado de la temporada.

Había pasado un año y seguíamos sin saber nada. Las chicas se habían reducido de cinco a cuatro, pero todas -las vivas y la muerta- se estaban convirtiendo en sombras. Ni siquiera el surtido de sus pertenencias allí ordenadas a nuestros pies servía para reafirmar su existencia, y nada nos parecía más anónimo que cierto absurdo bolsito de vinilo, cubierto de cadena dorada, que tanto podía haber pertenecido a cualquiera de las chicas como a cualquier chica del mundo. El hecho de que en alguna ocasión hubiéramos estado lo bastante cerca de las hermanas Lisbon para ir pasando a través de los diferentes aromas de sus respectivos champús (del jardín de hierbas al calvero del limonar y al soto de las manzanas verdes) ya empezaba a parecernos cada vez más irreal.

¿Cuánto tiempo seguiríamos siendo fieles a las hermanas Lisbon? ¿Cuánto tiempo conservaríamos puro su recuerdo? En realidad, ahora ya no las conocíamos y sus nuevas costumbres -abrir una ventana, por ejemplo, para echar por ella un pañuelo de papel hecho una bola- hacían que nos preguntásemos si alguna vez las habíamos conocido o si nuestros desvelos sólo habían sido huellas dactilares de fantasmas. Nuestros talismanes dejaron de ser efectivos. Tocar la falda escocesa que Lux llevaba en la escuela sólo evocaba un nebuloso recuerdo de los tiempos en que se la vimos puesta en clase: una mano cansada que jugaba con el imperdible plateado, que se lo quitaba, que dejaba los pliegues sueltos sobre las rodillas desnudas, siempre a punto de abrirse en el minuto más impensado, pero nunca, nunca… Había que frotar varios minutos seguidos la falda para verlo con claridad. Las restantes diapositivas iban desvaneciéndose de la misma manera o, cuando accionábamos el proyector, no caía ninguna en la rendija del proyector y nos dejaba con la carne de gallina y los ojos clavados en una pared blanca.