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– A lo mejor puedes comprar toda la casa tú sola -le dijo Eddie de mal talante

– ¿Para qué querría esa casa? -respondió ella-. ¡No es exactamente un jodido tesoro de recuerdos para mí!

Eddie pensó que nunca tendría la casa, pero que por lo menos no se vería obligado a vivir con ella

– Dios mío, Eddie, qué raro eres -le dijo Hannah

Pese a que aquel fin de semana era tan sólo el primero de noviembre, a lo largo del camino de tierra que llevaba cuesta arriba, por delante de la finca de Kevin Merton, a la casa de Ruth, los árboles habían perdido las hojas. Las ramas desnudas de los arces, que tenían el color de la piedra gris, y las de los abedules, blancos como huesos, parecían temblar, anticipándose a la nieve que no tardaría en caer. Ya hacía frío, y cuando bajaron del coche en el sendero de Ruth, Hannah se rodeó con los brazos mientras Eddie abría el maletero para sacar el equipaje y los abrigos que no habían sido necesarios en Nueva York

– ¡Mierda de Vermont! -dijo de nuevo Hannah. Le castañeteaban los dientes

El ruido que hacía alguien al partir leña atrajo su atención. En el patio, junto a la entrada de la cocina, había un montón de troncos y, a su lado, otro montón más pequeño y pulcro de leña partida. Al principio Eddie pensó que el hombre que partía los troncos y amontonaba la leña era el vecino de Ruth, Kevin Merton, el que le cuidaba la casa. También Hannah había creído que era él, hasta que percibió en el leñador algo que invitaba a observarle con más detenimiento

El hombre estaba tan absorto en su tarea que no reparó en la llegada del coche de Eddie. Vestía tejanos y camiseta de media manga, pero trabajaba de una manera tan enérgica que no notaba el frío e incluso sudaba. Cortaba los troncos y amontonaba la leña de modo muy metódico. Si el diámetro del tronco no era muy grande, lo colocaba vertical en el tajón y lo partía a lo largo de un hachazo. Si era demasiado grande, cosa que calibraba de un simple vistazo, lo ponía horizontal en el tajón y lo partía con una cuña y un mazo. Aunque el manejo de los útiles parecía su segunda naturaleza, lo cierto era que Harry Hoekstra había empezado a partir leña hacía tan sólo una o dos semanas. Hasta entonces no lo había hecho nunca

Aquel trabajo le encantaba. Con cada potente hachazo o mazazo imaginaba los fuegos que encendería, y a los recién llegados les pareció que era lo bastante fuerte y estaba tan entregado a su tarea que podría haberse pasado el día entero partiendo leña. Hannah pensó que podría hacer cualquier cosa durante todo el día… o toda la noche. De repente deseó haberse depilado la zona sobre el labio superior, o por lo menos haberse lavado la cabeza y maquillado un poco, llevar sostén y vestir unas prendas mejores

– ¡Debe de ser el holandés, el policía de Ruth! -susurró Eddie a Hannah

– No me digas -respondió Hannah, sin acordarse de que Eddie desconocía su juego particular con Ruth-. ¿No has oído ese ruido?

– Eddie pareció desconcertado, como siempre-. El ruido de mis bragas cuando caen al suelo -le explicó ella-. Ese ruido.

– Ah ¡Qué vulgar era Hannah!, se dijo Eddie. ¡Gracias a Dios, no tendría que compartir una casa con ella!

Harry Hoekstra, que había oído sus voces, dejó caer el hacha y se acercó a ellos. Estaban allí como niños, temerosos de alejarse del coche, mientras el ex policía se acercaba y tomaba la maleta de Hannah, quien temblaba de frío

– Hola, Harry -logró decir Eddie

– Debéis de ser Eddie y Hannah -les dijo Harry

– No me digas -replicó Hannah, en un tono de chiquilla muy impropio de ella

– ¡Vaya, Ruth me dijo que dirías eso!

Hannah pensaba que ahora lo entendía. ¿Quién no lo habría entendido? Y se decía que ojalá le hubiera conocido ella primero. Pero cierta parte de su pensamiento, que siempre socavaba la confianza en sí misma, una confianza externa, tan sólo aparente, le decía que, aunque le hubiera conocido primero, él no se habría interesado por ella… o por lo menos su interés no se habría prolongado más allá de una noche

– Me alegro de conocerte, Harry -fue todo lo que pudo decirle Hannah

Eddie vio que Ruth salía a saludarles, rodeándose con los brazos porque hacía mucho frío. Se le había caído harina sobre los tejanos y también tenía un poco en la frente, por la que se pasó el dorso de la mano para apartar el cabello

– ¡Hola! -exclamó Ruth alegremente

Hannah nunca la había visto así, tan rebosante de felicidad. Eddie comprendió que estaba enamorada. Nunca se había sentido tan deprimido. Mientras la miraba, se preguntó por qué la había creído alguna vez parecida a Marion y cómo había llegado a imaginar que la quería

Hannah miraba a uno y otro; primero, codiciosamente, a Harry, y luego a Ruth, con envidia. "¡Están enamorados, los muy puñeteros!", se decía, detestándose a sí misma

– Tienes harina en la frente, cariño -le dijo a Ruth, después de besarla-. ¿Has oído ese ruido? -susurró a su vieja amiga-. ¡Mis bragas, que se deslizan al suelo, mejor dicho, que golpean el suelo!

– Las mías también -respondió Ruth, ruborizada

Hannah se dijo que su amiga lo había conseguido. La vida que siempre había deseado ya era suya

– Tengo que lavarme la cabeza -se limitó a decirle-, y maquillarme un poco

Había dejado de mirar a Harry, porque no podía seguir haciéndolo

Entonces Graham salió por la cocina y corrió hacia ellos. Rodeó con los brazos la cintura de Hannah y estuvo a punto de derribarla. Fue un grato momento de confusión

– ¡Soy yo, Graham! -gritó el pequeño

– No puedes ser Graham, ¡eres demasiado grande! -replicó Hannah, mientras lo alzaba en brazos y lo besaba

– ¡Sí, soy yo, soy Graham!

– Anda, acompáñame a mi cuarto, Graham -le pidió Hannah-, y ayúdame a poner en marcha la ducha o la bañera, tengo que lavarme la cabeza

– ¿Has llorado, Hannah? -le preguntó el niño

Ruth miró a Hannah, y ésta desvió la vista. Harry y Eddie estaban junto a la puerta de la cocina, admirando el montón de leña

– ¿Estás bien? -preguntó Ruth a su amiga

– Sí. Eddie acaba de pedirme que viva con él, sólo que no me lo decía en ese sentido. Sólo quería que compartiéramos casa -añadió Hannah

– Qué raro -observó Ruth

– Sí, no sabes de la misa la mitad -replicó Hannah, y besó de nuevo a Graham

El niño le pesaba en los brazos, pues no estaba acostumbrada a cargar con un pequeño de cuatro años. Se volvió hacia la casa para ir en busca de su cuarto, darse una ducha o un baño y entregarse a su recuerdo más reciente de cómo era el amor… por si algún día ella lo encontraba