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– Quizá debería irse a casa de una amiga, para no estar aquí cuando moleste a Andy.

Lo último que quería era que Andy le pegara a su mujer por dejar que le molestáramos.

Ella miró a su marido, que seguía dormido en el sillón. Luego nos miró a nosotros y salió por la puerta, para desaparecer en la oscuridad.

Kloughn y yo nos acercamos a Bender de puntillas y le observamos más de cerca.

– Puede que esté muerto -dijo Kloughn.

– No lo creo.

– Pues huele a muerto.

– Siempre huele así.

Esta vez estaba preparada. Había traído la pistola eléctrica. Me incliné hacia él, pegué la pistola eléctrica contra su cuerpo y apreté al botón de descarga. No pasó nada. Revisé la pistola. Parecía estar en orden. Volví a aplicársela a Bender. Nada. Maldito cacharro eléctrico de mierda. Bueno, pasemos al plan B. Agarré las esposas que llevaba metidas en el bolsillo trasero del pantalón y cerré uno de los grilletes cuidadosamente alrededor de la muñeca de Bender.

Bender abrió los ojos de golpe.

– ¿Qué demonios pasa?

Tiré de la mano atrapada para el otro lado y cerré el segundo grillete en su muñeca derecha.

– Maldita sea -gritó-. ¡Odio que me molesten cuando estoy viendo la televisión! ¿Qué cono estás haciendo en mi casa?

– Lo mismo que hacía en ella ayer. Violación de fianza -dije-. Ha incumplido su fianza. Tienen que volver a darle fecha.

Miró a Kloughn con furia.

– ¿Quién es el niñato ese?

Kloughn le dio a Bender su tarjeta de visita.

– Albert Kloughn, abogado.

– Odio a los clowns. Me dan miedo.

Kloughn señaló su nombre en la tarjeta.

– K-l-o-u-g-h-n -dijo-. Si alguna vez necesita un abogado, yo soy muy bueno.

– ¿Ah, sí? -contestó Bender-. Odio a los abogados todavía más que a los payasos.

Dio un salto adelante y dejó a Kloughn sin conocimiento de un golpe con la cabeza en la cara.

– Y te odio a ti -dijo lanzándose sobre mí de cabeza.

Yo me retiré y volví a probar con la pistola eléctrica. Sin resultado. Corrí detrás de él y volví a intentarlo. Ni siquiera redujo la velocidad. Atravesó la habitación en dirección a la puerta de salida. Le tiré la pistola eléctrica. Le rebotó en la cabeza, soltó un «¡ay!» y desapareció en la oscuridad.

Me sentía indecisa entre seguirle o ayudar a Kloughn. Estaba tirado boca arriba, sangrando por la nariz, la boca abierta y los ojos vidriosos. Era difícil decir si sólo estaba inconsciente o en auténtico coma.

– ¿Te encuentras bien? -grité.

Kloughn no dijo nada. Movía los brazos, pero no conseguía ponerse en pie. Me acerqué a él y me arrodillé.

– ¿Te encuentras bien? -pregunté otra vez.

Sus ojos me enfocaron y alargó la mano hacia mí para agarrarme de la camiseta.

– ¿Le he atizado?

– Sí. Le has atizado con la cara.

– Lo sabía. Sabía que me portaría bien en una situación límite. Soy bastante duro, ¿verdad?

– Verdad – ¡Dios mío de mi vida, me empezaba a caer bien!

Le levanté y le llevé unas toallitas de papel de la cocina. Bender había vuelto a huir, con mis esposas. Otra vez.

Recogí la inútil pistola eléctrica, metí a Kloughn en el CR-V y nos fuimos. Era una noche encapotada y sin luna. El barrio estaba oscuro. Las luces brillaban tras las cortinas, pero no llegaban a iluminar los jardines. Recorrí las calles de aquel suburbio, atenta a cualquier movimiento entre las sombras, escudriñando las escasas ventanas sin cortinas.

Kloughn llevaba la cabeza inclinada hacia arriba y la nariz llena de toallitas de papel.

– ¿Esto pasa a menudo? -preguntó-. Creí que sería diferente. Vamos, que ha sido divertido, pero se ha escapado. Y no olía bien. No me esperaba que oliera tan mal.

Miré a Kloughn. Tenía algo distinto en la cara. Más canalla.

– ¿Siempre has tenido la nariz torcida hacia la izquierda? -pregunté.

Se tocó la nariz nerviosamente.

– Siento algo raro. No creerás que esté rota, ¿verdad? Nunca me he roto nada hasta ahora.

Era la nariz más rota que había visto en mi vida.

– A mí no me parece que esté rota -dije-. Pero tampoco vendría mal que te la viera un médico. Quizá podríamos hacer una paradita en urgencias.

5

Qué Vida Ésta pic_6.jpg

ABRÍ LOS OJOS y miré el reloj: las ocho y media. No era precisamente un madrugón. Oí cómo la lluvia repiqueteaba en la escalera de incendios y contra el cristal de la ventana. Opino que la lluvia debería caer por la noche, cuando todo el mundo está durmiendo. Por la noche, la lluvia es acogedora. Durante el día, la lluvia es como un dolor de tripas. Otra putada por parte de la creación. Como la eliminación de residuos. Cuando uno se plantea crear un universo tiene que ser más previsor.

Me levanté de la cama y fui sonámbula hasta la cocina. Rex se había pasado toda la noche corriendo y estaba profundamente dormido en su lata de sopa. Puse la cafetera y me dirigí al cuarto de baño arrastrando los pies. Una hora después estaba en el coche, dispuesta a comenzar el día, sin saber qué hacer primero. Seguramente debería hacerle una visita de cortesía a Kloughn. Se había roto la nariz por mi culpa. Cuando le dejé en su coche tenía los ojos amoratados y una tirita le enderezaba la nariz. El problema era que, si iba a verle ahora, corría el riesgo de que se me pegara para todo el día. Y la verdad era que no quería tener a Kloughn pegado a mí. Ya era bastante patosa cuando iba a mi aire. Con Kloughn pegado a mis talones estaba condenada al desastre.

Me encontraba en el aparcamiento, con la mirada perdida en la lluvia que corría por el parabrisas del coche, cuando me di cuenta de que había una bolsita de plástico hermética sujeta en el limpiaparabrisas. Dentro de la bolsa había una cuartilla de papel blanco doblada cuatro veces. Tenía un mensaje escrito en rotulador negro.

«¿Te gustaron las serpientes?»

Estupendo. Era exactamente lo que me apetecía para empezar el día. Volví a meter el papel en la bolsa de plástico, y ésta en la guantera. En el asiento del copiloto estaban los dos expedientes de los NCT que Connie me había dado. Andy Bender seguía libre. Lo mismo que Laura Minello. Iba a capturar a uno de ellos aquella mañana. Lo malo era que no tenía esposas. Y prefería sacarme un ojo con un tenedor antes que volver a pedir otras esposas en la oficina. Sólo me quedaba Annie Soder.

Puse el CR-V en marcha y enfilé rumbo al Burg. Aparqué delante de la casa de mis padres, pero llamé a la puerta de Mabel.

– ¿Con quién salía Evelyn cuando era pequeña? -le pregunté a Mabel-. ¿Tenía alguna amiga íntima?

– Dotty Palowsky. Pasaron juntas los primeros años en el colegio. Y también fueron juntas al instituto. Luego Evelyn se casó y Dotty se trasladó.

– ¿Siguen siendo amigas?

– Creo que perdieron el contacto. Después de casarse, Evelyn se fue encerrando más y más en sí misma.

– ¿Sabes dónde vive Dotty ahora?

– No sé dónde estará ella, pero su familia sigue viviendo aquí, en el Burg.

Yo conocía a su familia. Los padres de Dotty vivían en Roebling. También tenía varios tíos, tías y primos en el Burg.

– Necesito una cosa más -dije a Mabel-. Una lista de los parientes de Evelyn. De todos.

Cuando salí de la casa llevaba la lista en la mano. No era muy larga. Unos tíos en el Burg. Tres primos, todos ellos en el área de Trenton. Un primo en Delaware.

Salté la barandilla que separaba los dos porches y pasé a la casa de al lado a ver a la abuela Mazur.

– Fui al velatorio de Shleckner -dijo la abuela-. Te digo que ese Stiva es un genio. Entre los embalsamadores no tiene competencia. ¿Recuerdas cómo tenía el viejo Shlecker la cara de marcas y cicatrices? Bueno, pues Stiva se las había tapado, no sé cómo. Y ni siquiera se notaba que tenía un ojo de cristal. Los dos estaban exactamente iguales. Era un milagro.