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– ¿Qué ha pasado? -le preguntó.

– Me pregunto… -murmuró la señora Angellier entrelazando las manos con tanta fuerza que los nudillos se le pusieron blancos-. Me pregunto por qué te casaste con Gastón.

Nada más constante en un ser humano que su forma de expresar la cólera; habitualmente, la de la señora Angellier era sinuosa y sutil como el siseo de una víbora. Lucile, que nunca había recibido un ataque tan brusco y duro, se sintió menos indignada que apenada, y de pronto comprendió lo mucho que sufría su suegra. Se acordó de la gata negra, siempre quejosa, hipócrita y zalamera, que arañaba a traición sin dejar de ronronear. Hasta que saltó a la cara de la cocinera y estuvo a punto de dejarla ciega. Ese mismo día habían ahogado a sus gatitos recién nacidos. No volvieron a verla.

– ¿Qué he hecho ahora? -repuso Lucile en voz baja.

– ¿Cómo has podido…? Aquí, en su casa, ante sus ventanas, mientras él está ausente, prisionero, quizá enfermo, maltratado por esos botarates… ¿Cómo has podido sonreírle a un alemán, hablar despreocupadamente con un alemán? ¡Es inconcebible!

– Me ha pedido permiso para bajar al jardín y coger unas fresas. No podía negarme. Olvida usted que, por desgracia, ahora quien manda es él. Guarda las formas, pero podría hacer lo que quisiera, entrar donde le apeteciera, incluso echarnos a la calle… Ejerce sus derechos de conquista con guante blanco. No puedo reprochárselo. Creo que tiene razón: el campo de batalla no está aquí. Uno puede guardar en su interior todos los sentimientos que quiera, pero, exteriormente al menos, ¿por qué no ser educado y benévolo? Esta situación es inhumana. ¿Por qué empeorarla? No es… ¡no es razonable, madre! -exclamó Lucile con una vehemencia que a ella misma la sorprendió.

– ¿Razonable? -exclamó la señora Angellier-. Basta esa palabra, mi querida Lucile, para probar que no quieres a tu marido, que nunca lo has querido y que no lo echas de menos. ¿Crees que yo razono? ¡No puedo ver a ese alemán! ¡Me gustaría arrancarle los ojos! Me gustaría verlo muerto. No será justo, ni humano ni cristiano, pero soy una madre, sufro por mi hijo, odio a los que me lo han quitado, y si tú fueras una verdadera mujer no habrías podido soportar la compañía de ese alemán. No habrías tenido miedo de parecer vulgar, maleducada, ridícula… Te habrías levantado, y con excusas o sin ellas, lo habrías dejado plantado. ¡Dios mío! Ese uniforme, esas botas, ese pelo rubio, esa voz, ese aspecto saludable, feliz, mientras mi pobre hijo… -La anciana se interrumpió y prorrumpió en sollozos.

– Vamos, madre…

Pero la señora Angellier reaccionó con redoblada furia.

– ¡Me pregunto por qué te casaste con él! -repitió-. Por el dinero y por las propiedades, claro, pero entonces…

– ¡Eso no es cierto! ¡Sabe usted perfectamente bien que no es cierto! Me casé porque era una pava, porque papá me dijo: «Es un buen chico. Te hará feliz.» ¡No esperaba que me engañara desde el día siguiente a la boda con una modista de Dijon!

– Pero ¿qué…? ¿Qué historia es ésa?

– Es la historia de mi matrimonio -respondió Lucile con amargura-. En este momento hay una mujer en Dijon que teje un jersey para Gastón, que le prepara dulces, que le envía paquetes y que probablemente le escribe: «No sabes cuánto me aburro, sola en nuestra camita todas las noches, mi tigre enjaulado.»

– Una mujer que lo quiere -murmuró la señora Angellier, y sus labios adquirieron el color de una hortensia marchita, finos y cortantes como un cuchillo.

«Ahora mismo me echaría de casa y pondría a la modista en mi lugar», pensó Lucile y, con la perfidia que nunca abandona ni a la mejor de las mujeres, dejó caer:

– Es cierto que lo quiere mucho… Muchísimo. No hay más que ver las matrices de su talonario. Lo encontré en su escritorio cuando se marchó.

– ¿Es que le paga? -exclamó la señora Angellier, horrorizada.

– Sí, aunque eso a mí me da igual.

Se produjo un largo silencio. Se oían los sonidos habituales del anochecer: la radio del vecino, que desgranaba una sucesión de notas tan monótonas, quejumbrosas y chirriantes como la música árabe o el chirrido de las cigarras – la BBC de Londres, enturbiada por las ondas enemigas-, el misterioso murmullo de una fuente perdida en el campo, el insistente y sediento croar de un sapo que suplicaba lluvia… En la sala, la antigua lámpara colgante de cobre, frotada y bruñida durante generaciones hasta perder su brillo de oro rosa y adquirir un rubio pálido de luna en cuarto creciente, iluminaba la mesa y a las dos mujeres. Lucile sentía tristeza y remordimientos.

«Pero ¿qué mosca me ha picado? -pensó-. Debería haber escuchado sus reproches y haberme callado. Ahora aún se atormentará más. Querrá justificar a su hijo, reconciliarnos… ¡Qué pesadilla, Dios mío!»

La señora Angellier no volvió a dirigirle la palabra en toda la cena. Luego, las dos mujeres se instalaron en el salón, donde la cocinera les anunció la visita de la señora vizcondesa de Montmort. La aristócrata no frecuentaba a las señoras del pueblo ni las invitaba a su casa, como tampoco a las granjeras, pero, cuando necesitaba algún favor, iba a pedirlo a domicilio con una tranquilidad, un candor y una ingenua insolencia que habrían bastado para certificar la autenticidad de su casta. Llegaba muy sencillita, vestida como una doncella y tocada con un fieltro rojo adornado con una pluma de faisán que había conocido tiempos mejores. Las burguesas ignoraban que esa falta de elegancia remarcaba mejor que la altivez o unas maneras ceremoniosas el profundo desdén que profesaban a las campesinas; emperifollarse por ellas era tan innecesario como arreglarse para entrar en una granja a pedir un vaso de leche. Desarmadas, se decían: «No es orgullosa.» Lo que no obstaba para recibirla con una dignidad extraordinaria, tan inconsciente como la pretendida sencillez de la vizcondesa.

La señora de Montmort entró en el salón de las Angellier con paso decidido y las saludó cordialmente. No se disculpó por presentarse a una hora tan tardía, sino que cogió el libro de Lucile y leyó el título en voz alta:

– Conaissance de l'Est, de Paul Claudel… ¡Esto está muy bien! -le dijo con una sonrisa de aprobación, como habría hecho con una niña de la escuela si la hubiera encontrado leyendo Historia de Francia sin que se lo hubieran mandado-. Veo que le gustan las lecturas serias. Eso está bien -repitió, y se agachó para recoger la madeja de lana que acababa de caérsele a la anciana Angellier.

«Ya ven -pareció decir con su gesto- que me enseñaron a respetar a las personas de edad. Para mí, su origen, su educación y su fortuna no tienen importancia. Sólo veo sus canas.»

No obstante, mientras indicaba a la vizcondesa que tomara asiento con una gélida inclinación de la cabeza y separando apenas los labios, todo en la anciana señora Angellier clamaba silenciosamente, por así decirlo: «Si cree usted que voy a mostrarme halagada por su visita, está muy equivocada. Es posible que mi tatarabuelo fuera el granjero de los vizcondes de Montmort, pero eso es historia antigua y nadie lo sabe, mientras que todo el mundo conoce el número de hectáreas que su difunto suegro, que andaba escaso de dinero, le cedió a mi difunto marido; además, su marido se las ha apañado para volver de la guerra, mientras que mi hijo está prisionero. Me debe usted el respeto que merece una madre que sufre.»

A las preguntas de la vizcondesa, respondió con voz débil que seguía bien de salud y que había tenido noticias de su hijo recientemente.

– ¿Tiene usted esperanzas?-quiso saber la vizcondesa, que se refería a «esperanzas de verlo pronto a su lado». La anciana meneó la cabeza y alzó los ojos al cielo-. ¡Qué triste, Dios mío! -exclamó la vizcondesa-. ¡A qué pruebas nos vemos sometidos! -añadió.

Decía «nos» por ese sentimiento de pudor que nos impulsa a fingir males similares a los del desventurado que tenemos delante (aunque el egoísmo deforma nuestras mejores intenciones tan ingenuamente que somos capaces de decir a un tuberculoso en fase terminal, con la mayor inocencia: «Lo compadezco, porque sé lo que es: tengo un reuma que no me deja vivir desde hace tres semanas»).