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Pedí prestado el Buick y me acerqué a casa de Morelli. Vivía nada más salir del Burg, en un barrio muy parecido a éste, a menos de medio kilómetro de la casa de mis padres. Había heredado la casa de su tía y resultó ser un buen legado. La vida está llena de sorpresas. Joe Morelli, el gamberro del instituto de Trenton, motero, mujeriego, camorrista de bares, era ahora un semirrespetable propietario. A lo largo de los años, Morelli había ido madurando. Lo que no era poco para un varón de su familia.

Bob vino hacia mí corriendo cuando me vio en la puerta. Se le alegraron los ojos y meneó la cola. Morelli estuvo más contenido.

– ¿Qué pasa? -me dijo, con la mirada fija en mi camiseta.

– Me acaba de ocurrir algo espeluznante.

– Vaya, ¡qué sorpresa!

– Más espeluznante de lo habitual.

– ¿Debería tomarme una copa antes de que me lo cuentes?

Le di las fotos.

– Muy bonitas -dijo-, pero ya te he visto dormida en varias ocasiones.

– Me las sacaron anoche sin mi consentimiento. Un conejo gigante paró hoy a la abuela en la calle y le pidió que me las entregara.

Levantó la mirada hacia mí.

– ¿Me estás diciendo que alguien se coló en casa de tus padres y te hizo estas fotos mientras estabas dormida?

– Sí -había intentado mantener la calma, pero por dentro me sentía destrozada. La idea de que alguien, tal vez el mismo Abruzzi, o uno de sus hombres, hubiera estado observándome mientras dormía me ponía los nervios de punta. Me sentía violada y vulnerable.

– Este tío tiene un par de pelotas -dijo Morelli. Su voz al decirlo era tranquila, pero las líneas de su boca se tensaron y me di cuenta de que estaba luchando para contener la rabia. Un Morelli más joven habría arrojado una silla por la ventana.

– No quiero criticar a la policía de Trenton -dije-, pero ¿no te parece que alguien tendría que detener a ese conejo? Va por ahí tan tranquilo, repartiendo fotos.

– ¿Anoche teníais cerradas las puertas?

– Sí.

– ¿Con qué tipo de cierre?

– Con llave.

– A un experto no le cuesta mucho abrir una cerradura. ¿Puedes convencer a tus padres de que pongan una cadena de seguridad?

– Puedo intentarlo. No quiero asustarles con estas fotos. Adoran su casa y se sienten seguros en ella. No quiero privarles de esa sensación.

– Sí, pero tú estás amenazada por un loco.

Estábamos de pie en el diminuto vestíbulo de entrada y Bob se frotaba contra mí y me olisqueaba la pierna. Bajé la mirada y vi una gran mancha de humedad formada por la baba de Bob justo encima de mi rodilla. Le rasqué la cabeza y le sacudí las orejas.

– Tengo que irme de casa de mis padres. Y ahorrarles toda esta movida.

– Ya sabes que puedes quedarte aquí.

– ¿Y ponerte a ti en peligro?

– Estoy acostumbrado a ponerme en peligro.

Aquello era cierto. Pero también había sido el motivo de casi todas nuestras discusiones. Y fue la causa principal de nuestra ruptura. Aquello y mi incapacidad para comprometerme. Morelli no quería casarse con una cazarrecompensas. No quería que la madre de sus hijos fuera por ahí pegando tiros. Supongo que no se lo puedo reprochar.

– Gracias -añadí-. Quizá acepte tu ofrecimiento. También le puedo pedir a Ranger que me esconda en uno de sus pisos francos. O puedo volver a mi apartamento. Si vuelvo a mi apartamento tengo que instalar un sistema de seguridad. No quiero encontrarme ni una sorpresa más al volver a casa.

Desgraciadamente no tenía dinero para un sistema de seguridad. Claro que tampoco importaba mucho, porque no me sentía capaz de acercarme a menos de quince metros del sofá del mal fario.

– ¿Qué vas a hacer esta noche?

– Voy a quedarme en casa de mis padres y a cerciorarme de que nadie vuelva a entrar. Mañana me mudaré. Supongo que una vez que me vaya estarán seguros.

– ¿Te vas a quedar despierta toda la noche?

– Sí. Si quieres, puedes pasarte más tarde y jugaremos al Monopoly.

Morelli sonrió.

– Monopoly, ¿eh? ¿Cómo podría resistirme? ¿A qué hora se va tu abuela a la cama?

– Después de las noticias de las once.

– Me presentaré alrededor de las doce.

Jugueteé con una oreja de Bob.

– ¿Qué? -preguntó Morelli.

– Estaba pensando en nosotros.

– No hay un nosotros.

– Pues parece que somos un poco nosotros.

– Lo que yo pienso es que somos tú y yo, y que a veces estamos juntos. Pero no somos nosotros.

– Resulta un poco triste.

– No lo pongas más difícil de lo que es -dijo Morelli.

Me metí en el Buick y me fui a buscar una tienda de juguetes. Una hora después estaba volviendo a casa en el coche, con las compras hechas. Me paré en un semáforo en Hamilton y al cabo de una fracción de segundo me dieron un golpe por detrás. No fue un gran golpe. Sólo un toque. Suficiente para hacer que el Buick se tambaleara, pero no para zarandearme a mí. Mi primera reacción fue pensar en la frase que mi madre utilizaba ante cualquier cosa que le complicara la vida: «¿Por qué a mí?». Dudaba que hubiera muchos desperfectos, pero de todas maneras iba a ser un coñazo. Tiré del freno de mano para inmovilizar el Buick. Seguramente tendría que salir para el rollo de comprobar las posibles abolladuras. Lancé un suspiro y miré por el espejo retrovisor.

No se veía demasiado en la oscuridad, pero lo que vi no me gustó. Vi unas orejas. Unas grandes orejas de conejo, que llevaba el sujeto que conducía. Me di la vuelta sobre el asiento y miré por la ventanilla trasera. El conejo retrocedió unos metros con el coche y se lanzó otra vez sobre mí. Esta vez con más fuerza. Lo suficiente para hacer que el Buick pegara un salto.

Mierda.

Solté el freno, metí la marcha y salí lanzada, saltándome el semáforo en rojo. El conejo me seguía de cerca. Giré en la calle Chambers y fui callejeando hasta detenerme delante de la casa de Morelli. No vi las luces detrás de mí, pero eso no me garantizaba que el conejo se hubiera ido. Podía haber apagado las luces y estar aparcado. Salí del Buick de un salto y corrí hacia la puerta de Morelli y llamé al timbre; luego llamé con los puños; luego grité: «¡Abre!».

Morelli abrió la puerta y entré de un salto.

– Me sigue el conejo -dije.

Morelli asomó la cabeza y recorrió la calle con la mirada.

– No veo ningún conejo.

– Iba en coche. Me dio un golpe por detrás en Hamilton y luego me siguió hasta aquí.

– ¿Qué coche era?

– No lo sé. No podía verlo porque estaba oscuro. No podía ver más que las orejas saliendo por encima del volante -el corazón me iba a cien por hora y me costaba recobrar el aliento-. Me estoy volviendo loca -dije-. Este tío me está sacando de quicio. Un conejo, ¡por Dios bendito! ¿A qué demente se le ocurriría hacerme acosar por un conejo?

Claro que, al mismo tiempo que despotricaba contra el conejo y la mente diabólica que lo había mandado, recordé que en parte era culpa mía. Yo le había dicho a Abruzzi que me gustaban los conejitos.

– No hemos dado publicidad al hecho de que uno de los sospechosos del asesinato de Soder iba de conejo, de manera que las posibilidades de que sea un imitador son muy escasas -dijo Morelli-. Si seguimos suponiendo que Abruzzi está detrás de esto, la mente en cuestión es muy aguda. A Abruzzi no se le conoce por ser precisamente estúpido.

– ¿Sólo loco?

– Como una cabra. Por lo que me han contado, colecciona objetos que luego se pone mientras juega a la guerra. Y se disfraza de Napoleón.

La imagen de Abruzzi vestido de Napoleón me hizo sonreír. Estaría ridículo; sólo lo superaría el fulano del traje de conejo.

– El conejo debe de haberme seguido desde la casa de mis padres -dije.

– ¿Dónde fuiste al salir de aquí?

– A comprar un Monopoly. Tengo la versión clásica del juego. Y quiero tener el coche de carreras.

Morelli descolgó la correa de Bob de un gancho y agarró una cazadora.