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– ¿Es un regalo? -preguntó Marthe, que era pariente de los Labarie.

– Si lo quieren…

– Trae aquí, Benoît. ¿Sabe la señora que han vuelto a reducir la ración de carne? Esto va a ser la muerte y el fin del mundo -dijo la cocinera meneando la cabeza y colgando un gran jamón de un gancho que pendía del techo-. Benoît, aprovecha que no está la señora para decir por qué has venido.

– Señora -dijo Benoît tras una breve vacilación-, en casa hay un alemán que ronda a mi mujer. El intérprete de la Kommandantur, un chico de diecinueve años. Ya no puedo soportarlo.

– Pero ¿qué puedo hacer yo?

– Uno de sus camaradas se aloja aquí…

– Nunca hablo con él.

– No me diga eso -murmuró Benoît alzando la vista hacia ella. Se acercó al horno y, maquinalmente, dobló el atizador y volvió a enderezarlo; era un hombre muy fuerte-. El otro día la vieron con él en el jardín, hablando, riendo y comiendo fresas. No se lo reprocho, es asunto suyo; pero se lo suplico: haga que convenza a su camarada para que se busque otro alojamiento.

«¡Qué pueblo éste! -pensó Lucile-. Aquí las paredes tienen ojos.»

De pronto, la tormenta que amenazaba desde hacía horas estalló y, tras un solo trueno breve y solemne, una lluvia fría y torrencial descargó con violencia. El cielo se ennegreció, las luces se apagaron, como ocurría nueve de cada diez días de fuerte viento, y Marthe dijo con satisfacción:

– Ahora la señora no podrá salir de la iglesia.

Y aprovechó la coyuntura para servir una taza de café caliente a Benoît.

Los relámpagos iluminaban la cocina; por los cristales de las ventanas chorreaba un agua brillante que, a aquella luz sulfurosa, parecía verde. La puerta se abrió y el oficial alemán, ahuyentado de su habitación por la tormenta, entró a pedir velas.

– ¡Ah, está usted ahí, señora! -exclamó al reconocer a Lucile-. Perdone, con esta oscuridad no la había visto.

– No hay velas -gruñó Marthe-. Desde que llegaron ustedes, no quedan velas en toda Francia.

Le molestaba ver al alemán en su cocina; en las demás habitaciones su presencia era llevadera, pero allí, entre el horno y la alacena, le parecía escandalosa, casi sacrílega: estaba profanando el corazón de la casa.

– Deme al menos una cerilla -le suplicó el oficial con voz fingidamente quejumbrosa para ablandarla.

Pero la cocinera sacudió la cabeza.

– Tampoco quedan cerillas.

Lucile se echó a reír.

– No le haga caso. Mire, ahí las tiene, detrás de usted, encima del horno. Precisamente aquí hay alguien que quería hablar con usted, teniente; quiere quejarse de un soldado alemán.

– ¿Ah, sí? Lo escucho -se apresuró a responder el oficial-. Somos los primeros interesados en que los soldados de la Reichswehr muestren un trato exquisito con la población.

Pero Benoît no abrió la boca. Fue Marthe quien tomó la palabra:

– Ronda a su mujer -dijo en un tono que no permitía adivinar qué prevalecía en ella: si la virtuosa indignación o la pena por haber superado la edad de verse en semejantes trances.

– Pero, joven, tiene usted una idea exagerada del poder de los mandos en el ejército alemán. Por supuesto, puedo castigar al muchacho por importunar a su mujer, pero si a ella le gusta…

– ¡No bromee! -bramó Benoît dando un paso hacia el oficial.

– ¿Le gusta?

– Que no bromee, le he dicho. No necesitábamos que los sucios… -Lucile ahogó un grito de miedo y advertencia. Marthe le dio un codazo a Benoît; sabía que iba a decir la palabra prohibida, «boche», que los alemanes castigaban con la prisión. Benoît se mordió la lengua-. No necesitábamos que ustedes vinieran a rondar a nuestras mujeres.

– No, amigo mío, era antes cuando había que defender a sus mujeres -respondió el oficial con voz tranquila. Se había puesto muy rojo y su rostro había adquirido una expresión altanera y desagradable.

Lucile decidió intervenir.

– Se lo ruego -le dijo en voz baja-. Este hombre está celoso. Sufriendo. No le haga perder los estribos.

– ¿Cómo se llama ese soldado?

– Bonnet.

– ¿El intérprete de la Kommandantur? No está sometido a mi autoridad. Tenemos la misma graduación. No puedo intervenir.

– ¿Ni como amigo?

El oficial meneó la cabeza.

– Imposible. Ya le explicaré por qué.

La voz de Benoît, tranquila pero agria, lo interrumpió.

– No hacen falta explicaciones. A un soldado, a un pobre diablo, se le pueden imponer prohibiciones. Verboten, como dicen ustedes en su lengua. Pero ¡cómo van a privar de sus entretenimientos a los señores oficiales! En todos los ejércitos del mundo pasa lo mismo.

– No pienso hablar con él. Sería echar leña al fuego y hacerle un flaco favor a usted -respondió el alemán y, dando la espalda a Benoît, se acercó a la mesa-. Sea buena, Marthe, y hágame un café. Salgo dentro de una hora.

– ¿Otra vez de maniobras? ¡Ya van tres noches seguidas! -exclamó la cocinera, que no acababa de aclararse sobre sus sentimientos hacia el enemigo; cuando veía volver al regimiento al amanecer, tan pronto decía con satisfacción: «Qué calor pasan, qué cansados están… ¡Cuánto me alegro!», como se olvidaba de que eran alemanes y añadía, con una especie de ternura maternal: «De todas maneras, vaya vida, los pobrecillos…» Por alguna oscura razón, fue ese instinto protector lo que prevaleció en esta ocasión-. Está bien, vamos a hacerle ese café. Siéntese ahí. Usted también tomará una taza, ¿verdad, señora?

– No, no… -murmuró Lucile.

Entretanto, Benoît había desaparecido por la ventana sin hacer ruido.

– Vamos, se lo ruego -le dijo el alemán en voz baja-. Ya no la molestaré durante mucho tiempo. Me voy pasado mañana y se dice que cuando regrese mandarán el regimiento a África. No volveremos a vernos, y me gustaría pensar que no me odia.

– No lo odio, pero…

– Lo sé. No hace falta profundizar. Pero acepte acompañarme…

Mientras tanto, Marthe, con una sonrisa enternecida, cómplice y escandalizada a un tiempo, como si estuviera dándole un dulce a escondidas a un niño castigado, ponía la mesa: sobre un paño limpio, dos grandes cuencos floreados, la cafetera y un viejo quinqué, que había sacado de un armario, cebado y encendido. La tenue llama amarilla iluminaba las paredes, cubiertas de cacharros de cobre que el oficial miraba con curiosidad.

– ¿Cómo se llama eso, señora?

– Calentador.

– ¿Y eso?

– Un aparato para hacer gofres. Tiene casi cien años. Ya no se utiliza.

Marthe dejó en la mesa un azucarero monumental que parecía una urna funeraria, con sus patas de bronce y su tapadera labrada, y un cuenco de cristal tallado lleno de mermelada.

– Entonces -dijo Lucile-, pasado mañana a estas horas, ¿estará tomando una taza de café con su mujer?

– Eso espero. Le hablaré de usted. Y le describiré la casa.

– ¿Ella no conoce Francia?

– No, señora.

Lucile habría querido saber si al enemigo le gustaba Francia, Pero una especie de púdico orgullo retuvo las palabras en sus labios. Siguieron tomando el café en silencio y sin mirarse.

Luego, el alemán le habló de su país, de las grandes avenidas de Berlín, que en invierno se cubren de nieve, del frío y cortante viento que sopla sobre las llanuras de Europa Central, de los profundos lagos, de los bosques de abetos y los arenales.

Marthe se moría de ganas de entrar en la conversación.

– Y esta dichosa guerra, ¿va a durar mucho tiempo? -preguntó al fin.

– No lo sé -respondió el alemán, sonriendo y encogiendo ligeramente los hombros.

– Pero ¿qué piensa usted? -insistió Lucile.

– Señora, yo soy un soldado. Los soldados no piensan. Me dicen que vaya a un sitio, y allí voy. Que luche, y lucho. Que me juegue la vida, y me la juego. Ejercitar el pensamiento haría las batallas más difíciles y la muerte, más terrible.

– Pero el entusiasmo…

– Perdóneme, señora, pero ésa es una palabra de mujer. Un hombre cumple con su deber incluso sin entusiasmo. Precisamente en eso se reconoce que es un hombre, un hombre de verdad.