– Puede ser.
Se oía el rumor de la lluvia en el jardín; las últimas gotas caían lentamente de las lilas; el agua rebosaba del vivero con un murmullo perezoso. De pronto se oyó la puerta de la calle.
– ¡La señora! ¡Corran! -susurró Marthe asustada, empujando hacia la puerta a Lucile y al oficial-. ¡Vayan por el jardín! ¡La que me va a armar, Virgen misericordiosa! -exclamó, apresurándose a tirar el resto del café por el desagüe del fregadero, esconder las tazas y apagar el quinqué-. ¡Vamos, deprisa! ¡Menos mal que es de noche!
Al punto se encontraron en el jardín. El oficial sonreía y Lucile temblaba un poco. Al amparo de la oscuridad, vieron a la señora Angellier atravesar la casa precedida por Marthe, que llevaba una lámpara. Luego, los postigos se cerraron y se aseguraron con las barras de hierro; al oír el chirrido de los goznes, un ruido de cadenas oxidadas y el fúnebre sonido de los cerrojos de las grandes puertas, el alemán comentó:
– Esto parece una prisión. ¿Y ahora cómo entrará, señora?
– Por la puerta de la antecocina. Marthe la habrá dejado abierta. ¿Y usted?
– Bah, saltaré la tapia. -Y eso hizo, con extraordinaria agilidad. Luego le dijo con suavidad-: Gute Nacht. Schlafen sie wohl.
– Gute Nacht -respondió ella.
Su acento hizo reír al alemán. Lucile se quedó un instante en la oscuridad, escuchando aquella risa que se alejaba. Una ráfaga de viento agitó las ramas mojadas de las lilas sobre sus cabellos. Se sentía alegre y ligera. Echó a correr y entró en la casa.
11
La señora Angellier visitaba sus propiedades todos los meses. Elegía un domingo para encontrar a «la gente» en casa, lo que sacaba de quicio a los aparceros, que al verla venir escondían a toda prisa el café, el azúcar y el aguardiente de la sobremesa: la señora Angellier era de la vieja escuela; consideraba que todo lo que consumía «su» gente era parte de lo que habría debido acabar en su bolsillo y, en la carnicería, hacía agrios reproches a los que compraban carne de primera calidad. En el pueblo, tenía «su» policía, como ella decía, y pobre de los aparceros cuyas mujeres o hijas compraban medias de seda, perfumes, polveras o novelas demasiado a menudo: duraban poco tiempo en sus tierras. La señora de Montmort gobernaba sus dominios de acuerdo con principios análogos, pero, como era aristócrata y sentía más aprecio por los valores espirituales que la ávida y materialista burguesía a la que pertenecía la señora Angellier, le preocupaba sobre todo el aspecto religioso de la cuestión; se informaba sobre si todos los niños habían sido bautizados, si todos los miembros de la familia comulgaban dos veces al año, y si las mujeres iban a misa (en lo tocante a los hombres hacía la vista gorda; era mucho pedir). Así que, de las dos familias que se repartían la región, los Montmort y los Angellier, la más odiada seguía siendo la primera.
La señora Angellier se puso en camino con la anubarrada aurora. La tormenta del día anterior había alterado el tiempo: caía agua helada a cántaros. Con el coche no se podía contar, porque no tenía permiso para circular ni gasolina, pero la anciana había hecho exhumar del cobertizo en que reposaba desde hacía treinta años una especie de victoria que, enganchada a un buen par de caballos, cumplía su papel. Toda la casa se había levantado para despedir a la señora. En el último minuto, y a regañadientes, confió sus llaves a Lucile. Luego abrió el paraguas. El aguacero arreciaba.
– La señora debería dejarlo para mañana -opinó la cocinera.
– No tengo más remedio que ocuparme yo de todo, puesto que el amo está prisionero de estos señores -respondió la anciana en tono sarcástico y voz muy alta, sin duda para avergonzar a dos soldados alemanes que en ese momento pasaban por allí.
Acto seguido, les lanzó una mirada como la que Chateaubriand atribuye a su padre diciendo: «Sus centelleantes pupilas parecían salir disparadas y atravesar a la gente como balas.» Pero los soldados, que no sabían francés, debieron de tomar aquella mirada por un homenaje a su buena planta, su porte marcial y su irreprochable uniforme, porque le sonrieron con tímida efusividad. Exasperada, la señora Angellier cerró los ojos. El coche se puso en marcha. El viento sacudía las portezuelas.
Unas horas después, Lucile fue a casa de la modista, una mujer joven de la que se murmuraba que intimaba con alemanes. Le llevaba un retal de tela para que le hiciera un peinador.
– Tiene usted suerte de disponer todavía de una seda como ésta -le dijo la chica asintiendo apreciativamente-. ¡Qué más quisiéramos las demás! -Al parecer no lo decía con envidia, sino con admiración, como si le reconociera no una prerrogativa de burguesa, sino una especie de astucia natural para que la sirvieran antes que a las demás, del mismo modo que el habitante del llano dice del montañés: «¡Ése no hay peligro de que se despeñe! Lleva subiendo a los Alpes desde que nació.» Y tal vez también pensaba que Lucile, por un don de nacimiento, ancestral, era más hábil que ella para violar las leyes y sortear los reglamentos, porque, tras guiñarle el ojo y dedicarle la mejor de sus sonrisas, añadió-: Sabe usted apañárselas, sí señora. Eso está bien.
En ese instante, Lucile vio el cinturón de un soldado alemán encima de la cama. Los ojos de las dos mujeres se encontraron. Los de la costurera tenían una mirada astuta, vigilante e impertérrita; parecía una gata que tiene un pájaro entre las zarpas y, si alguien intenta quitárselo, levanta el hocico y maúlla con arrogancia, como diciendo: «¡Que te has creído tú eso! ¿Quién lo ha cazado, tú o yo?»
– ¿Cómo puede…? -murmuró Lucile.
La costurera dudó entre varias actitudes. Su rostro pasó de la insolencia a la candidez y de la candidez al disimulo. Pero, de pronto, bajó la cabeza.
– Bueno, ¿y qué? Alemán o francés, amigo o enemigo, ante todo es un hombre, y yo, una mujer. Es amable conmigo, cariñoso, atento… Es un chico de ciudad que se cuida, no como los de aquí; tiene la piel suave y los dientes blancos. Cuando me besa, el aliento no le huele a alcohol como a los mozos del pueblo. Para mí eso es suficiente. No busco nada más. Nos complican demasiado la vida con las guerras y todas esas mandangas. Entre un hombre y una mujer, eso no cuenta para nada. Si fuera inglés o negro y me atrajera, también me daría el gusto, si pudiera. ¿Le parece mal? Claro, usted es rica y tiene diversiones que yo no tengo…
– ¡Diversiones! -exclamó Lucile con involuntaria amargura, preguntándose qué podía encontrar divertido la costurera en una vida como la de las Angellier; seguramente, visitar propiedades y contar dinero.
– Usted tiene cultura. Trata con gente fina. Para los demás, todo es trabajar y matarse. Si no existiera el amor, más valdría tirarse de cabeza a un pozo. Y cuando digo amor no crea que sólo pienso en lo que ya sabe. Mire, el otro día ese alemán estuvo en Moulins: pues me compró un bolso de imitación de cocodrilo. Otra vez me trajo flores, un ramo que me compró en la ciudad, como a una señorita. Parece una idiotez, porque aquí en el campo lo que sobra son flores; pero es un detalle bonito. Hasta ahora, para mí los hombres sólo habían sido para lo que ya sabe. Pero éste… no sé cómo decirle… Haría cualquier cosa por él, lo seguiría a cualquier parte. Y sé que él me quiere… He tratado con bastantes hombres como para saber cuándo te mienten. Así que, como comprenderá, que me digan «¡Es un alemán, es un alemán!» no me da ni frío ni calor. Es una persona como las demás.
– Claro que sí, mujer, pero cuando se dice «Es un alemán», ya se sabe que no es más que un hombre, ni mejor ni peor que los demás, pero lo que se sobreentiende, lo que es terrible, es que ha matado a franceses, que los suyos tienen a los nuestros prisioneros, que nos hacen pasar hambre…
– ¿Y cree que yo nunca lo pienso? A veces, estoy echada a su lado y me digo: «¿Y si quien mató a mi padre fue el suyo?» A mi padre, como quizá usted sepa, lo mataron en la otra guerra. Pues claro que lo pienso; pero luego, en el fondo, me da igual. A un lado estamos él y yo, y al otro la gente. A la gente no le importamos; nos bombardean y nos hacen sufrir. Nos matan peor que si fuéramos conejos. Bueno, pues a nosotros tampoco nos importan ellos. Mire, si hubiera que vivir pendiente del qué dirán, estaríamos peor que los animales. En el pueblo dicen que soy una perra. ¡Pues no! Los perros son ellos, que van en manada y, si les mandan morder, muerden. Willy y yo… -La chica se interrumpió y soltó un suspiro-. Nos queremos -dijo al fin.