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Dotty Reinhold vivía en una urbanización construida en los años sesenta. Los jardines eran pequeños. Las casas aún más. Y los coches eran grandes y numerosos.

– ¿Habías visto alguna vez tantos coches? -dijo Lula-. Cada casa tiene por lo menos tres. Están por todas partes.

Era un vecindario fácil de vigilar. Había llegado a un punto en que las casas estaban llenas de adolescentes. Los adolescentes tenían coches propios y amigos con coches propios. Uno más en la calle ni se notaría. Y mejor aún, era una urbanización. No había nadie sentado en los porches. Todo el mundo se refugiaba en los jardines traseros, del tamaño de sellos de correos, abarrotados de parrillas al aire libre, piscinas prefabricadas y montones de sillas de jardín.

Lula aparcó el coche una manzana antes, y en la acera de enfrente, de la casa de Dotty.

– ¿Tú crees que Annie y su madre estarán viviendo con Dotty?

– Si es así, lo sabremos en seguida. No se puede esconder a dos personas en el sótano si una de ellas es un niño. Se asustaría. Y los niños hablan. Si Annie y Evelyn están aquí, estarán entrando y saliendo como invitados normales.

– ¿Y nos vamos a quedar aquí sentadas hasta que lo averigüemos? A mí me parece que puede llevarnos mucho tiempo. No sé si estoy en condiciones de quedarme quieta tanto rato. ¿Y qué pasa con la comida? Además, tengo que ir al cuarto de baño. Me he tomado un refresco de tamaño gigante antes de pasar a recogerte. No me habías avisado de que esto llevaría tanto tiempo.

Miré a Lula furiosa.

– Bueno, pues tengo que ir al baño -dijo Lula-. No puedo evitarlo. Tengo que hacer pis.

– A ver qué te parece esto. Hemos pasado un centro comercial al venir, ¿qué te parece si te llevo allí, me quedo con el coche y me encargo yo sola de la vigilancia?

Media hora más tarde estaba otra vez junto al bordillo, sola, espiando a Dotty. La llovizna se había convertido en lluvia y algunas casas tenían las luces encendidas. La de Dotty estaba a oscuras. Un Honda Civic azul pasó a mi lado y entró en la parcela de Dotty. Una mujer se apeó de él y desabrochó los cinturones de los dos niños que iban en sus sillitas en el asiento de atrás. La mujer llevaba una gabardina con capucha, pero pude ver su cara en la penumbra y estaba casi segura de que era Dotty. O, para ser más exactos, estaba segura de que no era Evelyn. Los niños eran pequeños. Tal vez de dos y siete años. Y no es que yo sea una experta en niños. Toda mi experiencia infantil se reduce a mis dos sobrinas.

El pequeño grupo familiar entró en la casa y las luces se encendieron. Puse el Trans Am en marcha y me acerqué hasta llegar justo frente a la casa de los Reinhold. Ahora podía ver a Dotty claramente. Se había quitado la gabardina y se movía por la casa. La sala estaba en la parte delantera. En ella había una televisión encendida. Al fondo de la sala había una puerta que, obviamente, daba a la cocina. Dotty entraba y salía por la puerta, del frigorífico a la mesa. No se veía a más adultos. Dotty no hizo ademán de cerrar las cortinas de la sala.

A las nueve en punto los niños estaban en la cama y las luces de su cuarto se apagaron. A las nueve y cuarto Dotty recibió una llamada telefónica. A las nueve y media seguía hablando y yo me fui al centro comercial a recoger a Lula. A una manzana y media de la casa de Dotty me crucé con un estilizado coche negro que iba en dirección contraria. Pude ver a quien lo conducía: Jeanne Ellen Burrows. Casi me subo a la acera y me meto en el césped.

Cuando llegué, Lula me esperaba a la entrada del centro.

– ¡Entra! -grité-. Tengo que volver a casa de Dotty. Me he cruzado con Jeanne Ellen Burrows según salía de la urbanización.

– ¿Y qué hay de Evelyn y Annie?

– Ni rastro de ellas.

La casa estaba a oscuras cuando regresamos. El coche seguía delante de la casa. A Jeanne Ellen no se la veía por ningún sitio.

– ¿Estás segura de que era Jeanne Ellen? -preguntó Lula.

– Absolutamente. El vello del brazo se me puso de punta y me dio un repentino dolor de cabeza.

– Sí. Entonces era Jeanne Ellen.

Lula me dejó delante del portal de mi casa.

– Siempre que quieras hacer una guardia cuenta conmigo -dijo-. La vigilancia es una de mis actividades favoritas.

Cuando entré en la cocina Rex estaba dando vueltas en la rueda. Dejó de correr y me miró con los ojos brillantes.

– Buenas noticias, chicarrón -dije-. De camino a casa entré en la tienda y compré la cena.

Vacié el contenido de la bolsa sobre la encimera. Siete Tastykakes: dos Krimpets de dulce de leche, un Júnior de coco, dos KandyKakes de mantequilla de cacahuete, una magdalena con crema y un Júnior de chocolate. Hay pocas cosas mejores en la vida. Los Tastykakes son otra de las múltiples ventajas de vivir en Jersey. Los hacen en Filadelfía y los llevan a Trenton con toda su fresca dulzura. Una vez leí que se elaboran 439.000 Krimpets de dulce de leche todos los días. Y no se puede decir que sean muchos los que llegan a New Hampshire. ¿De qué sirve toda esa nieve y esos paisajes si tienes que vivir sin Tastykakes?

Me comí el Júnior de coco, un Krimpet de dulce de leche y un KandyKake. A Rex le di un trozo del Krimpet.

Las cosas no me han ido especialmente bien últimamente. En las últimas semanas he perdido tres pares de esposas y un coche, y han dejado una bolsa llena de serpientes en mi puerta. Por otro lado, las cosas tampoco están mal del todo. De hecho, podrían ir mucho peor. Podría vivir en New Hampshire, donde me vería obligada a comprar los Tastykakes por correo.

Eran casi las doce cuando me metí en la cama. Había dejado de llover y la luz de la luna se abría paso entre la capa de nubes desgarradas. Las cortinas estaban echadas y el dormitorio a oscuras.

La ventana de mi dormitorio daba a una vieja escalera de incendios. Era práctica para tomar el aire fresco en noches calurosas. Y para secar la ropa, poner en cuarentena las plantas de interior cuando tenían parásitos y enfriar las cervezas cuando llegaba el frío. Desgraciadamente, también era un sitio en el que pasaban cosas malas. Benito Ramírez había sido abatido a tiros en mi escalera de incendios. La verdad es que no es fácil subir por una escalera de incendios, pero tampoco es imposible.

Estaba tumbada en la oscuridad, cavilando sobre las ventajas de los Juniors de coco sobre los Krimpets de dulce de leche, cuando oí unos ruidos como de arañazos detrás de las cortinas del dormitorio. Había alguien en la escalera de incendios. Sentí que un chorro de adrenalina abrasaba mi corazón y bombeaba en mis entrañas. Salté de la cama, corrí a la cocina y llamé a la policía. Luego saqué la pistola de la lata de galletas. Sin balas. Maldita sea. Piensa, Stephanie… ¿Dónde pusiste las balas? Solía haber unas cuantas en el azucarero. Ya no. El azucarero estaba vacío. Revolví en los cajones y logré encontrar cuatro balas. Las metí en mi Smith amp; Wesson del calibre 38 y cinco tiros y volví al dormitorio.

Me quedé quieta en la oscuridad y escuché. Ya no se oían los ruidos en la ventana. El corazón me latía con fuerza y la pistola me temblaba en la mano. Contrólate, me dije. Probablemente no era más que un pájaro. Un búho. Son aves nocturnas, ¿no? La tonta de Stephanie, aterrada por un búho.

Me acerqué a la ventana y escuché atentamente. Silencio. Abrí la cortina una fracción de centímetro para mirar.

¡Ayyy!

Había un tío enorme en la escalera. Sólo le vi un instante, pero se parecía a Benito Ramírez. ¿Cómo era posible? Ramírez estaba muerto.

Oí un tremendo estruendo y entonces me di cuenta de que le había disparado las cuatro balas al tipo de la escalera a través de la ventana.

¡Cáscaras! Aquello no estaba bien. En primer lugar, podía haberme cargado a alguien. Y odio hacerlo. En segundo lugar, no tenía ni idea de si aquel tipo llevaba pistola, y la justicia tuerce el gesto cuando alguien dispara contra gente desarmada. A la justicia ni siquiera le hace mucha ilusión que se dispare contra gente armada. Y lo que era peor, me había cargado la ventana.