– Tengo entendido que Harry ha enseñado a Graham a jugar al fútbol -adujo Eddie, a modo de leve alabanza
– Los niños norteamericanos deben aprender a lanzar pelotas de béisbol-replicó Hannah-. A esos jodidos europeos sólo les gusta dar patadas a un balón
– Ruth dijo que Harry es un gran lector -le recordó Eddie.
– Lo sé -dijo Hannah-. ¿Qué es ese hombre? ¿Un admirador de escritores? ¡A su edad, Ruth no debería ser vulnerable a eso!
¿A su edad?, se dijo Eddie O'Hare, quien tenía cincuenta y tres años pero parecía mayor. El problema se debía en parte a su estatura, o más exactamente a su postura, que le daba un aspecto ligeramente encorvado, y a las patas de gallo que se extendían por las pálidas sienes. Aunque conservaba el cabello, éste se había vuelto totalmente gris plateado, y al cabo de pocos años sería blanco
Hannah le miró de soslayo. A causa de las patas de gallo, Eddie parecía entornar siempre los ojos. Se había mantenido delgado, pero su delgadez se sumaba a los demás rasgos que le avejentaban. Era la delgadez de un hombre demasiado nervioso, poco saludable, como si estuviera demasiado preocupado para pensar en comer. Y el hecho de que no bebiera alcohol lo convertía para Hannah en el epítome del aburrimiento
De todos modos, a Hannah le habría gustado que Eddie le hubiera hecho alguna proposición de vez en cuando. No lo había hecho jamás, algo que a ella le parecía indicativo de su apatía sexual. Ahora pensaba que debía de haber estado loca al imaginar que Eddie se había enamorado de Ruth. Tal vez el pobre hombre estaba enamorado de la misma vejez. ¿Durante cuánto tiempo había conservado ridículamente su amor por la madre de Ruth?
– ¿Qué edad tendría Marion ahora? -preguntó de improviso a Eddie
– Setenta y seis -respondió él sin necesidad de pensarlo.
– Podría estar muerta -sugirió Hannah, cruelmente
– ¡De ninguna manera! -exclamó Eddie, con más pasión de la que mostraba sobre cualquier otro tema
– ¡Un puñetero policía holandés! -repitió Hannah-. ¿Por qué no vive con él durante un tiempo? ¿Por qué ha de casarse con ese tipo?
– A mí que me registren -replicó Eddie-. A lo mejor quiere casarse por Graham
Ruth había esperado casi dos semanas, desde que Harry vivía con ella en la casa de Vermont, a permitirle dormir en su cama. Le había inquietado la reacción de Graham al encontrar a Harry allí por la mañana, y quería que, en primer lugar, el niño llegara a conocerle bien. Pero cuando Graham por fin vio a Harry en la cama de su madre, subió sin inmutarse y se colocó entre ellos
– ¡Hola, mami y Harry! -exclamó. (Y a Ruth se le desgarró el corazón, porque recordaba la época en que Graham decía: "¡Hola, mami y papi!") Entonces el pequeño tocó al ex policía e informó a Ruth: Harry no está frío, mami
Por supuesto, Hannah estaba celosa por anticipado del supuesto éxito de Harry con Graham. Ella, a su manera, también sabía jugar con el niño. Además de la desconfianza que sentía hacia el holandés, la misma idea de que un policía se ganara la confianza y el afecto de su ahijado, por no mencionar que también se había ganado la confianza y el afecto de Ruth, había despertado la competitividad innata de Hannah
– Dios mío, ¿cuándo va a terminar este puñetero viaje? -preguntó entonces a Eddie
Él pensó en decirle que, como había salido de los Hamptons, el puñetero viaje era dos horas y media más largo para él, pero se limitó a decir:
– He estado pensando en algo
¡Y en menudos pensamientos se había embarcado!
Había reflexionado en la posibilidad de comprar la casa de Ruth en Sagaponack. Durante todos los años que Ted Cole vivió allí, Eddie evitó minuciosamente Parsonage Lane. Ni una sola vez había pasado en coche por delante de la casa, una casa que era un hito del verano más emocionante de su vida. Pero a veces, después de la muerte de Ted, Eddie se había desviado de su ruta a fin de pasar por Parsonage Lane, y dado que la casa de los Cole estaba en venta y Ruth había inscrito a Graham en un centro preescolar de Vermont, Eddie aprovechaba cualquier oportunidad para enfilar en su coche el callejón y recorrerlo muy lentamente. También solía pasar en bicicleta ante la casa de Sagaponack
Que la casa aún no se hubiera vendido sólo le daba una mínima esperanza. El precio de la finca era prohibitivo. Las propiedades situadas en el lado de la carretera de Montauk que daba al océano eran demasiado caras para Eddie, quien sólo podía permitirse vivir en los Hamptons si seguía haciéndolo en el lado "inferior" de la carretera. Para empeorar las cosas, la casa de Eddie en Maple Lane, de dos pisos y tejado de ripia, sólo estaba a doscientos metros de lo que quedaba de la estación de Bridgehampton. (Aunque los trenes seguían funcionando, de la estación sólo quedaban los cimientos.)
Desde la casa de Eddie se veían los porches de sus vecinos, los céspedes que se volvían pardos, el amplio surtido de barbacoas y las bicicletas de los niños. No era precisamente una panorámica del océano. Eddie no podía oír el rumor del oleaje desde un lugar tan alejado del mar como Maple Lane. Lo que oía era el ruido de las puertas de tela metálica al cerrarse con brusquedad, las peleas de los niños y los gritos airados que les dirigían sus padres. Lo que oía era los ladridos de los perros. (En opinión de Eddie, había demasiados perros en Bridgehampton.) Pero lo que oía, por encima de todo, era el paso de los trenes
Los trenes pasaban tan cerca de su casa, por el lado norte de Maple Lane, que Eddie había dejado de usar el pequeño jardín trasero. Tenía la barbacoa en el porche delantero, donde el chisporroteo de la grasa había chamuscado una parte del tejado de ripia, mientras que el humo había ennegrecido la lámpara del jardín. Los trenes pasaban tan cerca que la cama de Eddie temblaba en las raras ocasiones en que él dormía profundamente, y había instalado una puerta en la estantería donde guardaba las copas de vino, porque las vibraciones causadas por los trenes derribaban las copas de los estantes. (Aunque sólo tomaba Coca-Cola Light, prefería tomarla en una copa de vino.) Los trenes pasaban tan cerca de Maple Lane que el número de bajas entre la población canina del barrio era considerable. No obstante, aquellos perros eran reemplazados por otros que parecían más escandalosos y agresivos, que se quejaban a los trenes con una vehemencia que los perros muertos nunca habían tenido.
En comparación con la casa de Ruth, Eddie poseía una perrera al lado de la vía férrea, y estaba muy dolido, no sólo porque Ruth se mudaba, sino también porque el monumento que representaba el cenit sexual de su vida estaba en venta y él no podía comprarlo. Jamás habría abusado de la amistad o la conmiseración de Ruth, y ni siquiera se le había ocurrido pedirle, como un favor personal, que rebajara el precio
Pero a Eddie O'Hare se le había ocurrido otra cosa, algo que le había mantenido absorto durante sus horas de vigilia, y era proponerle a Hannah que compraran la casa entre los dos. Esta peligrosa mezcla de fantasía y desesperación era lamentablemente propia del carácter de Eddie. Hannah no le gustaba, y ella le pagaba con la misma moneda. ¡No obstante, tanto deseaba Eddie quedarse con la casa que estaba a punto de proponerle que la compartieran!