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– Pero el regimiento se irá…

– Ya lo sé, señora; pero Willy dice que cuando acabe la guerra vendrá a buscarme.

– ¿Y tú le crees?

– Sí, le creo -respondió la chica en tono desafiante.

– Pues estás loca -dijo Lucile-. Se olvidará de ti en cuanto se vaya. Tienes hermanos prisioneros y cuando vuelvan… Hazme caso: ten cuidado, lo que haces es muy peligroso. Es peligroso y está mal -añadió.

– Cuando vuelvan…

Las dos mujeres se miraron en silencio. En aquella habitación cerrada y llena de muebles anticuados y aparatosos, flotaba un olor profundo y secreto que turbaba a Lucile y le producía un extraño malestar.

En la escalera, unos críos churretosos pasaron junto a ella como una exhalación.

– ¿Adónde vais tan deprisa?

– A jugar al jardín de los Perrin.

Los Perrin era una familia acomodada que había huido en junio de 1940 presa del pánico, dejando la casa abandonada, las puertas abiertas de par en par, la plata en los cajones y la ropa en las perchas.

Los alemanes habían saqueado la vivienda. En cuanto al extenso jardín, desatendido, pisoteado, devastado, parecía una selva.

– ¿Os dejan entrar los alemanes?

Por toda respuesta, los chiquillos se echaron a reír y se alejaron corriendo.

Lucile regresó a casa bajo un chaparrón. Por el camino, pasó por delante del jardín de los Perrin. Entre las ramas, pese a la fría tromba, se veían los delantales azules y rosa de los niños del pueblo, que aparecían y volvían a desaparecer. De vez en cuando, una sucia y lustrosa mejilla chorreante de lluvia relucía como un melocotón. Los chiquillos arrancaban las lilas y las flores de los cerezos y se perseguían por el césped. Encaramado a un cedro, un renacuajo en pantalón rojo silbaba como un mirlo.

Estaban acabando de destrozar lo que quedaba del jardín, antaño tan cuidado, tan apreciado por los Perrin, quienes ya no salían a sentarse en las sillas de hierro al atardecer, los hombres en traje negro y las mujeres con largos vestidos de crujiente seda, para ver madurar en familia las fresas y los melones. Un mocoso de delantal rosa hacía equilibrios sobre la verja de hierro, con los pies entre las puntas de lanza de los barrotes

– Te vas a caer, por travieso.

El chiquillo se quedó mirándola sin decir nada. De repente, Lucile envidió a aquellos niños que se divertían ajenos al tiempo, la guerra y las desgracias. Parecían los únicos libres en una nación de esclavos. «Libres de verdad», se dijo.

A regañadientes, siguió su camino hacia la taciturna y silenciosa casa, impasible bajo el temporal.

12

Lucile se quedó sorprendida al ver al cartero, con el que se cruzó en la puerta: apenas recibían correspondencia. En la mesa del vestíbulo había una carta a su nombre.

Señora, ¿se acuerda usted del matrimonio mayor al que acogió en su casa el pasado junio? Nosotros hemos pensado en usted muchas veces, en su amable hospitalidad, en ese alto en su casa durante un viaje espantoso. Nos gustaría mucho tener noticias suyas. ¿Ha regresado su marido sano y salvo de la guerra? Por nuestra parte, hemos tenido la enorme dicha de recuperar a nuestro hijo. Reciba, señora, nuestros respetuosos saludos.

Jeanne y Maurice Michaud

Rue de la Source 12, París (XVI°)

Lucile se quedó encantada. Qué grata sorpresa, qué buenas personas… Desde luego eran más felices que ella. Se querían, habían afrontado y superado juntos todos los peligros… Escondió la carta en su secreter y fue al comedor. Decididamente, era un buen día aunque no parara de llover: en la mesa sólo había un plato. Lucile volvió a alegrarse de la ausencia de su suegra: podría leer mientras comía. Almorzó a toda prisa y luego se acercó a la ventana para contemplar la lluvia. Era una «cola de tormenta», como decía la cocinera. En cuarenta y ocho horas, el tiempo había pasado de la primavera más radiante a una estación indeterminada, cruel, extraña, en la que las últimas nieves se mezclaban con las primeras flores; los manzanos habían perdido las flores en una noche, los rosales estaban negros y helados y el viento había derribado las macetas de geranios y guisantes de olor.

– Se va a perder todo, nos quedaremos sin fruta -gimió Marthe mientras recogía la mesa-. Voy a encender fuego en la sala -añadió-. Hace un frío que no se puede estar. El alemán me ha pedido que le encienda la chimenea, pero no está deshollinada y se va a atufar. Allá él. Se lo he dicho, pero ni caso. Cree que es mala voluntad, como si después de todo lo que nos han quitado le fuese a negar un par de troncos. ¿Lo oye? ¡Ya está tosiendo! Jesús, Jesús… ¡Qué cruz, tener que servir a los boches! ¡Ya va, ya va! -gruñó la cocinera. Lucile la oyó abrir la puerta del despacho y hablar con el alemán, que parecía irritado-: ¡Oiga, que ya se lo he dicho! Con este viento, cualquier chimenea sin deshollinar echa el humo para dentro.

– ¿Y por qué no la han deshollinado, mein Gott? -replicó el alemán, exasperado.

– ¿Que por qué? ¡Y a mí qué me cuenta! Yo no soy la dueña. ¿Cree usted que con su dichosa guerra se puede hacer algo a derechas?

– Mire, buena mujer, si cree usted que voy a dejarme ahumar aquí dentro como un conejo, está muy equivocada. ¿Dónde están las señoras? Si no pueden proporcionarme una habitación confortable, no tienen más que instalarme en el salón. Encienda fuego en el salón.

– Lo siento, teniente, pero eso es imposible -terció Lucile acercándose a ellos-. En nuestras casas de provincias, el salón es una pieza en la que se recibe, pero donde no se puede acomodar a nadie. La chimenea es falsa, como puede comprobar.

– ¿Qué? ¿Ese monumento de mármol blanco con amorcillos que se calientan los dedos…?

– Nunca ha calentado nada -completó Lucile con una sonrisa-. Pero si quiere, venga a la sala; la estufa está encendida. La verdad es que aquí no hay quien esté -hubo de reconocer al ver la nube de humo que flotaba en la habitación.

– ¡Como que por poco muero asfixiado, señora! ¡Desde luego, el oficio de soldado está lleno de peligros! Pero por nada del mundo quisiera molestarla. En el pueblo hay un par de cafés cochambrosos con billar en los que flotan nubes de tiza… Su señora suegra…

– Estará ausente todo el día.

– ¡Ah! Entonces se lo agradezco mucho, señora Angellier. No la molestaré. Tengo trabajo urgente que terminar -dijo el teniente, y mostró un mapa y unos planos.

El se sentó a la mesa, que ya estaba recogida, y ella en un sillón, frente a la estufa. De vez en cuando extendía las manos hacia el fuego y se las frotaba distraídamente. «Tengo gestos de vieja -se dijo de pronto con tristeza-. Gestos y vida de vieja.» Y dejó caer las manos sobre las rodillas. Al levantar la cabeza, vio que el oficial había dejado los mapas, se había acercado a la ventana y apartado la cortina. Estaba contemplando los perales, crucificados bajo el encapotado cielo.

– Qué sitio tan triste… -murmuró.

– ¿Y a usted qué más le da? -respondió Lucile-. Se va mañana.

– No, no me voy.

– ¡Ah! Creía…

– Han suspendido todos los permisos.

– Vaya… ¿Y eso?

El alemán encogió ligeramente los hombros.

– No lo sabemos. Suspendidos, y punto. Es la vida del militar.

Lucile lo sintió por él: estaba tan contento con su permiso…

– Qué lástima -murmuró compadecida-, pero sólo es un aplazamiento.

– De tres meses, de seis, para siempre… Si lo siento es por mi madre. Está mayor y delicada. Es una viejecita de pelo muy blanco, con su eterno sombrero de paja, a la que tumbaría el menor soplo de viento. Me espera mañana por la noche, y no recibirá más que un telegrama.

– ¿Es usted hijo único?

– Tenía tres hermanos. Uno cayó durante la campaña de Polonia, otro hace un año, justo cuando entramos en Francia, y el tercero está en África.