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– Ésta es mi idea del trabajo -dijo Lula mientras entraba en el aparcamiento-. No todo el mundo tiene un trabajo tan bueno como el nuestro. Es cierto que de vez en cuando nos pegan un tiro, pero, mira, hoy no estamos encerradas en un asqueroso edificio de oficinas.

– Hoy es sábado -dije-. La mayoría de la gente no trabaja.

– Bueno, sí. Pero esto lo podríamos hacer un miércoles si quisiéramos.

Sonó mi móvil.

– Apuesta diez dólares por Roger Dodger en la quinta -dijo Ranger, y colgó.

– ¿Qué? -preguntó Lula.

– Ranger. Quiere que apueste diez dólares a Roger Dodger en la quinta.

– ¿Le habías dicho que veníamos a las carreras?

– No.

– ¿Cómo lo hace? -preguntó Lula-. ¿Cómo sabe dónde estamos? Si te digo que no es humano. Es un alienígena o algo por el estilo.

Miramos alrededor para ver si nos seguían. En aquella ocasión, ni se me había ocurrido pensar que podía haber alguien pisándonos los talones.

– Probablemente le ha puesto un chivato electrónico al coche -dije-. Como el satélite OnStar, con la diferencia de que éste manda la información a la Baticueva.

Atravesamos la verja de acceso, siguiendo la marea de gente que entraba al interior del hipódromo. La primera carrera se acababa de terminar y en la zona de apuestas el ambiente estaba todavía impregnado del olor a sudor nervioso. El aire era denso, por la ansiedad colectiva, la esperanza y la energía frenética que bulle en las carreras.

A Lula, los ojos se le iban de un lado a otro, sin saber hacia dónde ir primero, sintiendo la llamada irresistible de los nachos, la cerveza y las ventanillas de apuestas.

– Necesitamos un programa de carreras -dijo-. ¿Cuánto tiempo tenemos? No quiero perderme la próxima. Hay un caballo que se llama Decisivo. Es una señal del cielo. Primero mi horóscopo y ahora esto. Estaba escrito que tenía que venir hoy aquí y apostar a ese caballo. Quítate de en medio. Me estás bloqueando el paso.

Me quedé esperando mientras Lula hacía la apuesta. A mi alrededor la gente hablaba de caballos y de jockeys, vivía el momento y disfrutaba. A mí, por el contrario, la diversión me estaba vetada. No podía quitarme a Abruzzi de la cabeza. Me sentía acosada. Estaban jugando con mis emociones. Mi integridad estaba amenazada. Y me sentía furiosa. Estaba hasta la coronilla de aquello. Lula tenía toda la razón sobre Benito Ramírez y su crueldad sádica. Y probablemente también tenía toda la razón respecto a que hablar con Abruzzi era un error. Pero iba a hacerlo de todas formas. No podía evitarlo. Claro que, antes, tenía que encontrarle. Y no iba a ser tan fácil como había creído en un principio. Había olvidado lo grande que era la zona de barrera y la cantidad de gente que se congregaba allí.

Sonó el timbre que anunciaba el cierre de las ventanillas y Lula se me acercó apresurada.

– Ya está. He llegado justo a tiempo. Tenemos que darnos prisa y conseguir asientos. No quiero perdérmelo. Estoy completamente segura de que este caballo va a ganar. Y es una oportunidad única. Esta noche salimos a cenar. Yo invito.

Encontramos unos asientos en las gradas y nos dispusimos a ver la carrera. Si hubiera tenido mi propio CR-V, habría unos prismáticos en la guantera. Desgraciadamente, ahora los prismáticos serían una masa informe de cristal y plástico derretidos, reducida al espesor de una moneda.

Observé metódicamente a la gente que ocupaba la barrera, intentando localizar a Abruzzi. Los caballos tomaron la salida y la multitud se lanzó hacia adelante, gritando y agitando los programas. No se veía más que una masa difusa de colores. Lula gritaba y daba saltos a mi lado.

– ¡Corre, pedazo de cabrón! -aullaba-. ¡Corre, corre, corre, maldito hijo de puta!

Yo no estaba muy segura de lo que quería. Por un lado quería que ganara, pero me temía que si ganaba se pondría insoportable con el rollo del horóscopo.

Los caballos cruzaron la línea de meta y Lula no dejaba de saltar.

– ¡Sí! -gritaba-. ¡Sí, sí, sí!

La miré.

– Has ganado, ¿verdad?

– Puedes apostar el culo a que sí. Veinte a uno. Debo de ser la única genio en todo este puñetero sitio que ha apostado por esa maravilla de cuatro patas. Voy por mi dinero. ¿Vienes conmigo?

– No, me voy a quedar aquí. Quiero buscar a Abruzzi ahora que esto se va despejando de gente.

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Qué Vida Ésta pic_14.jpg

PARTE DEL PROBLEMA era que veía a toda la gente de barrera de espaldas. Ya es bastante difícil reconocer a alguien que conoces íntimamente de esa manera. Casi imposible localizar a una persona que sólo has visto dos veces y muy brevemente.

Lula se dejó caer en el asiento de mi lado.

– No te lo vas a creer – dijo-. Acabo ver los ojos del diablo.

Tenía su recibo de apuestas agarrado fuertemente en una mano e hizo la señal de la cruz.

– Santa Madre de Dios. Fíjate. Me estoy santiguando. ¿Pero qué hago? Soy baptista. Los baptistas no hacemos ese rollo de la cruz.

– ¿Los ojos del diablo? -pregunté.

– Abruzzi. Me he encontrado con Abruzzi. Venía de recoger el dinero y de hacer otra apuesta, y me di de bruces con él, como si fuera el destino. Me miró de arriba a abajo y yo le miré a los ojos y casi me meo en los pantalones. Cuando veo esos ojos siento como si la sangre se me helara.

– ¿Te ha dicho algo?

– No. Me ha sonreído. Ha sido espantoso. Una de esas sonrisas que son como un corte en la cara que no alcanza a los ojos. Y, con una tranquilidad escalofriante, se ha dado la vuelta y se ha alejado.

– ¿Estaba solo? ¿Cómo iba vestido?

– Estaba con ese tal Darrow otra vez. Creo que Darrow debe de ser su guardaespaldas. Y no sé cómo iba vestido. Cuando estoy a dos metros de Abruzzi es como si se me paralizara el cerebro. Esos espeluznantes ojos me anulan por completo -Lula se estremeció-. Diosssss -dijo.

Al menos ya sabía que Abruzzi estaba allí. Y que estaba con Darrow. Volví a recorrer con la mirada la gente de la barrera. Empezaba a reconocer a algunos. Se iban a hacer las apuestas y volvían a su lugar preferido.

Era gente de Jersey. Los más jóvenes iban vestidos con camisetas y vaqueros o pantalones de trabajo. Los mayores llevaban pantalones de poliéster Sansabelt y polos de punto de tres botones. Sus expresiones eran animadas. Los de Jersey no son muy comedidos. Y sus cuerpos estaban acolchados con una buena capa protectora a base de pescado frito y grasa de bocadillos de salchicha.

Con el rabillo del ojo vi a Lula santiguarse otra vez.

– Me reconforta -dijo al darse cuenta de que la observaba-. Creo que es posible que los católicos hayan acertado con esto.

Empezó la tercera carrera y Lula se levantó de su asiento como un cohete.

– ¡Corre, Elección de Dama! -gritó-. ¡Elección de Dama! ¡Elección de Dama!

Elección de Dama ganó por media cabeza y Lula se quedó anonadada.

– He vuelto a ganar -dijo-. Aquí pasa algo raro. Yo no gano nunca.

– ¿Por qué has apostado a Elección de Dama?

– Era obvio. Yo soy una dama. Y tenía que elegir.

– ¿Tú crees que eres una dama?

– Joder, claro -dijo Lula.

Esta vez salí con ella de las gradas y la acompañé a las ventanillas. Se movía con cautela, mirando a todas partes, intentando evitar otro encuentro con Abruzzi. Yo miraba con la intención contraria.

Lula se paró y se puso rígida.

– Ahí está -dijo-. En la ventanilla de cincuenta dólares.

Yo también le había visto. Era el tercero de la cola. Darrow estaba detrás de él. Sentí que todos los músculos de mi cuerpo se contraían. Era como si me tensara desde los ojos hasta el mismísimo esfínter.

Fui hasta donde estaba y me planté delante de su cara.

– Hola -dije-. ¿Se acuerda de mí?

– Por supuesto -dijo Abruzzi-. Tengo tu retrato enmarcado encima de la mesa de mi despacho. ¿Sabes que duermes con la boca abierta? La verdad es que resulta muy sensual.