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– Voy a ir contigo. Pero si la abuela quiere jugar, me tienes que ceder el coche de carreras. Es lo mínimo que puedes hacer por mí.

A las cuatro en punto me desperté sobresaltada. Estaba en el sofá con Morelli. Me había quedado dormida sentada, con su brazo rodeándome. Había perdido dos partidas de Monopoly y luego habíamos puesto la televisión. Ahora la televisión estaba apagada y Morelli estaba arrellanado en el sofá, con la pistola encima de la mesa de centro, junto al teléfono móvil. Las luces estaban apagadas, con la sola excepción de la de la cocina. Bob dormía profundamente en el suelo.

– Hay alguien ahí fuera -dijo Morelli-. He llamado para que venga un coche.

– ¿Es el conejo?

– No lo sé. No quiero acercarme a la ventana y asustar a quien sea hasta que lleguen refuerzos. Han intentado abrir la puerta y, luego, han dado la vuelta a la casa y han intentado abrir la de atrás.

– No oigo sirenas.

– No vendrán con las sirenas encendidas -susurró-. He hablado con Mickey Lauder. Le he dicho que venga en un coche sin distintivos y que se acerque a pie.

Se oyó un ruido sordo en la parte de atrás, seguido de varios gritos. Morelli y yo corrimos hacia allí y encendimos la luz del porche. Mickey Lauder y dos polis de uniforme tenían a dos personas inmovilizadas en el suelo.

– ¡Dios! -exclamó Morelli con una sonrisa-. Son tu hermana y Kloughn.

Mickey Lauder también sonreía. Había salido con Valerie cuando iban al instituto.

– Lo siento -dijo, ayudándola a levantarse-. No te he reconocido a la primera. Te has cambiado el pelo.

– ¿Estás casado? -preguntó Valerie.

– Sí. Y me va muy bien. Tengo cuatro niños.

– Era sólo por curiosidad -dijo Valerie con un suspiro.

– Estoy casi seguro de que no ha hecho nada ilegal -intervino Kloughn, que seguía en el suelo-. No podía entrar. Las puertas estaban cerradas con llave y no quería despertar a nadie. Eso no será allanamiento de morada, ¿verdad? No se puede allanar la casa propia, ¿verdad? O sea, que eso es lo que uno hace cuando se olvida las llaves, ¿verdad?

– Si te he visto irte a la cama con las niñas -dije a Valerie-. ¿Cómo es que estabas fuera?

– Igual que hacías tú para escaparte cuando estabas en el instituto -explicó Morelli con una sonrisa cada vez más amplia-. Por la ventana del cuarto de baño al tejado del porche y de éste al cubo de basura.

– Debes de ser algo impresionante, Kloughn -dijo Lauder, cada vez más divertido-. Nunca conseguí que se escapara de casa por mí.

– No me gusta fanfarronear -respondió Kloughn-, pero sé lo que me hago.

La abuela apareció detrás de mí, envuelta en su albornoz.

– ¿Qué está pasando aquí?

– Han detenido a Valerie.

– ¿En serio? -dijo la abuela-. Bravo por ella.

Morelli se guardó la pistola en la cintura de los pantalones.

– Voy por mi cazadora, y le voy a pedir a Lauder que me lleve a casa. Ahora ya no va a pasar nada. La abuela puede quedarse contigo. Siento lo del Monopoly, pero es que eres una jugadora desastrosa.

– Te he dejado ganar porque me estabas haciendo un favor.

– Sí, claro.

– Perdona por interrumpirte el desayuno -dijo la abuela-, pero hay un fulano gigantesco y con una pinta que da miedo en la puerta, y dice que quiere hablar contigo. Dice que te trae un coche.

Tenía que ser Tank.

Salí a la puerta y Tank me entregó un juego de llaves. Miré detrás de él, hacia la calzada. Ranger me había conseguido un CR-V negro nuevo. Muy parecido al coche que había volado por los aires. Ya sabía, por experiencias anteriores, que sería mucho mejor en todos los sentidos. Y probablemente tendría algún dispositivo para localizarme, escondido en algún lugar en el que a mí nunca se me ocurriría mirar. A Ranger le gustaba tener controlados sus coches y su gente. Un flamante Land Rover negro con chofer esperaba detrás del CR-V.

– Esto también es para ti -dijo Tank, ofreciéndome un teléfono móvil-. Está programado con tu número.

Y se marchó.

– ¿Era de la empresa de coches de alquiler? -preguntó la abuela, al tiempo que lo seguía con la vista.

– Algo así.

Regresé a la cocina y me tomé el café mientras escuchaba el contestador de mi apartamento. Tenía dos llamadas de la compañía aseguradora. La primera decía que me mandaban unos formularios por correo urgente. La segunda era para decirme que cancelaban mi póliza. Había tres llamadas en las que sólo se oían resuellos. Supuse que sería el conejo. El último era de la vecina de Evelyn, Carol Nadich.

– Hola, Steph -decía-. No he visto ni a Evelyn ni a Annie, pero aquí está pasando algo raro. Llámame tan pronto como puedas.

– Me marcho -dije a mi madre y a mi abuela-. Y me llevo mis cosas. Voy a quedarme con una amiga un par de días. Pero dejo a Rex aquí.

Mi madre levantó la vista de las verduras que estaba picando para hacer sopa.

– No te irás a vivir con Joe Morelli otra vez, ¿verdad? -preguntó-. No sé qué decirle a la gente. ¿Qué les digo?

– No me voy a vivir con Morelli. No le digas nada a la gente. No hay nada que decir. Si me necesitas, puedes localizarme en el móvil -me paré junto a la puerta-. Morelli cree que deberíais poner cadenas de seguridad en las puertas, que tal como están no son seguras.

– ¿Qué va a pasar? -dijo mi madre-. No tenemos nada que puedan robar. Éste es un barrio respetable. Aquí nunca pasa nada.

Llevé mi bolsa hasta el coche, la tiré en el asiento trasero y me senté al volante. Sería mejor hablar con Carol en persona. Tardé menos de dos minutos en llegar a su casa. Aparqué y observé la calle. Todo parecía normal. Llamé una vez y ella abrió en seguida.

– Qué tranquila está la calle -dije-. ¿Dónde está todo el mundo?

– En el partido de fútbol. Todos los padres y todos los hijos de esta calle van al fútbol los sábados.

– ¿Y qué es lo que pasa?

– ¿Conoces a los Pagarelli?

Negué con un movimiento de cabeza.

– Viven en la casa de al lado de Betty Lando. Se mudaron hace unos seis meses. El anciano señor Pagarelli se pasa todo el día sentado en el porche. Es viudo y vive con su hijo y su nuera. Y la nuera no le deja fumar al pobre viejo dentro de casa, por eso está siempre en el porche. Total, Betty me dijo que el otro día estaba hablando con él y que se puso a presumir de que trabajaba para Eddie Abruzzi. Le contó a Betty que Abruzzi le paga por vigilar mi casa. ¿No te parece escalofriante? Quiero decir que ¿a él que le importa que Evelyn se haya ido? No veo cuál es el problema mientras le siga pagando el alquiler.

– ¿Algo más?

– El coche de Evelyn está aparcado a la entrada de su casa. Ha aparecido esta mañana.

Aquello me desinfló un poco. Stephanie Plum, experta detective. Había pasado junto al coche de Evelyn y ni me había dado cuenta.

– ¿Lo oíste llegar? ¿Viste a alguien?

– No. Fue Lenny el que se dio cuenta. Salió a por el periódico y se encontró con que el coche de Evelyn estaba ahí.

– ¿Has oído a alguien en la casa de al lado?

– Sólo a ti.

Hice una mueca.

– Al principio vino cantidad de gente preguntando por Evelyn -dijo Carol-. Soder y sus amigos. Y Abruzzi. Soder solía entrar directamente en la casa. Supongo que seguía teniendo una copia de la llave. Abruzzi también.

Miré hacia la puerta principal de Evelyn.

– ¿Crees que Evelyn estará en casa ahora?

– He llamado a la puerta y he mirado por la ventana de atrás y no he visto a nadie.

Pasé del porche de Carol al de Evelyn y ella me siguió pisándome los talones. Llamé a la puerta, con fuerza. Pegué la oreja a la ventana. Me encogí de hombros.

– Ahí dentro no hay nadie -dijo Carol-, ¿verdad?

Fuimos a la parte de atrás de la casa y miramos por la ventana de la cocina. No habían tocado nada que yo pudiera notar. Intenté abrir el picaporte. Seguía cerrado. Qué lástima que ya hubieran arreglado el cristal. Me habría gustado entrar. Me encogí de hombros por segunda vez.