¡Eh! ¿habéis intentado probar alguna vez llegar al otro lado?

Tal vez suba al arco iris,

Pero, amigo, ahí está:

Los sueños son para los que duermen,

a nosotros nos toca vivir.

Y si te preguntas adónde va a parar esta canción,

quiero descubrirlo contigo.

Se interrumpió la comunicación. (De pronto, las muchachas nos habían echado los brazos al cuello, nos habían hecho aquella confesión ardiente al oído y habían salido corriendo de la habitación.) Durante unos minutos permanecimos inmóviles, escuchando el zumbido de la línea telefónica, que inmediatamente después comenzó a emitir un furioso bip bip hasta que una voz grabada nos dijo que colgáramos sin más pérdida de tiempo.

Nunca se nos habría ocurrido soñar que las hermanas Lisbon pudieran corresponder nuestro amor. Sólo de imaginarlo la cabeza nos daba vueltas. Nos tumbamos en la alfombra de los Larson, que olía superficialmente a desodorante de animales y, más profundamente, a animales. Pasó un buen rato sin que nadie hablara, pero, poco a poco, mientras íbamos barajando recuerdos en nuestra mente, comenzamos a ver las cosas bajo una nueva luz. ¿Acaso las hermanas Lisbon no nos habían invitado a la fiesta que habían dado en su casa el año pasado? ¿No sabían nuestros nombres y direcciones? ¿No nos espiaban a través de los pequeños huecos que limpiaban con la mano en los cristales sucios de las ventanas? Olvidados de nosotros y, cogidos de la mano, sonreíamos con los ojos cerrados. En el estéreo, Garfunkel comenzó a desgranar sus agudos y ya no pensamos en Cecilia. Sólo pensábamos en Mary, Bonnie, Lux y Therese, varadas en la vida, imposibilitadas hasta ahora de hablar con nosotros a no ser de aquella manera tímida e incierta. Repasamos sus últimos meses en la escuela y surgieron nuevos recuerdos. Lux se había dejado olvidado un día el libro de matemáticas y había tenido que compartir el de Tom Faheem. En el margen había escrito: «Quiero irme de aquí». ¿Qué amplitud tenía aquel deseo? Volviendo la vista atrás, nos dimos cuenta de que las hermanas Lisbon habían intentado comunicarse con nosotros, habían tratado de que las ayudásemos, pero nosotros habíamos estado demasiado embobados para escucharlas. Estábamos tan absortos vigilándolas que éramos incapaces de notar nada excepto que cuando las mirábamos nos miraban. ¿A quién más podrían recurrir? A sus padres desde luego que no, tampoco a los vecinos. Estaban prisioneras en su propia casa: fuera de ella, eran unas leprosas. Por eso se escondían del mundo y esperaban que alguien -nosotros- las salvase.

Durante los días siguientes tratamos de volver a llamar a las chicas, aunque sin éxito. El teléfono sonaba desesperanzado, abandonado. Nos imaginábamos el aparato ululando debajo de almohadones mientras las hermanas Lisbon trataban en vano de cogerlo. Incapaces de establecer contacto, compramos Lo mejor de Bread y estuvimos escuchando una y otra vez «Hacerlo contigo». Hablábamos de túneles incesantemente, decíamos que se podría iniciar uno en el sótano de los Larson y continuarlo por debajo de la calle. Podríamos trasladar la tierra en las perneras de los pantalones y vaciarlas mientras paseábamos, como en La gran evasión. Nos seducía tanto el dramatismo de la situación que llegamos a olvidar por un momento que aquel túnel ya estaba construido: las cloacas. Sin embargo, al explorarlas descubrimos que estaban llenas de agua, ya que aquel año el nivel del lago había vuelto a subir. No importaba. El señor Buell tenía una escalera extensible que podíamos apoyar fácilmente en las ventanas de las muchachas.

– Es como fugarse -dijo Eugie Kent.

Las palabras hicieron navegar nuestros pensamientos hasta un juez de paz de rostro rubicundo en alguna pequeña ciudad y hasta el coche cama de un tren que atravesaba durante la noche azules campos de trigo. Nos imaginábamos todo tipo de cosas, sólo esperábamos a que las hermanas dieran la señal.

Ninguna de estas cosas -lo de los discos, los destellos de luces, las estampas de la Virgen- salió nunca en los periódicos. Pensábamos en nuestra comunicación con las hermanas Lisbon como en una muestra de sagrada confianza, incluso cuando esa fidelidad dejó después de tener sentido. La señorita Perl (que más adelante publicó un libro con un capítulo dedicado a las hermanas Lisbon) habló de que su ánimo iba hundiéndose cada vez más en inevitable progresión. Presenta en él los últimos y patéticos intentos de las chicas por incorporarse a la vida -Bonnie ocupándose del altar, Mary poniéndose jerseys de colores chillones-, aunque la señorita Perl añade que, debajo de cada piedra que utilizaban las muchachas para construirse un refugio, había barro y gusanos. Las velas eran un espejo entre dos mundos que tenía una doble función: evocaba a Cecilia pero llamaba también a sus hermanas a reunirse con ella. Los vistosos jerseys de Mary sólo demostraban la urgente y desesperada necesidad de la adolescente de sentirse hermosa, en tanto que los holgados chándals de Therese revelaban su falta de autoestima.

Nosotros sabíamos más cosas. Tres noches después de la sesión de los discos, vimos que Bonnie metía una maleta negra en su cuarto. La dejó sobre la cama y comenzó a llenarla de ropa y libros. Se acercó Mary y metió dentro su espejo climático. Discutieron sobre el contenido de la maleta y, cediendo a un arranque, Bonnie sacó algunas prendas que había metido y dejó más espacio para las cosas de Mary: una grabadora, un secador de cabello y un tope de puerta de hierro forjado, objeto cuya utilidad no entendimos hasta más tarde. No teníamos idea de lo que hacían, pero de inmediato nos dimos cuenta del cambio que se apreciaba en su conducta. Ahora se movían con un nuevo propósito. Su carencia de objetivo había desaparecido. Paul Baldino interpretó sus actos de esta manera:

– Parece como si quisieran tomarse un descanso -dijo dejando a un lado los prismáticos. Enunció aquella conclusión con la seguridad de quien ha visto desaparecer parientes camino de Sicilia o de América del Sur y nosotros le dimos crédito inmediato-. Os apuesto diez dólares contra cinco a que este fin de semana se largan.

Tenía razón, aunque no ocurrió exactamente tal como había anunciado. La última nota, escrita en el dorso de una estampa plastificada de la Virgen, llegó al buzón de Chase Buell el 14 de junio. Decía simplemente: «Mañana. A medianoche. Esperad la señal».

En esa época del año las moscas del pescado formaban una capa que cubría las ventanas y dificultaba mirar a través de ellas. La noche siguiente nos reunimos en el solar que había al lado de la casa de Joe Larson. El sol se había puesto detrás del horizonte, pero aún iluminaba el cielo con una franja química de color naranja más bella que si hubiera sido natural. La casa de los Lisbon, al otro lado de la calle, estaba a oscuras salvo por el neblinoso fulgor rojizo que envolvía el altar de Cecilia, prácticamente escondido. Desde abajo apenas si distinguíamos el piso de arriba, de modo que intentamos subirnos al tejado de los Larson, si bien el señor Larson nos paró los pies.

– Acabo de alquitranarlo -nos dijo.

Volvimos a vagar por el solar, nos fuimos después calle abajo y pusimos las palmas de las manos sobre el asfalto, todavía caliente por el sol. El olor a humedad de la casa de los Lisbon llegó hasta nosotros, pero se desvaneció en seguida, por lo que creímos haberlo imaginado. Joe Hill Conley comenzó a subirse a los árboles, como siempre hacía; los demás pensamos que ya no teníamos edad para eso. Nos quedamos mirándolo mientras trepaba a un arce. No podía subir muy alto porque las ramas eran delgadas y no lo habrían sostenido. Chase Buell le gritó:

– ¿Ves algo?

Joe Hill Conley entrecerró los ojos y después tiró de la comisura de los párpados por considerarlo más efectivo, y finalmente negó con la cabeza. Pese a todo, aquello nos dio una idea y nos dirigimos a la vieja casa del árbol. Inspeccionándola a través del follaje, examinamos su estado. Hacía años que una tormenta se había llevado parte del tejado y le faltaba aquel detalle con que la habíamos rematado, el pomo de la puerta, pero la estructura aún parecía habitable.