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Me quedé inmóvil para no mostrar ninguna emoción. Lo cierto era que me dejaba sin respiración. Y me provocaba una punzada de repulsión que me revolvía el estómago. Esperaba que dijera algo de las fotos. Pero no esperaba aquello.

– Supongo que tiene que organizar esas bromas estúpidas para compensar que no está teniendo ningún éxito en localizar a Evelyn -dije-. Ella tiene algo que usted quiere y no puede obtenerlo, ¿verdad?

Ahora le tocó a Abruzzi quedarse parado. Durante un aterrador instante creí que me iba a pegar. Luego recuperó la compostura y la sangre volvió a correr por su rostro.

– Eres una putilla estúpida -dijo.

– Sí -respondí-. Y además soy su peor pesadilla -de acuerdo, era una frase como de película mala, pero siempre había querido decirla-. Y no me impresiona nada lo del conejo. Estuvo bien la primera vez, cuando metieron a Soder en mi apartamento, pero empieza a resultar manido.

– Tú dijiste que te gustaban los conejos -dijo Abruzzi-. ¿Ya no te gustan tanto?

– Espabile -le contesté-. Búsquese otro pasatiempo.

Y giré sobre mis talones y me largué.

Lula me esperaba a la entrada del túnel que llevaba a nuestros asientos.

– ¿Qué le has dicho?

– Le he dicho que no apostara a Sueño de Melocotón en la cuarta.

– Y un cuerno -replicó Lula-. No es frecuente ver a un hombre ponerse tan pálido.

Cuando llegamos a los asientos las rodillas me flaqueaban y las manos me temblaban tanto que me costaba sujetar el programa.

– ¡Dios! -dijo Lula-. ¿No estarás teniendo un ataque al corazón o algo parecido, verdad?

– Estoy bien -respondí-. Es la emoción de las carreras.

– Ya, eso me imaginaba.

– No es porque me asuste Abruzzi -se me escapó una risita histérica.

– Claro, ya lo sé -dijo Lula-. A ti no te asusta nada. Eres una cazarrecompensas fuerte y dura.

– Exactamente -afirmé. Y me concentré en estabilizar la respiración.

– Tendríamos que hacer esto más a menudo -dijo Lula saliendo de mi coche y abriendo el Trans Am.

Estaba aparcado en la calle, enfrente de la oficina. La oficina estaba cerrada, pero la librería nueva del edificio de al lado seguía abierta. Las luces estaban encendidas y se veía a Maggie Masón desembalando libros en el escaparate.

– Perdí en la última carrera -dijo Lula-, pero aparte de eso he tenido un día muy bueno. Me lo he tomado con calma. La próxima vez podríamos ir a Freehold y así no tendríamos que preocuparnos por encontrarnos a ya sabes quién.

Lula se fue en su coche, pero yo me quedé allí. Ahora estaba como Evelyn. Sin un lugar seguro donde vivir. A falta de algo mejor, me fui al cine. A media película me levanté y me salí. Me metí en el coche y me fui a casa. Aparqué en el estacionamiento y no me permití dudar un instante al volante. Salí del CR-V, lo cerré con el control remoto y me dirigí, decidida, a la puerta trasera que daba al vestíbulo. Subí en ascensor al segundo, recorrí el pasillo y abrí la puerta de mi apartamento. Inspiré profundamente y entré. Estaba muy silencioso. Y oscuro.

Encendí las luces… todas las luces que había en la casa. Pasé de una habitación a otra, sorteando el sofá del mal fario. Volví a la cocina, saqué seis galletas de la bolsa de galletas de chocolate congeladas y las puse encima de una hoja de papel de hornear. Las metí en el horno y me quedé allí, esperando. Al cabo de cinco minutos toda la casa olía a galletas caseras. Animada por el aroma, me dirigí al salón y miré al sofá. Parecía perfecto: ni manchas, ni huellas del cadáver.

«¿Ves, Stephanie?», me dije a mí misma. «El sofá está bien. No hay motivos para tenerle miedo».

«¡Ja!», me susurró al oído una Irma invisible. «Todo el mundo sabe que el mal fario no se ve. Y, créeme, este sofá tiene un mal fario de lo peor y más gordo que haya visto en mi vida. Este sofá tiene la madre de todo el mal fario».

Intenté obligarme a sentarme en él, pero no fui capaz de lograrlo. Soder y el sofá estaban firmemente unidos en mi cabeza. Sentarse en aquel sofá era como sentarse en el regazo serrado por la mitad de Soder. El apartamento era demasiado pequeño para que conviviéramos el sofá y yo. Uno de los dos tendría que marcharse.

– Lo siento -dije al sofá-. No es nada personal, pero has pasado a mejor vida.

Me incliné sobre uno de sus extremos y empujé el sofá por el salón y por el pequeño vestíbulo de enfrente de la cocina, hasta sacarlo por la puerta y dejarlo en el descansillo. Lo coloqué contra la pared, entre mi apartamento y el de la señora Karwatt. Luego entré corriendo en casa, cerré la puerta y solté un suspiro. Sabía que el mal fario no existía. Lamentablemente, eso era en el plano intelectual. Y el mal fario es una realidad emocional.

Saqué las galletas del horno, las puse en un plato y me las llevé al salón. Encendí la televisión y busqué una película. Irma no había dicho nada de que el mal fario se quedara en el mando, por lo que supuse que no se pegaba a los aparatos electrónicos. Acerqué una silla del comedor hacia el televisor, me comí dos galletas y me puse a ver la película.

A mitad de la película sonó el timbre de la puerta. Era Ranger. Vestido, como siempre, de negro. Con su cinturón de herramientas, como si fuera Rambo. El pelo recogido atrás. Cuando abrí la puerta permaneció en silencio. Las comisuras de su boca se curvaban levemente con la promesa de una sonrisa.

– Cariño, tu sofá está en el descansillo.

– Tiene el mal fario de la muerte.

– Sabía que tenía que haber una buena razón.

Le hice un gesto de desaprobación con la cabeza.

– Eres un presuntuoso -no sólo me había localizado en las carreras; además, su caballo había pagado cinco a uno.

– Hasta los superhéroes necesitan divertirse de vez en cuando -dijo, mirándome de arriba a abajo y entrando en el salón por delante de mí-. Huele como si quisieras marcar tu territorio con galletas de chocolate.

– Necesitaba algo con lo que exorcizar los demonios.

– ¿Algún problema?

– No -no desde que había sacado el sofá al descansillo-. ¿Qué hay de nuevo? Parece que vas vestido para trabajar.

– He tenido que poner orden en un edificio a primera hora de esta noche.

Una vez estuve con él mientras su equipo ponía orden en un edificio. Consistió en tirar a un traficante de drogas por la ventana de un tercer piso.

Tomó una galleta del plato.

– ¿Congeladas?

– Ya no.

– ¿Qué tal os ha ido en las carreras?

– Me encontré con Eddie Abruzzi.

– ¿Y?

– Tuvimos una pequeña charla. No le saqué todo lo que yo esperaba, pero estoy convencida de que Evelyn tiene algo que él desea.

– Yo sé lo que es -dijo Ranger comiéndose la galleta.

Me quedé mirándole, boquiabierta.

– ¿De qué se trata?

Sonrió.

– ¿Cuánto interés tienes por saberlo?

– ¿Estamos jugando?

Negó con la cabeza lentamente.

– Esto no es un juego -me apoyó contra la pared y se acercó a mí. Una de sus piernas se deslizó entre mis piernas y sus labios rozaron ligeramente los míos-. ¿Cuánto interés tienes por saberlo, Steph? -preguntó otra vez.

– Dímelo.

– Lo añadiré a tu deuda.

Como si eso me fuera a importar. ¡Hacía semanas que había superado mi crédito!

– ¿Me lo vas a decir o no?

– ¿Recuerdas que te conté que a Abruzzi le gustan los juegos de guerra? Bueno, pues no se trata sólo de jugar. Colecciona objetos: armas antiguas, uniformes del ejército, medallas militares. Y no sólo los colecciona. Se los pone. Sobre todo cuando juega. Algunas veces cuando está con mujeres, según me han contado. Y otras, cuando va a cobrar una deuda importante. Se dice por ahí que Abruzzi ha perdido una medalla que, supuestamente, perteneció a Napoleón. Se cuenta que Abruzzi intentó comprarle la medalla al tipo que la tenía, pero éste no se la quiso vender, de modo que Abruzzi le mató y se la quitó. Abruzzi guardaba esa medalla en el escritorio de su casa. Se la ponía para competir. Creía que le hacía invencible.